Érase una vez un joven de buena familia, con estudios y una carrera profesional prometedora, que tras tener un encuentro con el Señor Jesucristo, que le rescató de un nihilismo deprimente que le había puesto al borde del suicidio, le dijo las siguientes palabras a un asistente social: “Querría dejarlo todo e irme a vivir con los pobres“. Y el tipo fue y lo hizo de verdad.
El asistente le mostró un pequeño valle en las afueras de Madrid, “lleno de cuevas, donde había gitanos, quinquis, vagabundos, pordioseros, mendigos, prostitutas, viejas…“. El asistente le dijo: “¿Ves esa chabola de tablas mugrientas? Allí ha vivido una familia, pero la ha abandonado. Pegas una patada a la puerta y te metes allí“.
Y el joven pegó la patada en la puerta y se metió en la chabola. Llevaba una guitarra y una Biblia. Ese hombre es hoy un señor mayor que va de acá para allá predicando el evangelio. Un evangelio que no es muy diferente al que predicó, con todas las limitaciones que uno se pueda imaginar, entre esos pobres del valle madrileño.
¿A qué fue?: “No fui allí no para enseñar, aunque eran casi todos analfabetos, ni para hacer una obra social. En absoluto. Consideraba que ellos eran Jesucristo y yo un pobre pecador que no era digno de vivir allí, en medio de ese horror del sufrimiento de los inocentes, de las víctimas de los pecados de los demás. O sea, me sentía indigno, indigno…“. Pero desde esa indignidad, el joven pecador asegura que “el Señor me obligó en ese ambiente a encontrar una síntesis catequética, una predicación, porque querían que les hablase de Jesucristo“. Si, ya ven ustedes. Los pobres, cuando ven un ejemplo de coherencia evangélica, tienden a querer que se les hable de Cristo. Pero no del Cristo falseado por una ideología política concreta. No, hablamos del Cristo de los evangelios, del Cristo de la Iglesia.
En los años que estuvo allá vivió mil y una experiencias que el 99% de los cristianos occidentales no han vivido ni vivirán en sus vidas. En cierta ocasión se presentó la Guardia Civil para derribar el asentamiento chabolista. Era en pleno franquismo, cuando los civiles no se andaban con muchos miramientos a la hora de realizar la labor que sus superiores les encomendaban. Pero el joven de la guitarra y la Biblia tuvo la idea de llamar al arzobispo, que no dudó un instante en plantarse allá. Los guardias cogieron sus trastos y se largaron por donde habían venido. A petición del joven, el arzobispo celebró una Misa en una de las chabolas.
Años después, el hombre fue invitado al Lago de Nemi (cerca de Roma, Italia) “donde había un encuentro de jóvenes de las comunidades de base, todos de izquierda. Eran los tiempos del Che Guevara“. ¿Y saben ustedes lo que les dijo?: “Dije que Lenin y el Che Guevara eran falsos profetas, y hablé de Cristo“.
Algunos de ustedes se preguntarán quién era ese joven, hoy ya mayor. Su nombre es Francisco José Gómez-Argüello Wirtz. Todos le llaman Kiko. Y créanme si les digo que, leyendo su testimonio, no me extraña que haya sido, y sea, uno de los siervos inútiles más útiles de la Iglesia en estos tiempos que nos ha tocado vivir.
A Francisco José no le tienen que explicar en qué consiste eso de la opción preferencial por los pobres. Ni le pueden venir con que dicha opción se debe de hacer desde la oposición a lo que enseña la Iglesia. Argüello no es un profeta según los parámetros del progre-eclesialismo secularizante que asolado infinidad de diócesis. Le basta con predicar que Cristo vino a salvar a los pecadores. No es poca cosa, créanme.
Luis Fernando Pérez Bustamante
El Kerigma. En las chabolas con los pobres