Cuando el Señor nos concede una petición, no son pocos los que dan las gracias porque “Dios me ha dado lo que yo quería". Y bien está que así se haga. Pero mayor alegría debería ser hacernos conscientes de que nuestra voluntad ha coincidido, siquiera sea en esa ocasión, con la de Dios. Él siempre desea lo mejor para nosotros así que la oración es ese proceso por el que nos ponemos en sintonía con la voluntad divina y no tanto la voluntad divina con la nuestra. Por eso no hay mejor petición que la de “hágase tu voluntad", lo cual no quiere decir que no debamos manifestar humildamente como hijos al Señor nuestros deseos, anhelos, súplicas y angustias.
Entre las peticiones que le he hecho a Dios en los últimos meses figuraba la de que la Iglesia reconociera la santidad de D. José Rivera, sacerdote toledano. Sabía que su expediente estaba en la fase final en la Congregación para la Causa de los Santos, pero a veces estos procesos se dilatan en el tiempo o, por las razones que sea, no llegan a feliz término. En esta ocasión, Dios ha escuchado mis torpes palabras y las de tantos otros fieles (obispos, sacerdotes, religiosos y seglares) que le hemos pedido lo mismo. El mismo Señor y Salvador que convirtió a D. José en santo y sembrador de santidad es el que ha querido que su Iglesia reconozca públicamente sus virtudes. Y probablemente quiera que sea elevado a los altares a su debido tiempo.
Soy de aquellos que no han podido conocer en vida al venerable Rivera pero que puede considerarse sin embargo hijo espiritual suyo. O como poco, nieto, ya que uno de sus principales discípulos y colaboradores, el P. José María Iraburu, sí que es padre espiritual de este pobre pecador. De D. José Rivera he leído prácticamente todo lo que está publicado, he escuchado sus audios en la web de la Fundación que lleva su nombre y he sido y soy testigo de cómo su paternidad espiritual ha producido grandes frutos en algunos obispos, muchos sacerdotes y cada vez más fieles.
La característica que más me llama la atención, a la vez que más guía mis pasos, de la persona de don José fue la naturalidad con la que caminaba por los senderos de santidad. Para él la gracia de Dios no era una teoría que queda muy bonita en los libros de teología o a la que nos acercamos de cuando en cuando, sobre todo en los momentos de aprieto, que nos ayudan a sentir la necesidad de dicha gracia. No, él vivía en la gracia, lo cual le hacía ser a su ver fuente de gracia para otros. Buen maestro tuvo en su hermano, el ángel del Alcázar, cuyo testimonio martirial fue abono para la santidad de don José.
Para que se hagan una idea de cómo vivía y predicaba sobre la gracia de Dios este hombre santo, cito sus palabras de su diario:
“Perdonar quiere decir, realmente, reiterar el ofrecimiento del don íntegro de la amistad, anteriormente rechazada. Decir que hemos perdido la vida, es medir a Dios con medida humana. En el hombre rara vez una ruptura se puede soldar sin dejar señal, y pensamos lo mismo de Dios; pero ellos es absolutamente injusto. Mi vida -y la vida de todas las personas que trato- puede alcanzar la gracia a que estaba destinada. Puede ser levantada mucho más allá de las altísimas cismas soñadas en mi adolescencia. Nada se ha perdido. Como un niño que fuera perdiendo sus juguetes, pero su padre los fuera recogiendo. Perdidos los creía, pero en realidad estaban mejor guardados. Las gracias anteriores desatendidas, incluso con todas las rentas -lo que reperesenta caudales de vida superlativamente torrenciales-están guardadas para mí en los armarios del Padre, y en suma tan seguras, como si las tuviera yo presentes".
Don José Rivera entendía bien que la esperanza del evangelio no consiste en una felicidad mundana por la cual peregrinamos por esta vida sin problemas, cruces, caídas y pecados, sino la certeza de que Dios está obrando en nosotros la santidad a la que nos ha llamado. Una santidad que recrea en nuestro interior a Cristo mismo, transfigurándonos, dejando atrás, aunque sea poco a poco, al viejo Adán.
Sabiendo que un buen sacerdote es garantía de frutos espirituales abundantes, don José se volcó durante gran parte de su vida en formar y dirigir espiritualmente a seminaristas y sacerdotes ya ordenados. Se robaba horas de sueño con tal de cumplir fielmente ese ministerio al que el Señor le había llamado. Sólo Dios sabe cuántos buenos sacerdotes han salido del ejemplo personal y de las charlas con su siervo José Rivera.
Una faceta todavía no conocida, pero que se conocerá, de la obra de don José era su clarividencia profética sobre la situación de la Iglesia en este tiempo. Siempre fue obediente pero eso no le impidió ser claro cuando tenía que serlo, incluso ante alguien de la categoría episcopal de don Marcelo, arzobispo de Toledo y cardenal primado de España. Quiera Dios que puedan salir a la luz muchas de sus reflexiones que quedaron por escrito. Iluminarán mucho en medio de la confusión reinante. Su preocupación era tan inmensa que se ofreció al Señor como víctima propiciatoria por la Iglesia, siguiendo los pasos de San Pablo:
Ahora me alegro de mis sufrimientos por vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia
Col 1,24
Ahora que tantos hablan de la opción preferencial por los pobres, sin vivirla ni de lejos, don José Rivera la vivió de forma tan auténtica que puedo decir, sin temor a equivocarme, que se ha convertido en un referente indispensable para la pastoral de la Iglesia en esa materia. Don José no solo ayudaba económicamente a los pobres. No sólo removía Roma con Santiago para proporcionarles sustento. También se ocupaba, y mucho, de su salud espiritual. Don José iba con un pan debajo de un brazo y algún buen Catecismo debajo del otro. Su sola presencia era catequética en palabra y obras. Había además otro tipo de pobres que eran de su predilección: los afectados por enfermedades psiquiátricas, a quienes amaba y servía como pocos.
En otras palabras, D. José encarnaba a la perfección el remedio para aquello que el papa Francisco denunció en su exhortación apostólica Evangelii Gaudium:
Puesto que esta Exhortación se dirige a los miembros de la Iglesia católica quiero expresar con dolor que la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual. La inmensa mayoría de los pobres tiene una especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra, la celebración de los Sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y de maduración en la fe. La opción preferencial por los pobres debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y prioritaria.
Para quienes vivimos ciertas tribulaciones a causa de las circunstancias históricas que nos toca vivir, el reconocimiento de las virtudes heroicas de D. José Rivera por parte del papa Francisco es un refrigerio espiritual de primer orden, un derroche de gracia del cielo. Ahora toca pedir al Señor que la Iglesia reconozca algunos de los posibles milagros que se han obtenido presuntamente por su intercesión. La Iglesia necesita figuras de referencia como la de este sacerdote toledano que vivió por y para Cristo.
Laus Deo Virginique Matri
Luis Fernando Pèrez Bustamante
Web de la Fundación José Rivera