El cardenal y arzobispo de Bolonia, Matteo Zuppi, ha concedido una entrevista a RD, de la que cito:
En su conferencia, usted recuperó el concepto de ‘Profetas de calamidades’ usado por Juan XXIII en el Concilio. ¿Estamos demasiado mal acostumbrados en la Iglesia europea a estar tristes?
Claro, hay tantas dificultades, y el fin de la cristiandad, que está claro, pero no significa el fin del Evangelio ni del Cristianismo. Hay muchas dificultades, y calamidades, pero creo que Juan XXIII tenía razón. No se pueden mirar solo las dificultades, hay que ver las oportunidades.
Y:
¿Ese es uno de sus retos: cómo explicamos esa iglesia hipermercado es la misma que la de abajo?
No se explica, se vive. Se vive con oración, con cercanía, proximidad, viviendo el evangelio, y no un evangelio reducido a moral. Que sea un encuentro, que sea vida, como tiene que ser el evangelio. Que sea un hecho, una homilía que hable al corazón.
¿Tiene muchos enemigos el Papa para recuperar este estilo de Iglesia?
Creo que hay tantos profetas de calamidades, hay tantos que confunden la conversión pastoral y misionera con el relativismo moral, de la verdad. Yo creo que la conversión nos ayuda a vivir bien el depósito de nuestra fe, pero a vivirlo hoy, para no quedarse fuera. Queremos que el evangelio siga hablando a los hombres de hoy. Frente a la secularización y sus consecuencias, el Evangelio responde al grito del hombre de hoy.
Por su parte, el cardenal y arzobispo primado de México, comentó en declaraciones recogidas por la Agencia Efe lo siguiente:
Más de la mitad de los estados mexicanos reconocen el matrimonio entre personas del mismo sexo, una cifra que ilustra el cambio de valores de la sociedad mexicana del que habla Aguiar y al que tiene que hacer frente su Iglesia.
“La Iglesia tiene clara su doctrina, pero no es tiempo de condenas, sino de entender y aceptar las opciones que cada uno tome“, defiende el cardenal sobre la homosexualidad.
El arzobispo primado de México pide centrar la atención en ver “si se dan las condiciones sociales en las que se respete esa decisión del ser humano” y recuerda que la Iglesia “debe estar abierta a todos, católicos o no, para entender y apoyar en las necesidades de cada persona".
Vamos por partes. El optimismo de san Juan XXIII en torno al futuro de la humanidad y su protesta contra los profetas de calamidades aparece en su discurso de inauguración del Concilio Vaticano II, el 11 de octubre de 1962. Cito:
En el cotidiano ejercicio de Nuestro ministerio pastoral llegan, a veces, a nuestros oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de algunas personas que, aun en su celo ardiente, carecen del sentido de la discreción y de la medida. Ellas no ven en los tiempos modernos sino prevaricación y ruina; van diciendo que nuestra época, comparada con las pasadas, ha ido empeorando; y se comportan como si nada hubieran aprendido de la historia, que sigue siendo maestra de la vida, y como si en tiempo de los precedentes Concilios Ecuménicos todo hubiese procedido con un triunfo absoluto de la doctrina y de la vida cristiana, y de la justa libertad de la Iglesia.
Nos parece justo disentir de tales profetas de calamidades, avezados a anunciar siempre infaustos acontecimientos, como si el fin de los tiempos estuviese inminente. En el presente momento histórico, la Providencia nos está llevando a un nuevo orden de relaciones humanas que, por obra misma de los hombres pero más aún por encima de sus mismas intenciones, se encaminan al cumplimiento de planes superiores e inesperados; pues todo, aun las humanas adversidades, aquélla lo dispone para mayor bien de la Iglesia.
Llama la atención dos cosas:
1- Que al parecer había personas que ya sospechaban, y osaban decirlo, que la humanidad no iba por buen camino en eso que se conoce como Modernidad.
2- Que según el Papa, estábamos ante un “nuevo orden de relaciones humanas” que, ojo al dato, era obra de los propios hombres.
Más adelante tras afirmar algo realmente sorprendente, a saber, que “los errores, luego de nacer, se desvanecen como la niebla ante el sol” (sic), añadió:
Siempre la Iglesia se opuso a estos errores. Frecuentemente los condenó con la mayor severidad. En nuestro tiempo, sin embargo, la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia más que la de la severidad. Ella quiere venir al encuentro de las necesidades actuales, mostrando la validez de su doctrina más bien que renovando condenas. No es que falten doctrinas falaces, opiniones y conceptos peligrosos, que precisa prevenir y disipar; pero se hallan tan en evidente contradicción con la recta norma de la honestidad, y han dado frutos tan perniciosos, que ya los hombres, aun por sí solos, están propensos a condenarlos, singularmente aquellas costumbres de vida que desprecian a Dios y a su ley, la excesiva confianza en los progresos de la técnica, el bienestar fundado exclusivamente sobre las comodidades de la vida. Cada día se convencen más de que la dignidad de la persona humana, así como su perfección y las consiguientes obligaciones, es asunto de suma importancia. Lo que mayor importancia tiene es la experiencia, que les ha enseñado cómo la violencia causada a otros, el poder de las armas y el predominio político de nada sirven para una feliz solución de los graves problemas que les afligen.
Cabe señalar:
1- Es herejía pelagiana afirmar que el hombre, por sí solo, es capaz de condenar y dejar a un lado todo aquello que es contrario a la ley divina. Sin el concurso de la gracia, tal cosa es literalmente imposible.
2- Tras dos guerras mundiales, pensar que el hombre había aprendido la lección e iba a comportarse como Dios manda, no era mero optimismo. Era desconocer absolutamente las consecuencias del pecado original y la enseñanza de la Escritura y la Tradición acerca del hombre caído y del “mundo".
3- Oponer misericordia a severidad en la condena del error es puerta abierta a la extensión masiva del error.
57 años y medio después, vemos en qué han quedado las palabras del papa Roncalli. Ha ocurrido exactamente lo contrario a lo que “profetizó". Las guerras han seguido ocurriendo acá y allá, y a ello se ha añadido la expansión del aborto, que es el mayor crimen en la historia de la humanidad, y la aparición de “un nuevo orden de relaciones humanas” (Nuevo Orden Mundial), pero en el sentido literalmente opuesto al Reino de Dios y absolutamente concordante con el Reino del Gran Arquitecto, adorado en las logias, que es Satanás en persona. La familia está siendo aniquilada. Las leyes están dando paso a la aceptación social de auténticas barbaridades. Y el hombre ha demostrado ser, por si no quedaba claro, el mayor enemigo del hombre, con los estados facilitando esa labor de autodestrucción.
¿Y qué decir de la propia Iglesia? ¿fue profeta de calamidades Pablo VI cuando afirmó que había entrado en ella el “humo de Satanás"? Es más, ¿cómo no iba a entrar ese humo si se habían abierto las ventanas de par en par?
Aun así, lo peor de todo no es que hubiera un error en el diagnóstico y las medidas a tomar. Lo peor es que hoy se pretende que tal error fue un acierto, y se profundiza en las consecuencias del mismo, de tal manera que la secularización presente en el mundo se ha apoderado, literalmente, de la mayor parte de la Iglesia.
Esto no empezó con el discurso inaugural del CVII. Llevamos, no solo en el mundo sino en la Iglesia, dos siglos y pico con un constante tira y afloja entre los revolucionarios radicales y los conservadores que conservan la revolución. Y una vez desaparecidos los tradicionalistas, o reducidos a la mínima expresión, el juego es mucho más fácil para ambos bandos.
En España ese tira y afloja nos ha llevado a tener un corpus legislativo absolutamente perverso. Pero los conservadores nos piden moderación, calma y sosiego, diálogo… para que los otros den otro paso adelante al que no seguirá un paso atrás.
Al final, los revolucionarios radicales se quitarán de en medio a los conservadores con absoluto desprecio. El desprecio que se merecen.
Eso pasa tanto en la sociedad como en la Iglesia. De hecho, la decadencia de España -y del resto de Occidente- es paralela a la de la Iglesia.
Bruno Moreno ha descrito magistralmente la realidad que vivimos hoy:
Dios nunca quiere que pequemos y eso es lo que siempre ha enseñado la Iglesia. No importan las excusas que se den y las circunstancias que se aleguen: adulterar siempre es un pecado grave y Dios nunca da permiso para hacerlo, ni mucho menos quiere que lo hagamos.
En cambio, multitud de obispos y sacerdotes se empeñan en enseñar y poner en práctica lo contrario, ya sea diciendo a los adúlteros que pueden comulgar o callando ante los que lo hacen y tolerando esa destrucción de la moral católica. Incluso los obispos y sacerdotes que siguen aplicando la moral tradicional católica en sus diócesis o parroquias en muchos casos elogiaron, por puro respeto humano o quizá por una obediencia mal entendida, la exhortación Amoris Laetitia, en la que se afirma que el adulterio puede ser en algunas ocasiones “la respuesta generosa que se puede ofrecer a Dios” y “la entrega que Dios mismo está reclamando en medio de la complejidad concreta de los límites, aunque todavía no sea plenamente el ideal objetivo” (AL 303). Apenas cuatro cardenales, la mitad de los cuales han muerto, pidieron que esto se clarificase (un eufemismo para indicar respetuosamente que debía corregirse), mientras que la inmensa mayoría de los demás obispos siguen sin decir nada.
Cuando la autoridad y la falsa prudencia se ponen al servicio de la perversión, de la destrucción de la moral de la Iglesia; cuando se ignora por completo el poder de la gracia divina para liberar efectivamente, y no al modo luterano, al hombre del pecado; cuando se cambia el Evangelio por diálogo cómplice con el mundo que vive bajo el dominio de Satanás, solo cabe esperar que ocurra de forma rotunda aquello que profetizó, y esta vez de verdad, san Pablo y que ya tenemos ante nuestros ojos:
Que de ningún modo os engañe nadie, porque primero tiene que venir la apostasía y manifestarse el hombre de la iniquidad, el hijo de la perdición, que se opone y se alza sobre todo lo que lleva el nombre de Dios o es adorado, hasta el punto de sentarse él mismo en el templo de Dios, mostrándose como si fuera Dios.
2 Tes 2,3-4
No hace falta ser profeta para denunciar que estamos ante el abismo, ante la mayor traición que ha sufrido Cristo desde que Judas le entregó por treinta monedas de plata. Ahora se le entrega a cambio del reconocimiento del mundo, de ese Nuevo Orden Mundial que no tiene nada que ver con el buenismo necio y herético de quienes abrieron las ventanas de la Iglesia para que el humo de Satanás hiciera estragos.
Solo Dios sabe lo que nos depara el futuro inmediato. Es fácil caer en la desesperación en medio de tanta confusión, de tanto lío, de tanta corrupción del evangelio, de tanto desprecio y persecución de la Tradición. Mas tenemos la promesa segura de que las Puertas del Hades no prevalecerán. No es tiempo de amargarse, de actuar como si Cristo no nos hubiera dado la victoria en la Cruz. Es tiempo de obrar conforme a la gracia que nos ha sido dada en defensa de la fe, dando testimonio de la realeza de Cristo en nuestros corazones y en medio de todo el mundo. Es tiempo de obedecer a la Madre del Señor y Madre nuestra cuando nos pide “haced lo que Él os diga” (Jn 2,5)
No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino.
Luc 12,32
¡Viva Cristo Rey y María Reina!
Luis Fernando Pérez Bustamante