Corría el mes de agosto del año 449 de nuestra era cuando la ciudad de Éfeso asistió a lo que prometía ser un nuevo concilio ecuménico, que habría de ser el segundo celebrado allá, pero que acabó convirtiéndose en una infamia que pasaría a la historia con el nombre de “latrocinio de Éfeso". Las controversias cristológicas estaban en plena efervescencia y la idea era resolverlas a través de un nuevo concilio. Un tal Eutiques, archimandrita de un monasterio cercano a Constantinopla, sostenía la teoría de que en Cristo “antes de la encarnación había dos naturalezas y después de la unión, una". No es plan de que analice en profundidad esa teoría, que no sólo era herética al señalar que el Logos encarnado no era hombre porque su naturaleza divina había “anulado” la humana, sino que era absurda al dar por hecho que pudo haber una naturaleza humana en el Logos antes de la propia encarnación.
El caso es que un concilio local, bajo la presidencia del Patriarca Flaviano de Constantinopla, le condenó. Y como era habitual en aquellos tiempos, el condenado apeló al Papa, que entonces era San León Magno. Por supuesto, como había ocurrido en su día con Pelagio ante el Papa Zósimo, Eutiques le contó al Papa León las cosas de tal manera que León se puso en un primer momento de su lado, de tal forma que escribió a Flaviano una carta pidiéndole explicaciones sobre la excomunión de Eutiques a la vez que enviaba un legado para informarse sobre el terreno de lo ocurrido. Y de la misma manera que Zósimo ratificó la condena a Pelagio cuando los obispos africanos le explicaron en detalle sus herejías, León confirmó la condena a Eutiques cuando el Patriarca Flaviano y el legado papal le dieron cumplida cuenta de la verdad.
Pero hete aquí que Eutiques contaba para entonces con el apoyo de la Corte imperial y de Dióscoro, Patriarca de Alejandría. Habiendo un patriarca por medio, se consideró que la cuestión debía de ser tratada en un concilio ecuménico. San León no era precisamente feliz ante lo que estaba ocurriendo pero aun así decidió enviar a sus legados al concilio junto con una carta en la que se condenada la herejía eutiquiana, a la vez que le daba la oportunidad a su autor de reintegrarse a la Iglesia si se retractaba. Lo cierto es que el concilio era una trampa mortal, en el sentido literal del término, para los defensores de la ortodoxia. Para pasmo de los legados papales, primeramente se produjo la rehabilitación de Eutiques y su doctrina. Pero es que además Dióscoro, que se había presentado con una multitud de monjes monofisitas radicales y una fuerza armada, ordenó a ésta que entrara en la iglesia donde se celebraba el concilio. Derribaron, pisotearon e hirieron al Patriarca Flaviano, que murió tres días después. Los legados papales huyeron de la escena como pudieron pero luego fueron apresados y obligados a firmar en blanco lo que habría de ser la condena del concilio al mismísimo Flaviano. No contentos con eso, Dióscoro excomulgó al Papa y consiguió que el Emperador Teodosio promulgara un edicto aprobando la decisión del concilio.
La cosa era más seria de lo que parecía. La totalidad de la cristiandad oriental había aceptado en el año 449 una herejía que pretendía apelar a los Padres, al Credo y a la Escritura. Y además, había sido promulgada por un concilio que profesaba ser ecuménico. Todos los patriarcados de Oriente -una vez “sustituido” el asesinado Flaviano- aceptaron dicho concilio. Pero hubo alguien que se opuso a aquella infamia: el Obispo de Roma.
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