Respuesta a las aclaraciones del P. Chus Villarroel
El P. Chus Villarroel, OP, ha tenido a bien aclarar en el semanario Alfa y Omega su postura tras la polémica causada por algunas afirmaciones en su entrevista al semanario. Como él dice, “en varios blogs” fue discutida su posición. Me figuro que también habría leído mi artículo comentando sus afirmaciones. Aunque quizá no lo haya leído. En todo caso no contesta a los argumentos que expuse en contra de algunas frases de su entrevista, por ejemplo:
“¿Pero qué importancia tiene tu pecado cuando vives en compañía de Aquel que ha muerto gratuitamente por ese pecado?"… “Tú sabes que ese pecado está clavado en la Cruz de Cristo, y lavado por su sangre. Si no, entramos en el escrúpulo, en hacer todo lo que pueda por librarme de esto que odio, en las cautelas".
¿Será que no ve modo de defender la ortodoxia de ésas y otras frases igualmente reprobables, fundamentándolas en la Escritura, la Tradición y el Magisterio apostólico, como lo exige, por ejemplo, el Concilio Vaticano II (Dei Verbum 10)?
Recuerdo brevemente la doctrina católica sobre la relación entre gracia, salvación y pecado. Y después analizo el segundo artículo que el sacerdote dominico ha publicado tratando de precisar su doctrina (ver Alfa y Omega).
Todos, sin excepción, somos pecadores. Desde la caída de Adán, el hombre tiene tendencia al pecado. Dicha tendencia no es absoluta -pues no todo lo que hace el hombre caído es pecado (canon VII sobre la justificación de Trento)-, pero sí muy acusada.
Por la fe y el bautismo recibimos una nueva naturaleza, una nueva vida en Cristo. Recibimos la gracia para andar conforme a la voluntad de Dios. Somos hijos de Dios en el segundo Adán, que es Cristo (Jn 1,12; 1 Cor 15,45). Como quiera que aún en esa nueva vida volvemos a pecar (1 Jn 1,8), Dios da la gracia del arrepentimiento, que se realiza plenamente en el sacramento de la confesión (1 Jn 1,9; Jn 20,23). Por él se nos concede el perdón y la penitencia por nuestros pecados. Como dijo San Pablo:
… he predicado primero a los judíos de Damasco, luego a los de Jerusalén y de toda Judea, y por último a los gentiles, que se arrepientan y se conviertan a Dios, haciendo obras dignas de penitencia. (Hch 26,20)
La gracia de Dios nos va fortaleciendo más y más para no pecar. Cuanto más crecemos en la gracia, más amamos a Dios y más fuertes nos guarda ese amor de ofenderle. Al límite, los santos son ya psicológica y moralmente incapaces casi de pecar. Así lo enseña la Escritura:
No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea de medida humana. Dios es fiel, y él no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas, sino que con la tentación hará que encontréis también el modo de poder soportarla. (1ª Cor 10,13)
Aun así, como ya he dicho, cuando pecamos, y muy especialmente cuando cometemos un pecado mortal, no quedamos a merced de nuestra miseria, sino que podemos alcanzar la misericordia que Cristo nos obtuvo en la Cruz. Ciertamente Dios es muy paciente con nosotros. Dice la Escritura que el Señor…:
…tiene paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie se pierda sino que todos accedan a la conversión (2ª Ped 3,9).
Es fundamental entender que en nuestras propias fuerzas jamás podremos vencer al pecado:
Puesto que la tendencia de la carne es enemiga de Dios, ya que no se somete -y ni siquiera puede- a la Ley de Dios. (Rom 8,7)
Y ya dijo Cristo:
… sin mí no podéis hacer nada. (Jn 15,5)
Ahora bien, en Cristo lo podemos todo:
Todo lo puedo en Aquel que me fortalece. (Fil 4,13)
Somos absolutamente dependientes de Dios y de su gracia en el combate y la victoria sobre el pecado y en todo lo que tenga que ver con la santidad…:
porque Dios es quien obra en vosotros el querer y el actuar conforme a su beneplácito. (Fil 4,13)
No cabe pues gloriarse de otra cosa que no sea en la cruz de Cristo (Gal 6,14) y decir con el apóstol:
… por la gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia que se me dio no resultó inútil; al contrario, he trabajado más que todos ellos; pero no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo. (1Co 15:10)
Dicho eso, quiero comentar algunos párrafos de la réplica del P. Chus. Escribe:
Soy un sacerdote dominico de 80 años y 56 de sacerdocio. Concedo a la moral y al ejercicio de las virtudes todos sus derechos. Es más, si yo pecara en algo de eso les aseguro que me iría a confesar muy pronto porque es lo que he recibido en mi formación y está en mi tradición. Desde ahí he crecido y esa es mi perspectiva del pecado. Sin embargo, tengo que decir que además del rango o plano de las virtudes y de la moral está el de los dones, en el que predomina la acción del Espíritu Santo. Es el plano que hace a uno cristiano adulto.
No se entiende, porque no lo explica, la relación de las virtudes y los dones del Espíritu Santo. Recordaré la doctrina de Santo Tomás. Las virtudes, bajo la moción del Espíritu Santo, obran el bien el “modo humano", mientras que los dones, bajo la acción del mismo Espíritu, obran el bien al “modo divino". Pero tanto las virtudes como los dones son movidos en el hombre por el Espíritu Santo, que asiste al cristiano. El ejercicio más intenso y fuerte de las virtudes se da precisamente cuando los dones del Espíritu Santo perfeccionan su ejercicio, de tal modo que el hombre actúa entonces el bien al “modo divino". No se puede ser virtuoso y de buena moral sin la gracia del Espíritu Santo, que es siempre un don gratuito, tanto en el ejercicio de las virtudes como en la acción de los dones. Como dice la Escritura, “toda dádiva generosa y todo don perfecto vienen de lo alto, desciende de arriba, del Padre de las luces” (Stg 1,17).
En cuanto a si estamos llamados a practicar la virtud y las buenas obras la Escritura lo afirma claramente:
Por lo demás, hermanos, cuanto hay de verdadero, de honorable, de justo, de íntegro, de amable y de encomiable; todo lo que sea virtuoso y digno de alabanza, tenedlo en estima. Lo que aprendisteis y recibisteis, lo que oísteis y visteis en mí, ponedlo por obra; y el Dios de la paz estará con vosotros. (Fil 4,7-8)
Estamos, pues, llamados a “matar” las obras de la carne cada vez con más fuerza, prontitud y seguridad, a medida que crecemos en virtudes y dones del Espíritu Santo:
Porque si vivís según la carne, moriréis; pero, si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis. (Rom 8,13)
Y, ¿cuáles son las obras de la carne?:
Las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, enemistades, discordia, envidia, cólera, ambiciones, divisiones, disensiones, rivalidades, borracheras, orgías y cosas por el estilo. Y os prevengo, como ya os previne, que quienes hacen estas cosas no heredarán el reino de Dios. (Gal 5,19-21)
San Pablo, conocido como el apóstol de la gracia, lo afirma bien claro:
Y los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con las pasiones y los deseos. (Gal 5,24)
Todo eso, repito, es solo posible por el Espíritu Santo. No podemos separar la obra del Espíritu Santo de la práctica de las virtudes y la vida moral, porque precisamente el Espíritu Santo nos guía hacia ello.
Añade el P. Chus:
Cuando se tiene esta experiencia en el alma, suceden una serie de mociones o fenómenos espirituales: el pecado sigue siendo pecado en ambos rangos, pero el dolor por haber pecado en uno es compunción, y en otro culpabilidad. La moral engendra culpa; el Espíritu Santo compunción.
El término “compunción” es muy antiguo en la historia de la espiritualidad, y aunque puede albergar varios sentidos relacionados entre sí, se da “en todas las etapas de la ascensión del alma", según explica García M. Colombás:
“Estado de alma complejo y difícil de definir, la compunción se alimenta del recuerdo de los pecados pasados, de la certeza de la muerte y del tremendo juicio de Dios, del sentimiento de la propia fragilidad, y se cultiva mediante la oración, el examen de coencia y, en particular, la meditación de los novísimos” (Colombás, El monacato primitivo, II, BAC, Madrid 1975, pg. 113).
Esa conciencia habitual de la propia condición de pecador se da en la compunción siempre unida a la captación de la misericordia inmensa de Dios. Nunca en la verdadera compunción van separados el reconocimiento doloroso de la propia culpa y miseria, y la captación gozosa del amor misericordioso de Dios que perdona. Y por eso decir que, según se hayan tenido o no ciertas experiencia espirituales, “el dolor por haber pecado en uno es compunción, y en otro culpabilidad. La moral engendra culpa, y el Espíritu Santo compunción“ es una frase que prácticamente no tiene sentido alguno en la doctrina católica, al menos en el sentido de “culpa” y de “compunción” empleado en la historia de la moral y de la espiritualidad católicas. Nadie se duele tanto cuando peca, aunque sea en grado super-mínimo, como los santos más santos, los que más aman a Dios. Véanse los ejemplos que el P. Iraburu hace unos días ponía sobre el dolor de corazón y la conciencia de culpa, tal como Santa Catalina de Siena y Santa Margarita María de Alacoque vivían por sus mínimas culpas (364: Conversión: dolor de corazón).
No se entiende, pues, por qué el P. Chus diferencia en el pecado dolor por la culpa y compunción. Cuando pecamos nos sentimos culpables, compungidos. Si no sentimos dolor por nuestros pecados, ¿dónde está el amor que tenemos a Dios con todas las fuerzas del alma? ¿Y cómo vamos a salir con la ayuda de la gracia de la cautividad de los pecados? Es Dios precisamente quien por su gracia nos hace ser conscientes de nuestra situación de culpabilidad, y es Dios quien por su gracia al mismo tiempo que nos da a conocer nuestra miseria nos revela su misericordia. El conocimiento de nuestra miseria y el conocimiento de la misericordia de Dios crecen juntamente, como los dedos de una mano, que diría Santo Tomás.
Por lo tanto, el dolor por nuestros pecados no es para nuestra condenación, ni para que vivamos atormentados, angustiados, oprimidos, llenos de escrúpulos, etc. Es exactamente para lo contrario. Cuanto más crece nuestro amor a Dios, más nos duele pecar, porque el pecado nos aleja o incluso nos separa de Dios al que amamos. Ahí vemos cómo la gracia, acreciendo nuestro amor a Dios, nos va haciendo vencer más y más al pecado. Y todo eso es pura gracia.
Dice el padre dominico:
La vivencia fenomenológica del pecado varía en cada una de las situaciones. El ir a confesarse es muy distinto: uno va con el sentimiento de estar perdonado y celebra el perdón y afianza su entrega a Dios; el otro lo hace por temor o miedo a las consecuencias.
Cuando vamos a confesarnos vamos a pedir perdón a Dios (”contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces“, Sal 50). Y vamos en la confianza ciertísima de que nos va a perdonar. No se cansa Dios de amarnos, y no se cansa por eso de per-donarnos. Su amor no tiene fin, y su perdón tampoco. Y una vez nos perdona, celebraremos todo lo que haya que celebrar. Pero no es malo el sentir gran dolor por haber ofendido a Dios, ni tampoco es malo sentir temor a las consecuencias de nuestros pecados. Al fin y al cabo, ¿no se nos ha enseñado que “la paga del pecado es la muerte” (Rom 6,23)? ¿Acaso no dice el Catecismo que la atrición es también un don de Dios?
Art 1453. La contrición llamada “imperfecta” (o “atrición") es también un don de Dios, un impulso del Espíritu Santo. Nace de la consideración de la fealdad del pecado o del temor de la condenación eterna y de las demás penas con que es amenazado el pecador. Tal conmoción de la conciencia puede ser el comienzo de una evolución interior que culmina, bajo la acción de la gracia, en la absolución sacramental. Sin embargo, por sí misma la contrición imperfecta no alcanza el perdón de los pecados graves, pero dispone a obtenerlo en el sacramento de la Penitencia (cf Concilio de Trento: DS 1678, 1705).
Si el temor de la condenación eterna es un don de Dios, ¿por qué el P. Chus lo presenta como algo propio de cristianos inmaduros, de segunda categoría? Es más, ¿por qué oponer la confianza en el perdón misericordioso de Dios, de un lado, y de otro el temor de recibir su castigo en caso de no arrepentirnos del mal cometido?
Añade:
Es más, si hemos muerto y estamos sepultados con Cristo, es decir, no queremos ya vivir desde el pecado y para el pecado, se trasforma nuestra «personalidad de pecadores», como dice san Pablo, y nos hacemos una criatura nueva.
Más bien, al renacer en Cristo y pasar a ser una criatura nueva, ya no queremos vivir en el pecado y el Espíritu Santo nos transforma para liberarnos de su esclavitud. Pero esa transformación, que debe ser real y no una mera declaración “forense”, ni un mero sentimiento buenista, dura toda la vida. Es un proceso. Caemos y Dios nos levanta. Pecamos y Dios nos restaura. Y “es Dios quien nos da el crecimiento” progresivamente (1 Cor 3,7). Es Cristo quien va creciendo en nosotros. Es “la fe operante por la caridad” (Gal 5,6) quien nos va dando una fidelidad en el amor a Dios tan grande que va excluyendo más y más el pecado. De lo contrario, nos estaremos engañando a nosotros mismos, ya que a Dios no le vamos a engañar jamás.
Todos estamos llamados a la santidad, que implica un amor a Dios cada vez más grande, y una victoria sobre el pecado cada vez mayor. Podemos llegar a ser santos porque el Señor nos lo concede por su gracia. A veces solo tenemos que dar vueltas alrededor del Jericó de nuestros pecados para que los muros se vengan abajo. Pero a veces hay que entrar a saco en la fortaleza de nuestra carnalidad. El Señor siempre nos da la victoria de una manera u otra.
Dice el P. Villarroel:
«El pecado no ejercerá su dominio sobre vosotros, pues no estáis bajo ley, sino bajo gracia». El pecado no dominará sobre vosotros, aunque caigáis alguna vez. La gracia de que se habla aquí no es la gracia creada, traída a colación por los teólogos desde el siglo XIII, sino la gratuidad con la que Jesucristo nos salva. De ahí que un pecado cometido sin quererlo y por pura debilidad, como puede ser uno de masturbación, no rompe tu muerte y entrega a Cristo. Gracias a Jesucristo y a su gratuidad, el cristianismo no es una fábrica de neurosis y de temores sino de alegría y salvación aun para los más pobres entre los pobres.
Mire, P. Chus, los pecados se cometen queriendo. “Un pecado cometido sin quererlo” no es pecado, se trate de la masturbación o de cualquier otro. Podemos pecar porque somos débiles, pero no sin que nuestra voluntad intervenga más o menos. Sin voluntad, no hay acto libre, ni hay responsabilidad, ni culpa alguna. Y como ya vimos, el Señor fortalece nuestra voluntad para que no caigamos en el pecado. En todo caso, cualquier pecado mortal nos mata realmente. No nos deja simplemente heridos. Nos destruye. Así lo enseña el Catecismo:
Art. 1855. El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior.
También dice el Catecismo que hay una serie de condiciones para que se dé un pecado mortal:
Art 1857. Para que un pecado sea mortal se requieren tres condiciones: “Es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento”
Puede que en muchos cristianos inmaduros y débiles haya elementos que reduzcan la gravedad extrema de sus pecados en materia grave, pero como dice el Catecismo, se supone que no ignoramos la ley de Dios:
Art. 1860. La ignorancia involuntaria puede disminuir, y aún excusar, la imputabilidad de una falta grave, pero se supone que nadie ignora los principios de la ley moral que están inscritos en la conciencia de todo hombre. Los impulsos de la sensibilidad, las pasiones pueden igualmente reducir el carácter voluntario y libre de la falta, lo mismo que las presiones exteriores o los trastornos patológicos. El pecado más grave es el que se comete por malicia, por elección deliberada del mal.
Por último, el P. Chus parece oponer el cristianismo de esfuerzo al movido por la acción del Espíritu Santo. Escribe:
El pelagianismo quiere salvarnos con las obras propias; el luteranismo por la gratuidad extrínseca. En el catolicismo lo que es gratuito es la gracia santificante y su progreso. La alternativa, pues, no está entre pelagianismo o luteranismo sino entre un cristianismo de esfuerzo y otro movido por la acción del Espíritu. La teología basada en el esfuerzo, en las virtudes y en la moral cree que la experiencia del Espíritu pertenece al reino de la gracia barata y del buenismo. Esa teología ha estado vigente durante mucho tiempo pero ahora se está renovando. No ve más ni puede verlo porque es racional y bajo el dominio de la razón, aunque sea ayudada por la gracia, no se capta la sabiduría misteriosa y escondida de la que habla san Pablo en la Primera Carta a los Corintios.
P. Chus, ¿cómo puede contraponer un cristianismo de esfuerzo y otro movido por la acción del Espíritu"? ¿Acaso el esfuerzo del cristiano no está movido por la acción del Espíritu? Y por otro lado, ¿cómo encaja su devaluación del esfuerzo en el cristianismo con el mandato de Jesucristo…:
«Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, pues os digo que muchos intentarán entrar y no podrán». (Luc 13,24)
… y con el consejo de San Pablo a Timoteo?:
Tú, pues, hijo mío, esfuérzate con la gracia de Cristo Jesús. (2 Tim 2,1)
¿Acaso el apóstol no nos exhorta?
trabajad por vuestra salvación con temor y temblor. (Fil 2,12)
La fe católica nunca contrapone la obra del Espíritu Santo y el esfuerzo del hombre que colabora libremente con Él dejándose mover. Muy al contrario, enseña que movidos por la gracia del Espíritu Santo, podemos y debemos esforzarnos para andar conformes a la voluntad de Dios, bien conscientes de que es la gracia la que inicia, acompaña y consuma todas nuestras buenas obras. De manera que hasta nuestros méritos son obra de la gracia, a la vez que verdaderos méritos por los que merecemos la vida eterna. Así lo enseña el Catecismo:
Art. 2010 “Puesto que la iniciativa en el orden de la gracia pertenece a Dios, nadie puede merecer la gracia primera, en el inicio de la conversión, del perdón y de la justificación. Bajo la moción del Espíritu Santo y de la caridad, podemos después merecer en favor nuestro y de los demás gracias útiles para nuestra santificación, para el crecimiento de la gracia y de la caridad, y para la obtención de la vida eterna".
Esa es la fe de la Iglesia. Amén.
Luis Fernando Pérez Bustamante