La Iglesia parece hoy un reino dividido contra sí mismo
Cristo lo dijo de forma que todo el mundo le pudiera entender: “Si un reino está dividido contra sí mismo, no puede durar. Y si una casa está dividida contra sí misma, no podrá subsistir” (Mt 3,24-25). La verdad no creo que haga falta dar muchos argumentos para que se comprenda porqué nuestro Señor tenía razón al decir tal cosa. El sentido común nos sirve para entenderlo. El mismo Jesucristo, sabiendo lo que vendría después, oró por la unidad de los cristianos. “Que sean uno, como nosotros somos uno” (Jn 17,22). La historia demostró poco después la necesidad de esa oración.
Los apóstoles, en especial San Pablo, también hicieron un llamamiento a la unidad. Pero a su vez, eran conscientes de que el pecado sigue presente, desgraciadamente, en la comunidad cristiana. Y una de las consecuencias de dicho pecado es la división. La misma puede ser provocada por muchas causas. Y aunque siempre produce un grave daño, a veces puede ser instrumento de discernimiento eclesial: “Pues, ante todo, oigo que, al reuniros en la asamblea, hay entre vosotros divisiones, y lo creo en parte. Desde luego, tiene que haber entre vosotros también disensiones, para que se ponga de manifiesto quiénes son de probada virtud entre vosotros” (1ª Cor 11,18). Mas aun así, es evidente que el camino a seguir en relación a los que producen divisiones y escándalos está marcado: “Os recomiendo, hermanos, que tengáis los ojos sobre los que producen divisiones y escándalos en contra de la doctrina que habéis aprendido, y que os apartéis de ellos” (Rom 16,17). En este versículo de la epístola a los romanos se establece una frontera que separa claramente a los que profesan la doctrina de la Iglesia y los que la combaten. Son estos últimos los que causan la división. Y a los fieles se les pide que se aparten de ellos.
La realidad a día de hoy, y desde hace ya bastantes décadas, es que muchos católicos son engañados -con culpa de su parte- por los falsos maestros que la propia Iglesia permite que hagan su labor destructora desde dentro. Es más, quienes nos dedicamos a intentar que se cumpla la enseñanza apostólica, pidiendo que se expulse a los herejes de la comunión eclesial, tenemos que ver como se nos acusa de ser precisamente nosotros los que causamos división. Salvando las distancias, es como si a aquel que denuncia una violación se le acusa de provocar la violencia sexual, mientras se pasa la mano por el lomo del que ha abusado de una mujer inocente. Esa mujer es la Iglesia, esposada con Cristo, que es violada constantemente por los que la quieren convertir en una ramera que se echa en manos del mundo, del ídolo de lo políticamente correcto, del error y de la inmoralidad. En frente vemos a un Papa desesperado y angustiado ante el pecado, que se dedica a señalar el error y a marcar el camino a seguir, pero sin que parezca que tenga autoridad alguna -efectiva, no meramente nominal- para limpiar la Iglesia de tanta bazofia doctrinal y moral.
Y es que, efectivamente, mientras que la mayoría del resto de obispos del mundo sigan mano sobre mano y permitan en sus respectivas diócesis que los que causan división vivan como si tal cosa, poco puede hacer el Santo Padre. Es más, algunos prelados, como ocurre con los austriacos con el cardenal Schönborn a la cabeza, no sólo no hacen lo que tienen que hacer sino que se dedican a complicarle el pontificado a Benedicto XVI. El Papa alemán, al que muchos han querido presentar como una especie de pit bull violento, es en realidad un alma bendita a la que se ve que le duele mucho tener que hacer uso de la disciplina con los que causan divisiones. Supongo que teme que la Iglesia se parta en mil pedazos. Pero la realidad es que la Iglesia ya está dividida y desangrándose por sus heridas. Es obvio que un gran número de fieles estamos con Pedro, fundamento de la unidad de nuestra Iglesia. Y que se lo demostramos allá donde el Santo Padre se hace presente. Lo hemos visto en Portugal. Lo hemos visto el pasado domingo en Roma. Pero con eso no basta. Los enemigos de la fe y de la Iglesia siguen campando a sus anchas por las iglesias locales de todo el mundo.
Nuestro querido blogger Bruno ha diseccionado hoy un artículo de un sacerdote jesuita chileno, que representa bien ese tipo de anti-iglesia con la que hay que acabar antes de que ellos acaben con la Iglesia. Bruno le pone al jesuita los puntos sobre las íes. Pero, señores míos, Bruno es un seglar. No tiene autoridad eclesial alguna para actuar en consecuencia y cumplir lo que San Pablo mandó hacer a Tito: “Al que cause divisiones, después de una y otra amonestación, rehúyele” (Tit 3,10). Son los superiores de la Compañía de Jesús, obligados si es menester por los obispos chilenos, quienes deben de retirar de la comunión eclesial a un tipo que prostituye el Concilio Vaticano II para proponer un modelo de Iglesia y de doctrina católica que se da de tortas con lo que la Iglesia lleva siendo desde que fue fundada por Cristo sobre la confesión y la persona de Pedro. Y conste que ese jesuita es solo un ejemplo más. Como él hay muchos.
Llevo mucho tiempo diciendo que la Iglesia vive una situación de cisma de facto. Es evidente que a nadie le gustan los cismas, pero en mi opinión el cisma soterrado es mucho peor que el cisma abierto. En el cisma abierto, los fieles pueden “optar” a quién seguir. Puede permanecer en comunión con Pedro o irse con los que se alejan del rebaño. En el cisma soterrado, la confusión está a la orden del día. Muchos viven como católicos sin profesar la fe de la Iglesia y se ven alentados por sacerdotes, teólogos e incluso obispos. Así no podemos seguir por mucho más tiempo. Cuanto antes se coja el toro por los cuernos, antes evitaremos que nos siga dando cornadas. Reforma o Apostasía. Catolicismo o marasmo liberal pseudoprotestante. Es hora de gestos públicos, claros, notorios y contundentes. Lo que se está haciendo con el error del tratamiento dado a los escándalos sexuales, ha de hacerse con el error del tratamiento dado a los escándalos doctrinales de aquellos obispos, sacerdotes, religiosos y teólogos que le hacen el juego sucio a Satanás en su guerra contra la Esposa de Cristo.
Luis Fernando Pérez