San Agustín vivió una durísima lucha interior para discernir si el deleite producido por los cantos litúrgicos era bueno o malo para el espíritu, por el riesgo de que la belleza musical llegara a obstaculizar la atención al texto sagrado. Ante muchos lectores de hoy estas amarguras pueden parecer absurdas o incomprensibles, pero la raíz del problema es muy actual.
Ocurre por una parte que el hombre moderno, por causa de la evolución filosófica a partir sobre todo de la Ilustración, tiende a abandonarse al círculo interior de su subjetividad, encerrado en sus propias apetencias, opiniones, sensaciones e ilusiones. Organizar la propia vida conforme al orden objetivo que rige el mundo es para él una complicación inútil y caduca. De ahí la antipatía de no pocos musicólogos ante la preocupación tradicional de la Iglesia por salvaguardar el equilibrio entre el atractivo estético de la música y la preeminencia del texto sagrado, que ellos juzgan despectiva hacia el arte de los sonidos como fuente de placer inmediato.
Por otra parte, ya dentro de la Iglesia, los años del post-concilio vieron el renacer de una vieja desconfianza hacia la belleza sensible. Es una cuestión que había sido muy bien solucionada en la Iglesia Católica, como lo prueba su impresionante legado en arquitectura, escultura, pintura o música. Pero aquel espiritualismo neoplatónico un tanto peleado con la materia, tan extendido en los primeros siglos cristianos por la necesidad de purificación respecto al paganismo, volvió a asomar. No es casualidad que la eliminación en la liturgia de cualquier tipo de música de cierto nivel y elaboración artística se haya visto acompañada por una estética visual tendente a la desnudez de formas y renuente a las ilustraciones pictóricas y escultóricas.
San Agustín, pese a su discurso filosófico de raíz griega más proclive a pensar la música que a disfrutar escuchándola, era un hombre de grandísima sensibilidad musical, hasta el punto de llegar a sentirse prisionero y sujeto por los deleites tocantes al oído (Confesiones X, 33, 49). Esto hizo que, llevada la cuestión al campo de la vida espiritual, la clásica distinción filosófica entre sentidos y razón se volviera más dramática, dando paso a la oposición entre carne y espíritu.
Esta agonía que según sus propias palabras tanto le hizo sufrir tuvo un episodio inicial gratificante: la impresión espiritual que le produjeron los cánticos de la iglesia de Milán:
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