(45) Asunción de María, fiesta de la Esperanza
Llevada a la derecha de su Hijo, para resplandecer allí como reina. ¡Esta es la fe de la Iglesia, bellísima como la verdad, sin la menor sombra de duda!
Puesto que la raíz de toda certeza, de todo gozo, de toda fortaleza, nos remitirá siempre a la Pascua, pero entre todas las fiestas de María -Luna Preciosa que eternamente refleja la luz del Sol divino- la que hoy celebramos creo que tiene un “no sé qué” de maravilla siempre nueva, especialmente cercana, misterio del cual Dios nos libre de sentirnos “acostumbrados”.
Creo que cada año debemos pedir la gracia de repetir conmovidos, con toda el alma, saboreando cada sílaba, aquellas palabras con que San Juan Damasceno se refería a este día de fiesta, por encima de toda tristeza pasajera:
“Hoy es introducida en las regiones sublimes y presentada en el Templo celestial la única y santa Virgen, (…) Hoy el Arca viva y sagrada del Dios viviente, la que llevó en su seno a su propio Artífice, descansa en el Templo del Señor, Templo no edificado por mano humana. Danza David, (…) antepasado de Dios, y con él los ángeles (…) forman coro y alaban a la Madre de la gloria.”
En un día como hoy, hace ya 40 años, tomé mi Primera Comunión, enlazando para siempre en mi memoria, Asunción y Eucaristía, inseparables. Cuando era chica, una idea no se me iba de la cabeza al pensar en este misterio, y confieso con alegría que todavía me llena de luz el corazón: ¡algún día podremos abrazar a nuestra Madre del Cielo! Alguno puede pensar que este deseo tenga algo de pueril, pero yo lo defiendo, hoy que tanta protestantización de nuestra fe aleja a tantos de las imágenes, o los seduce con las ridículas propuestas del idealismo más descarnado. Porque en última instancia, toda impostura herética y enemiga de la fe, “patina” tarde o temprano hacia un común denominador, que es el rechazo diabólico al cuerpo -pues éste es sagrado-, que nos debe y puede conducir a Dios, a su diestra: rechazo de la Encarnación; divorcio del Cristo de la fe del histórico; negación de la realidad de la Resurrección -esto es, en verdadero cuerpo, aunque glorioso, pero no de un “fantasma”-.
No se puede negar, además, la relación entre nuestra esperanza como virtud teologal y la fe cierta en la resurrección de la carne. Porque no hay esperanza auténtica si olvidamos que aquí estamos realmente de paso, pero mirando esta verdad sin amargura, sino con el consuelo de Sta. Teresa, que gustaba recordar que esta vida es “mala noche en una mala posada”.
Por una parte, el puritanismo calvinista, y por el otro, el impudor pagano o apóstata, el caso es que una justa teología del cuerpo no puede pasar por alto la fiesta de la Asunción de Ntra. Señora, como tampoco el Misterio Eucarístico, panis angelicus que nos deifica y eleva realmente, permitiéndonos vivir necesariamente “en otra frecuencia” de la que vive el mundo.
Es comprensible, entonces, que San Juan Pablo II, que tan claramente expuso en nuestro tiempo la teología del cuerpo, haya dicho en su catequesis del 15-8-95 con el fervor mariano que lo caracterizaba -porque él era realmente “todo de Ella”, y por eso todo de la Iglesia-:
“¡Cómo quisiera que por doquiera y en todas las lenguas se expresara la alegría por la Asunción de María! ¡Cómo quisiera que de este misterio surgiera una vivísima luz sobre la Iglesia y la humanidad! Que todo hombre y toda mujer tomen conciencia de estar llamados, por caminos diferentes, a participar en la gloria celestial de su verdadera Madre y Reina.”