El pasado 26 de julio el mundo quedó sobrecogido con la noticia del martirio de un sacerdote francés: el Padre Jacques Hamel había sido degollado por unos yihadistas mientras estaba diciendo misa. Pocas horas después un periodista y editorialista del Wall Street Journal de origen iraní, Sohrab Ahmari, anunciaba su decisión de unirse la Iglesia Católica. Su testimonio tuvo un importante eco y fue presentado como “la conversión de un musulmán gracias al martirio del Padre Hamel“.
Ahora Ahmari ha explicado su itinerario vital en un artículo en el Catholic Herald, My journey from Tehran to Rome, y aunque el impacto del martirio del Padre Hamel le impulsó a hacer pública su conversión, su itinerario, tal y como él mismo confiesa, no ha sido una conversión tumbativa, sino algo más largo y complicado.
Ahmari nació y pasó su infancia en Irán, viviendo en el opresivo ambiente islámico en el que en cualquier momento podían aparecer los de la policía de la moralidad (a menudo sobornables, pero no siempre). El niño Sohrab llegó a la conclusión de que la religión era “poco más que un ritual de hipocresía pública“ y a la edad de doce años decidió que no existía Dios. Empezaron también los enfrentamientos con el profesor de Corán, que les intentaba inculcar “una mezcla de chovinismo chiíta, antiamericanismo y odio a los judíos“. Pocos años más tarde, y gracias a un tío que había escapado a los Estados Unidos tras la revolución islámica de 1979, Ahmari y su madre pudieron emigrar e instalarse en Utah, el estado mormón por excelencia.
Para aquel adolescente iraní “el Mormonismo fue como un shock“: “si el Islam chiíta, con su rica iconografía y teología, no era más que hipocresía, el Mormonismo y el consumismo y la ética protestante americana eran incluso más desagradables… Había pasado de una teocracia a otra.”
Llegamos así a su periodo universitario, en el que quedó primero fascinado por Nietzsche y por su idea de “superar a Dios, el bien y el mal, y alcanzar una nueva moralidad (fuera eso lo que fuese)“. Y de Nietzsche a la filosofía y la literatura existencialista. La siguiente parada fue el marxismo en su versión trotskista, combinada con el típico “sexo, alcohol y drogas”. “Pero el marxismo -escribe Ahmari- nunca fue capaz de responder a las cuestiones que tenían que ver con mi vida interior. No disipó mis demonios personales ni me dio una explicación satisfactoria de lo que ahora llamaría estado caído, el mío y el de los demás. Ni tampoco lo consiguieron el psicoanálisis lacaniano, la Escuela de Frankfurt, el postestructuralismo, la teoría queer ni ninguna de las otras filosofías de moda que fui probando“.
De hecho, todas aquellas teorías no pasaban la prueba de su contraste con la vida real. Como la estancia de Ahmari como profesor voluntario en una zona muy pobre de Texas cercana a la frontera con México. Allí, contemplando de lo que era capaz un profesor que inculcaba pasión por el trabajo, disciplina y honestidad en sus alumnos, empezó a darse cuenta de lo verdadero de las viejas nociones de moralidad que antes había despreciado. Y de que “quizás sí que existían cosas permanentes… Juzgar implicaba algún tipo de norma universal. Y a menudo esa norma surgía, no desde algo externo, sino desde una voz en mi interior (un susurro en mi caso)“.
Fue entonces cuando Ahmari tomó una vía hacia la fe que podemos denominar histórico-política: me di cuenta de que “las ideologías que ven a los ciudadanos como infinitamente maleables a los antojos del Estado - y el moderno Islam político es una de ellas- eran capaces de cualquier monstruosidad. Mientras que las sociedades que trataban al hombre como inherentemente digno, aunque lejos de ser perfecto, fomentaban la genuina prosperidad humana. Eran manifiestamente más agradables para vivir en ellas“. Así que Ahmari descubrió los fundamentos judeocristianos de nuestra civilización: “la belleza y el orden reflejaban una verdad subyacente“, escribe.
La visita del Papa Benedicto XVI a los Estados Unidos en 2008 marcó otra etapa del largo camino de Ahmari: “quedé profundamente impresionado por sus palabras y gestos, y recuerdo cómo pensé que era un hombre muy santo“. Este impacto le llevó a comprar el libro Jesús de Nazaret, escrito por el Papa, y a encontrar allí algo que le haría descubrir un mundo: la idea de un Dios que se encarna. “Entender la Encarnación me abrió la puerta a las glorias de la civilización occidental y las imbuyó de sentido real“.
Ahmari había llegado hasta el convencimiento de la verdad del cristianismo, pero no estaba tan claro que fuera a llamar a las puertas de la Iglesia católica. De hecho, frecuentaba a cristianos evangélicos y su propia madre dio el paso y “renació” como cristiana evangélica. Los motivos que le llevaron a la Iglesia católica son interesantes y se resumen en la inmutabilidad del dogma, la ortodoxia, y en la liturgia católica que presenta a Cristo crucificado y a la Virgen María:
- “El carácter jerárquico de la Iglesia, que tanto repelía a mis amigos evangélicos, fue uno de los factores que me atrajo a Ella. Significaba que, habiendo visto pasar miles de herejías, sería menos probable que Roma permitiera que la idea cristiana fuera distorsionada por las novedades del momento. Y esas modas -desde las políticas izquierdistas hasta el “mindfulness", pasando por los tratamientos con bananas de la India- se asemejaban a sustitutos de tercera de la vida sacramental católica“.
- “Y luego está la liturgia. Anhelaba un culto que diera plena expresión a los misterios de la fe cristiana. La Cruz tenía que estar allí, pero también el cuerpo crucificado de Nuestro Señor, con la herida del costado, las manos ensangrentadas, la espalda azotada y los clavos atravesando las palmas de la mano. El sacrificio debía de ser renovado y Su Madre tenía que estar allí también, porque ella es nuestro vínculo con Su divinidad, con Su hacerse carne. En otras palabras, anhelaba la misa“.
En mayo de 2016 Ahmari empezó su catecumenado con un sacerdote en Londres. Dos meses después, ya lo hemos explicado, hacía pública su conversión movido por el martirio del Padre Hamel. El testimonio de su itinerario nos vuelve a demostrar que el Señor tiene caminos sorprendentes y nos ayuda a valorar más el don de la fe. Por mi parte, le tendré presente en mis oraciones, pidiendo para que culmine su camino y, no lo niego, con la secreta esperanza de que algún día pueda hablar con él para poder decirle cómo me ha conmovido y edificado su vida.