(VIS/InfoCatólica) La Biblia, explicó el Papa, describe a Jacob como un hombre astuto que ha conseguido las cosas con el engaño. Llegado a un cierto punto, se plantea volver a su tierra y enfrentarse a su hermano, al que le quitó la primogenitura. Espera la noche para pasar con seguridad un vado, pero algo imprevisible sucede; alguien le sale al encuentro, sin que él pueda prevenirse. Todo el relato nos plantea su lucha, que no tiene un vencedor claro, dejándonos al rival en el misterio. “Sólo al final, cuando la lucha ha terminado y ese “alguien” se ha ido, Jacob lo nombrará y podrá decir que ha luchado con Dios”.
Acabado el combate Jacob dice a su contrincante que lo dejará ir sólo si éste lo bendice. “Aquel que con el fraude había robado a su hermano la bendición del primogénito -señaló el pontífice- ahora la pretende del desconocido, del que tal vez empieza a vislumbrar las connotaciones divinas, pero sin ser capaz todavía de reconocerlo plenamente. El rival, que parecía detenido y por lo tanto derrotado por Jacob, en lugar de ceder a la petición del Patriarca, le pregunta: su nombre. En la mentalidad bíblica, conocer el nombre de alguien lleva de hecho aparejado una especie de poder porque este contiene la realidad más profunda de la persona, revela su secreto y su destino. Por eso, cuando Jacob revela su nombre se está poniendo en manos de su oponente, es una forma de rendición, de entrega total al otro”.
Pero paradójicamente, “en este gesto de renuncia, Jacob resulta también vencedor porque recibe un nuevo nombre, junto con el reconocimiento de la victoria por parte del adversario”. Jacob, prosiguió Benedicto XVI, recuerda el verbo “engañar, suplantar”. Y ahora, después de la lucha, el patriarca revela a su oponente, en un gesto de entrega y rendición, su realidad de engañador, de suplantador. Por el otro, que es Dios, transforma esta realidad negativa en positiva. Jacob, el engañador, se convierte en Israel, recibe un nuevo nombre que indica una nueva identidad, cuyo significado más probable es “Dios es fuerte, Dios vence”. Cuando, a su vez, Jacob pregunta el nombre a su contrincante, éste no se lo dice pero se revela en un gesto inequívoco dándole su bendición. Y no la bendición conseguida con el engaño, sino la que Dios da gratuitamente y que Jacob puede recibir solo ahora, cuando se entrega sin defensas y confiesa la verdad sobre sí mismo”.
En el episodio de la lucha en Yabboq, observó el Papa, “el pueblo de Israel habla de sus orígenes, y se esbozan las características de una relación particular entre Dios y el hombre. Por eso, como indica el Catecismo de la Iglesia Católica, la tradición espiritual de la Iglesia ve en este relato un símbolo de la oración como una batalla de la fe y la victoria de la perseverancia”.
“Toda nuestra vida -concluyó el Santo Padre- es como esta larga noche de lucha y de oración, atravesada por el deseo y la petición de una bendición de Dios que no puede ser arrancada ni conquistada contando sólo con nuestras fuerzas, sino que debe ser recibida de Dios con humildad, como un don gratuito que nos lleva, al final, a reconocer el rostro del Señor. Y cuando esto sucede, toda nuestra realidad cambia, recibimos un nuevo nombre y la bendición de Dios”.