Discurso del Santo Padre León XIV a los participantes en el Jubileo de las Iglesias Orientales

Discurso del Santo Padre León XIV a los participantes en el Jubileo de las Iglesias Orientales

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, ¡la paz esté con vosotros!

Beatitudes, Eminencia, Excelencias,
queridos sacerdotes, consagradas y consagrados,
hermanos y hermanas:

Cristo ha resucitado. ¡Verdaderamente ha resucitado! Os saludo con las palabras que, en muchas regiones, el Oriente cristiano no se cansa de repetir en este tiempo pascual, profesando el núcleo central de la fe y la esperanza. Y es hermoso veros aquí precisamente con ocasión del Jubileo de la esperanza, de la cual la resurrección de Jesús es el fundamento indestructible. ¡Bienvenidos a Roma! Me alegra encontrarme con vosotros y dedicar a los fieles orientales uno de los primeros encuentros de mi pontificado.

Sois preciosos. Al contemplaros, pienso en la diversidad de vuestras procedencias, en la historia gloriosa y en los duros sufrimientos que muchas de vuestras comunidades han padecido o padecen. Y quisiera reiterar lo que el Papa Francisco dijo de las Iglesias Orientales: «Son Iglesias que deben ser amadas: custodian tradiciones espirituales y sapienciales únicas, y tienen mucho que decirnos sobre la vida cristiana, sobre la sinodalidad y sobre la liturgia; pensemos en los Padres antiguos, en los Concilios, en el monacato: tesoros inestimables para la Iglesia» (Discurso a los participantes en la Asamblea de la ROACO, 27 de junio de 2024).

Deseo citar también al Papa León XIII, quien por primera vez dedicó un documento específico a la dignidad de vuestras Iglesias, dada ante todo por el hecho de que “la obra de la redención humana comenzó en Oriente” (cf. Carta ap. Orientalium dignitas, 30 de noviembre de 1894). Sí, tenéis «un papel único y privilegiado, en cuanto contexto originario de la Iglesia naciente» (San Juan Pablo II, Carta ap. Orientale lumen, 5). Es significativo que algunas de vuestras liturgias —que en estos días estáis celebrando solemnemente en Roma según las distintas tradiciones— aún utilicen la lengua del Señor Jesús. Pero el Papa León XIII expresó una sentida llamada para que la «legítima variedad de liturgia y de disciplina oriental [...] redunde en [...] gran decoro y utilidad de la Iglesia» (Orientalium dignitas). Su preocupación de entonces es muy actual, porque hoy muchos hermanos y hermanas orientales, entre ellos varios de vosotros, obligados a huir de sus tierras de origen por causa de la guerra y las persecuciones, de la inestabilidad y la pobreza, corren el riesgo, al llegar a Occidente, de perder, además de la patria, también su identidad religiosa. Y así, con el paso de las generaciones, se pierde el patrimonio inestimable de las Iglesias Orientales.

Hace más de un siglo, León XIII observó que «la conservación de los ritos orientales es más importante de lo que se cree» y para ello prescribió incluso que «cualquier misionero latino, del clero secular o regular, que con consejos o ayudas atraiga a algún oriental al rito latino» fuera «destituido y excluido de su oficio» (ibid.). Acojamos el llamado a custodiar y promover el Oriente cristiano, sobre todo en la diáspora; aquí, además de erigir, donde sea posible y oportuno, circunscripciones orientales, es necesario sensibilizar a los latinos. En este sentido pido al Dicasterio para las Iglesias Orientales, a quien agradezco su labor, que me ayude a definir principios, normas y directrices mediante las cuales los pastores latinos puedan sostener concretamente a los católicos orientales en la diáspora, preservar sus tradiciones vivas y enriquecer con su especificidad el contexto en el que viven.

La Iglesia os necesita. ¡Qué gran aporte puede darnos hoy el Oriente cristiano! ¡Cuánto necesitamos recuperar el sentido del misterio, tan vivo en vuestras liturgias, que implican a la persona humana en su totalidad, cantan la belleza de la salvación y suscitan el asombro por la grandeza divina que abraza la pequeñez humana! ¡Y cuán importante es redescubrir también en Occidente el sentido del primado de Dios, el valor de la mistagogía, de la intercesión incesante, de la penitencia, del ayuno, del llanto por los propios pecados y por los de toda la humanidad (penthos), tan típicos de las espiritualidades orientales! Por eso es fundamental custodiar vuestras tradiciones sin diluirlas, tal vez por comodidad o practicidad, de modo que no se corrompan con un espíritu consumista y utilitarista.

Vuestras espiritualidades, antiguas y siempre nuevas, son medicinales. En ellas el sentido dramático de la miseria humana se funde con el asombro por la misericordia divina, de modo que nuestras bajezas no provoquen desesperación, sino que inviten a acoger la gracia de ser criaturas sanadas, divinizadas y elevadas a las alturas celestes. Necesitamos alabar y agradecer sin cesar al Señor por esto. Con vosotros podemos orar con las palabras de San Efrén el Sirio y decir a Jesús: «Gloria a ti que con tu cruz has hecho un puente sobre la muerte. [...] Gloria a ti que te has revestido del cuerpo del hombre mortal y lo has transformado en fuente de vida para todos los mortales» (Discurso sobre el Señor, 9). Es un don que debemos pedir: saber ver la certeza de la Pascua en cada tribulación de la vida y no desanimarnos, recordando, como escribía otro gran Padre oriental, que «el pecado más grande es no creer en las energías de la Resurrección» (San Isaac de Nínive, Sermones ascéticos, I, 5).

¿Quién, pues, más que vosotros, puede cantar palabras de esperanza en el abismo de la violencia? ¿Quién más que vosotros, que conocéis de cerca los horrores de la guerra, tanto que el Papa Francisco llamó a vuestras Iglesias “martiriales” (Discurso a la ROACO, cit.)? Es cierto: desde Tierra Santa hasta Ucrania, desde el Líbano hasta Siria, desde Oriente Medio hasta el Tigray y el Cáucaso, ¡cuánta violencia! Y sobre todo este horror, sobre las masacres de tantas vidas jóvenes que deberían provocar indignación, porque, en nombre de la conquista militar, las víctimas son personas humanas, resuena un llamamiento: no tanto el del Papa, sino el de Cristo, que repite: «¡Paz a vosotros!» (Jn 20,19.21.26). Y precisa: «La paz os dejo, mi paz os doy. No como la da el mundo, yo os la doy» (Jn 14,27). La paz de Cristo no es el silencio sepulcral tras el conflicto, no es el resultado de la imposición, sino un don que se dirige a las personas y reactiva su vida. Oremos por esta paz, que es reconciliación, perdón, valentía para pasar página y volver a empezar.

Para que esta paz se difunda, yo emplearé todos los esfuerzos. La Santa Sede está disponible para que los enemigos se encuentren y se miren a los ojos, para que a los pueblos se les devuelva la esperanza y la dignidad que merecen: la dignidad de la paz. Los pueblos quieren la paz, y yo, con el corazón en la mano, digo a los responsables de los pueblos: ¡encontrémonos, dialoguemos, negociemos! La guerra nunca es inevitable, las armas pueden y deben callar, porque no resuelven los problemas, sino que los agravan; porque pasará a la historia quien siembre paz, no quien coseche víctimas; porque los demás no son ante todo enemigos, sino seres humanos: no malvados a quienes odiar, sino personas con quienes dialogar. Rechacemos las visiones maniqueas, típicas de narrativas violentas, que dividen el mundo en buenos y malos.

La Iglesia no se cansará de repetir: que callen las armas. Y quiero dar gracias a Dios por cuantos, en el silencio, en la oración, en la entrega, tejen tramas de paz; y por los cristianos —orientales y latinos— que, especialmente en Oriente Medio, perseveran y resisten en sus tierras, más fuertes que la tentación de abandonarlas. A los cristianos se les debe dar la posibilidad, no solo con palabras, de permanecer en sus tierras con todos los derechos necesarios para una existencia segura. ¡Os lo ruego, comprometeos con esto!

Y gracias, gracias a vosotros, queridos hermanos y hermanas de Oriente, de donde surgió Jesús, el Sol de justicia, por ser “luces del mundo” (cf. Mt 5,14). Continuad brillando por la fe, la esperanza y la caridad, y por nada más. Que vuestras Iglesias sean ejemplo, y que los pastores promuevan con rectitud la comunión, sobre todo en los Sínodos de los Obispos, para que sean lugares de colegialidad y de auténtica corresponsabilidad. Que se cuide la transparencia en la gestión de los bienes, se dé testimonio de dedicación humilde y total al santo pueblo de Dios, sin apegos a honores, poderes mundanos ni a la propia imagen. San Simeón el Nuevo Teólogo mostraba un hermoso ejemplo: «Así como alguien, al arrojar polvo sobre la llama de un horno encendido, la apaga, del mismo modo las preocupaciones de esta vida y todo tipo de apego a cosas mezquinas y sin valor destruyen el calor del corazón encendido al principio» (Capítulos prácticos y teológicos, 63). El esplendor del Oriente cristiano exige, hoy más que nunca, libertad de toda dependencia mundana y de toda tendencia contraria a la comunión, para ser fieles en la obediencia y en el testimonio evangélico.

Os doy las gracias por ello y de corazón os bendigo, pidiéndoos que recéis por la Iglesia y que elevéis vuestras poderosas oraciones de intercesión por mi ministerio. ¡Gracias!

León XIV

Discurso pronunciado en el Aula Pablo VI el 14 de mayo de 2025