Vindicación del entusiasmo
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Vindicación del entusiasmo

Los actos más heroicos fueron auspiciados por una descarga de entusiasmo que se apoderaba del hombre y lo transformaba por un momento en alguien más grande que él mismo, que lo elevaba a cimas de su propio espíritu hasta entonces desconocidas.

Muy pronto descubrimos que el entusiasmo no es algo que uno deba mostrar en público. Cada vez en una etapa anterior de la vida humana, por desgracia. En el siglo pasado todavía era en la juventud cuando el hombre comenzaba a avergonzarse de su entusiasmo, cuando comprendía que no era conveniente manifestarlo ante los demás si quería demostrar que había alcanzado la madurez. En el siglo XXI esa vergüenza se ha adelantado a la adolescencia, incluso a la infancia. La gente debe aparentar cuanto antes que está de vuelta de todo, que nada le conmueve, que no existe cosa alguna digna de su admiración. Los gestos y comentarios entusiastas están mal vistos. Nada de saltar entrechocando los talones en el aire, nada de hablar con un tono apasionado o insistir demasiado en el elogio, sobre todo en el elogio de las cosas inocentes. No. Cara de póker. Lenguaje corporal apático. Los hombros, siempre listos para una posible contracción que atestigüe la radical indiferencia que uno siente, o que al menos la finja. Toda esta hipocresía prematura da a los niños un aspecto ridículo, es como si se pusieran la armadura de un caballero medieval y apenas pudieran moverse ni levantar la cabeza por el peso del yelmo.

Sin entusiasmo nada grande ha podido realizarse en el ámbito de la vida o del arte. Los actos más heroicos fueron auspiciados por una descarga de entusiasmo que se apoderaba del hombre y lo transformaba por un momento en alguien más grande que él mismo, que lo elevaba a cimas de su propio espíritu hasta entonces desconocidas. El entusiasta pasaba junto a la muerte con una altanera mirada de soslayo, despreciando esa insignificante presencia con el desdén de quien atiende a asuntos superiores. Tanto si debía conquistar una ciudadela como a la que sería su futura esposa, el hombre avanzaba con la majestuosa seguridad de quien está poseído por una idea más alta que su misma vida.

No era su propia fuerza la que le inspiraba esta seguridad, era la humildad, pues esta humildad le permitía reconocer que no podía nada, pero también reconocer a Aquel en quien todo lo podía. La historia cedía a su paso porque él cedía el paso a Dios, su voluntad iba a rebufo de la Providencia. Al fin y al cabo, la palabra «entusiasmo» significa etimológicamente «inspiración divina», «aquel que lleva a Dios dentro», ya que nos insufla una extraña y noble vitalidad que no reconocemos como sacada de nuestro propio fondo, que nos hace avanzar donde nuestro pie quisiera retroceder. No debe extrañarnos, por lo tanto, que el materialismo haya ahogado el entusiasmo y convertido al hombre, en la mayoría de los casos, en una desidia andante.

Viaja al pasado y elimina el entusiasmo: al volver al presente no tendrás Capilla Sixtina, no tendrás las Confesiones, las composiciones de Bach habrán desaparecido, la Beata Ludovica de Bernini será sólo un trozo más de mármol en la cantera de Carrara, y Don Quijote, si es que alguna vez llegó a imaginarse un personaje con ese nombre, no se enfrentará a molinos de viento sino a las frívolas intrigas de la Corte. El arte se ejecuta en el sosiego, pero se gesta en el entusiasmo. Es un lugar común afirmar que el poeta no puede escribir cuando está embargado por una fuerte emoción, pero rara vez se añade que sólo puede escribir porque alguna vez lo estuvo. Cautivado por el estro y en una especie de trance clarividente, el poeta vislumbra, aunque todavía demasiado cegado por ellos, los versos que más tarde, cuando la pupila de su alma se adapte al destello de belleza, irá distinguiendo con sus contornos definidos y limará en la calma extenuada que sucede al arrebato. Con toda probabilidad Jorge Manrique escribió las Coplas por la muerte de su padre en un estado de serenidad, pero aquellos versos habían germinado antes, en el dolor momentáneamente inconsolable del duelo, en el sollozo de intermitentes asfixias, en el entusiasmo reivindicativo que sucedió a la pena o la transfiguró.

Sin entusiasmo nada grande ha podido realizarse. Y no hablo solo de aquella grandeza que, como las gestas que se convirtieron en efemérides y las imponentes obras de arte que jalonan la historia, han llegado al conocimiento de todos los hombres y pasado a formar parte de la cultura universal. También existen grandezas sin renombre, superiores precisamente porque se realizan a pesar de la muda subestima que presagian, del desaire de la gloria humana, del aplauso que acompaña a ciertos actos y por lo mismo los desdora, pues siempre sobrevuela la sospecha de si el aplauso era parte de la motivación. La grandeza de la maternidad, por ejemplo. El sacrificio de una madre, su casera intrepidez, la kamikaze generosidad con la que se desvive por su hijo y se olvida voluntaria, alegremente de sí misma, es un fenómeno que sólo puede explicarse por el hecho de que se encuentra embargada por el entusiasmo, de que una fuerza que habría jurado no tener la lleva en volandas y repele el cansancio que en otras circunstancias la habría consumido. ¿Su indisimulado gozo ante la mínima destreza de su hijo puede parecer ridículo a veces? Es porque está entusiasmada que lo parece, pero, precisamente porque está entusiasmada, no le importa en absoluto lo que un tercero pueda pensar de ella. Una madre que no pierde el sentido del ridículo cuando habla de su hijo puede que no sea ridícula, pero entonces es despreciable. Ya lo escribió Ramón Llull: «vergüenza sin pecado es defecto del amor».

Otras grandezas sin renombre tienen su origen en el entusiasmo, pero todas están disminuyendo en número e intensidad por esa manía de renegar de lo bueno e inocente y aparentar, cuando uno no posee suficientes, los vicios que el siglo recompensa. El entusiasmo tiende por naturaleza al bien, a la honradez, a la pureza, pues es la antítesis de la posesión demoníaca, el blanco arrebato de la virtud. Eso es lo que nuestra época no le perdona, y por eso trata de sofocarlo desde el origen, procura que la mayoría de los niños se avergüencen de su entusiasmo y acaben guardándole rencor por haberles sonrojado alguna vez.

Como todos, yo también he practicado el arte de disimular el entusiasmo. Pero, lo confieso, nunca he sido un artista consumado. Cuando me despisto la pose me ha abandonado, mi tono de voz me delata y me encuentro haciendo elogios exaltados con todo tipo de aspavientos. Escucho una canción que me conmueve y la comparto con todos mis amigos pensando que se conmoverán como yo, la ensalzo como la mejor que se ha compuesto nunca, la defiendo como si fuera mía; leo un libro que me fascina y pronuncio el siguiente discurso a su favor: «¡oh!, ¡oh!, ¡buah!, ¡pardiobre!»; ante una heroica ternura, ante un acto de nobleza desinteresada mis ojos se anegan de alegría y lo celebro como un forofo celebra un gol en el estadio. Luego vuelvo a guardar la compostura, retomo la gravedad donde la había dejado y finjo que en realidad nada de eso era para tanto, que ha sido un pasajero desliz. Pero no lo ha sido. Es ahora cuando soy hipócrita, ahora cuando no expreso lo que siento.

De vuelta a casa camino entre grandes artistas, me cruzo con verdaderos genios en este arte de la hipocresía y pienso en los años de práctica y dedicación que les habrá costado dominarlo. Para mí es como aguantar la respiración, así que me admira la capacidad que tienen algunos, cómo logran que no se les escape una sola exhalación en todo el día. Prodigioso. Yo ya me he permitido mi descuido diario, así que mientras camino entre la gente debo disimular mi entusiasmo por esa canción, por ese libro, por ese acto de nobleza. Me examino mirándome en los escaparartes: no está mal. Al llegar a casa cierro la puerta todavía con talante imperturbable, doy unos pasos aún metido en el papel, casi por inercia, y es sólo en ese momento, una vez refugiado de un mundo que ya no reclama mi interpretación, cuando por fin puedo respirar aliviado. Entonces –¡alehop!– doy un salto y entrechoco los talones.

 

2 comentarios

María de África
Yo nací entusiasta, según mi familia "levitaba" cuando leía poesía. El entusiasmo me hizo atractiva para los niños, que no sabían ya jugar y me esperaban en el recreo para cantar "aserrín, aserrán, los maderos de San Juan" o para el corro de la patata. Hace tiempo que me di cuenta que mi entusiasmo resultaba desagradable a los adultos y, quizás, ahora incluso a los niños. Nadie quiere escuchar nada ni de mártires ni de héroes y me he acostumbrado a parecer ataráxica para que no piensen que soy rara, pero no rara de rara sino de algo así como una especie de reducto ancestral, como la bacía de barbero que se ponía D. Quijote en la cabeza. Chesterton fue un entusiasta porque todavía en su época los había, pero yo nací ocho años después de morir él.
En mi familia ser entusiasta estaba bien visto lo que hace a mi hermano quejarse en la vejez porque no nos prepararon para un mundo de cínicos. Mira por dónde una familia triste y despegada te prepara mejor para vivir que otra alegre y confiada.
1/04/25 7:19 PM
María de África
Y a todo esto me pregunto ¿cómo puede una presentarse a sí misma diciendo: "yo no he sido víctima de nadie". Caería fatal, pero, en honor a la verdad, todos mis pecados caen bajo mi responsabilidad y ya fueron llorados y confesados, y el resto de mi vida ha sido guiada providencialmente. ¿Hay alguien más por ahí?
A la vindicación del entusiasmo sigue la vindicación de la alabanza:
"Alabado seas, Señor, Dios Nuestro, por cuidar de tus hijos, por avivar el fuego en sus corazones, por mantener el asombro en sus ojos y oídos y porque la Providencia vela por nosotros noche y día".
2/04/25 2:10 PM

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