(Portaluz/InfoCatólica) Nacida el 30 de marzo de 1904 en Balazar, Portugal, Alexandrina Maria da Costa vivió una existencia profundamente marcada por el dolor físico, pero también por una intensa unión con Cristo. Bautizada tan solo unos días después, el Sábado Santo, fue educada en la fe por su madre junto a su hermana Deolinda. Su infancia transcurrió primero en familia y luego en casa de un carpintero en Póvoa de Varzim, adonde fue enviada para poder asistir a la escuela primaria, que no existía en su aldea natal.
Allí recibió su Primera Comunión en 1911 y la Confirmación al año siguiente. Más tarde regresó a Balazar, donde vivió con su madre y su hermana en una zona conocida como Calvario, nombre que, sin saberlo entonces, anticipaba el camino que recorrería.
Desde joven trabajó en el campo con notable fortaleza física, al punto de igualar en esfuerzo y salario a los hombres. Pero a los doce años, una grave infección deterioró su salud. Aunque sobrevivió, su cuerpo no volvió a ser el mismo. A los catorce años ocurrió el suceso que marcaría su vida: mientras cosía con su hermana y una amiga, tres hombres intentaron entrar por la fuerza en su habitación. Para preservar su pureza, Alexandrina se arrojó por la ventana desde una altura de cuatro metros. La caída no tuvo consecuencias inmediatas, pero con el tiempo desencadenó una parálisis irreversible.
Pese a su condición, hasta los diecinueve años logró arrastrarse hasta la iglesia, donde permanecía en adoración. En abril de 1925 quedó completamente paralizada, y nunca más volvió a levantarse de su lecho.
Al principio pidió a Dios su curación con la promesa de ser misionera, pero luego entendió que su verdadera vocación era el sufrimiento ofrecido por amor. «Nuestra Señora me ha concedido una gracia aún mayor. Primero la resignación, después la conformidad completa a la voluntad de Dios, y en fin el deseo de sufrir», decía.
Alexandrina abrazó esta llamada mística, convirtiéndose en alma víctima por los pecadores. En la intimidad de su lecho, ofrecía cada Misa como un acto de reparación, uniéndose a Jesús por medio de María. En su corazón resonaba este pensamiento: «Jesús, tú estás prisionero en el Sagrario y yo en mi lecho por tu voluntad. Nos haremos compañía».
Desde 1938 hasta 1942, cada viernes revivía mística y visiblemente los dolores de la Pasión de Cristo, conmoviendo a quienes la acompañaban. Pese a su parálisis, se levantaba por obra sobrenatural y reproducía, con dolorosos gestos, las estaciones del Vía Crucis durante más de tres horas.
El Señor le dio un lema que guiaría su vida: «Amar, sufrir, reparar». Obedeciendo a su director espiritual, el padre jesuita Mariano Pinho, comenzó a escribir los mensajes que decía recibir de Jesús.
En 1936, por orden divina, pidió al Papa la consagración del mundo al Inmaculado Corazón de María. La petición fue renovada varias veces, hasta que Pío XII realizó dicha consagración el 31 de octubre de 1942, durante una transmisión a Fátima, y la reafirmó semanas después en la Basílica de San Pedro.
Su amor a Jesús se volvió tan profundo que, desde 1942, dejó de alimentarse por medios naturales y vivió exclusivamente de la Eucaristía. En 1943, fue internada en el hospital de Foz do Douro, donde médicos comprobaron durante 40 días su ayuno total y la ausencia de función renal.
En 1944, bajo la guía del padre salesiano Humberto Pasquale, continuó dictando su diario espiritual y se unió como cooperadora a la Familia Salesiana. Colocó su diploma en un lugar visible, como símbolo de su entrega al servicio de las almas, especialmente de los jóvenes.
A pesar de sus sufrimientos, Alexandrina no se encerró en sí misma: organizaba triduos, jornadas de adoración y promovía la vida parroquial. Su habitación se volvió lugar de peregrinación, y muchas personas que la visitaban regresaban transformadas espiritualmente.
En 1950 celebró sus 25 años de inmovilidad. El 7 de enero de 1955 supo que ese sería el año de su partida. El 12 de octubre pidió la unción de los enfermos y, al día siguiente, aniversario de la última aparición de la Virgen en Fátima, exclamó: «Soy feliz, porque voy al cielo». Falleció esa tarde a las 19:30.
Su deseo de unirse a Jesús en el Sagrario nos recuerda que también nosotros estamos invitados a vivir en comunión con Él. En 1978, sus restos fueron trasladados a la iglesia parroquial de Balazar, donde descansan en una capilla lateral. Sobre su tumba, pidió que se grabaran estas palabras: «Pecadores, si las cenizas de mi cuerpo pueden ser útiles para salvaros, acercaos, pasad sobre ellas, pisadlas hasta que desaparezcan. Pero ya no pequéis; ¡no ofendáis más a nuestro Jesús!».
Su vida, consumida por amor, culminó con un milagro que abrió la puerta a su beatificación.
María Madalena Gomes Fonseca, nacida en Ribeirão y residente en Francia, sufría de la enfermedad de Parkinson. En 1995 comenzó una novena a la Beata Alexandrina. El 3 de marzo, primer viernes de Cuaresma, tras recibir la Sagrada Eucaristía, sintió que alguien la tocó. Fue entonces cuando, inexplicablemente, se curó.
El médico que la atendió le dijo que su recuperación no podía atribuirse a ningún tratamiento humano: «no debía darle las gracias a él ni a ningún otro médico, sino a Dios, porque para su enfermedad no hay cura posible a través de la medicina».
Este milagro fue reconocido oficialmente por la Iglesia y permitió que el Papa san Juan Pablo II beatificara a Alexandrina Maria da Costa el 25 de abril de 2004.