A modo de introducción
La hediondez de la actual ideología wokista, engendro del prevalente marxismo cultural, alienta aún más los ánimos, por ejemplo, de los furibundos indigenistas que se empeñan en acrecentar burdamente la leyenda negra antihispánica, esto es, anticatólica, generada en el siglo XVI por los protestantes, lo cual, de paso, termina por desprestigiar injustamente a los grandes escolásticos españoles de esa época, que, además de brillar, iluminaron el Imperio, ofreciendo unos sólidos principios éticos, mediante los cuales éste prosiguió su providencial misión evangelizadora y civilizadora.
Por otro lado, cada día resulta más palmario que dicho wokismo está calando exitosamente en ciertos ámbitos de la Iglesia católica, sin que una parte de la Jerarquía sea vea inmune respecto de este disolvente fenómeno, frecuentemente más por ineptitud y falta de pericia que por malevolencia. Este hecho provoca, a la vez, que esos teóricos del Siglo de Oro sean mayormente negligidos y, con ellos, su doctrina, considerada ésta demodée por el progresismo predominante. Salvando las honrosas excepciones, no lo suficientemente publicitadas, por cierto, lo que llega a conseguirse, como mucho, tanto en el mundo como en la Iglesia, es alguna peladilla de reconocimiento de dichos pensadores hispanos, siempre y cuando éstos sean forzada, artificiosa y extemporáneamente interpretados, bien sea vinculándolos con el democratismo y el irenismo, por ejemplo, o con la ideología contemporánea de los Derechos Humanos. Creo que estos tipos de lectura adolecen de un cierto hegelianismo, al contemplar condescendientemente las enseñanzas escolásticas en su supuesta falsedad, como si, en ésta, estuviera implícita y virtualmente contenida la verdad del pensamiento ulterior de la modernidad ―para Hegel, lo falso es un momento de la verdad―[i], considerando la escolástica únicamente desde el historicismo, o sea, como un necesario eslabón de una cadena del proceso historicodialéctico.
No es ésta mi manera de proceder ni de pensar, como saben los que me han leído en más de una ocasión. De hecho, estoy convencido de que todo autor del pasado, especialmente si estamos hablando de escolásticos, debe leerse y estudiarse en sus textos, contextos y principios. Solamente después de tener una exacta y real fotografía de este tipo de pensadores, o sea, en un segundo momento, pueden y deben aprovecharse sus doctrinas y principios para iluminar la problemática de la realidad presente. Al respecto, pues, me parece no sólo útil y conveniente, sino del todo perentorio, que la Iglesia católica vuelva a acudir a las enseñanzas de los escolásticos, especialmente la de santo Tomás de Aquino. En este sentido, también la tópicamente llamada Escuela de Salamanca ofrece, en concreto, un plantel de magníficos maestros que, siguiendo en mayor o menor medida al Santo Doctor, demuestran la menesterosidad de aplicar los principios tomistas, especialmente los iusnaturales, a la realidad compleja de su época, complejidad causada especialmente por la conquista de América y la calamidad de las herejías y de los cismas protestantes.
«Quien conoce a Soto lo conoce todo»
Entre estos próceres salmantinos, destaca el dominico segoviano fray Domingo de Soto (1495-1560)[ii], que, aunque injustificadamente eclipsado por Francisco de Vitoria y Francisco Suárez, en su tiempo fue considerado uno de los primeros espadas, como demuestran sus propios hitos; he aquí unas pocas muestras: junto con Francisco de Vitoria, es cofundador de la Escuela de Salamanca; participa en el Concilio de Trento en calidad de perito teólogo; a partir de su fecunda experiencia conciliar, se ve en la necesidad de publicar el primer tratado monográfico acerca de la naturaleza y la gracia (De natura et gratia), con un ánimo enérgicamente antiluterano; llega a ser confesor del emperador Carlos V; formula, sesenta años antes que Galileo, la aceleración constante de los cuerpos en caída libre (motus uniformiter difformis); es el encargado de redactar el Sumario, en el que expone formalmente las posturas encontradas de las célebres Juntas de Valladolid, entre fray Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda; y es el primero en elaborar, dentro del género escolástico, un tratado jurídico de carácter autónomo y sistemático, a saber, De iustitia et iure libri decem (1553-1556)[iii]. No sin razón, los coetáneos de este gran teólogo, filósofo y jurista decían de él, en referencia a la amplitud y completitud de su ciencia, qui scit Sotum scit totum, o sea, quien conoce a Soto lo conoce todo. En este sentido, de Domingo, tras su muerte en 1560, dice fray Luis de León ―encargado de hacer el panegírico de la oración fúnebre― que, en tanto que varón óptimo y sapientísimo, el más sabio de su tiempo, no había nada que en teología o filosofía no fuera dominado por su ingenio[iv].
Con motivo de mi segundo doctorado, esta vez en Derecho y Ciencias Sociales (Madrid: UNED, 27-11-2024), concretamente en la especialidad «Filosofía jurídica», he decidido escribir estas sencillas líneas sobre el Maestro Soto, fundamentalmente para reivindicar su figura y obra. No es en absoluto mi pretensión, en tan poco espacio, realizar un resumen de mi tesis doctoral; baste leer el título para captar su naturaleza: Los fundamentos filosóficos de la doctrina jurídica de Domingo de Soto: análisis del tratado «De iustitia et iure» (708 págs.).
Sin embargo, creo que resultaría útil señalar brevemente algunos aspectos doctrinales, de carácter iusnatural y tomista, existentes en la obra sotiana, que estimo podrían servir de causas ejemplares y, a la vez, de acicate para la Iglesia hodierna, habida cuenta de que son legión los que se ven entretenidos en artificios sinodalistas, perdiendo la oportunidad histórica de defender gallarda y enérgicamente el derecho natural ante un mundo sumido en las deletéreas y contranaturales ideas ―y prácticas también― del actual progresismo recalcitrante. No es el mundo y su agenda los que deben marcar el ritmo a la Iglesia, sino que es ella la que debe ser luz de las naciones, a imitación del Salvador. La Iglesia siempre ha sido no sólo la legítima custodia y maestra del derecho natural, sino también su única y auténtica intérprete. En este sentido, Domingo de Soto me parece un autor sumamente atractivo, pues demuestra que, ante una realidad tan enmarañada como la que vive, tanto a nivel religioso como político, jurídico y económico, es posible, además de necesario, dar soluciones a los problemas actuales, partiendo del derecho y ley naturales, los cuales, no lo olvidemos, tienen a Dios por autor o causa eficiente.
La autoridad del príncipe, ordenada al bien común
A propósito de lo que estoy diciendo, cabe subrayar que nuestro autor tiene una viva preocupación por el justo orden político, o sea, aquel que deriva, tanto por vía de determinación como por vía de consecuencia, de la ley natural. Dicho afán se ve claramente expresado en el propio tratado De iustitia et iure (De la justicia y del derecho) desde las primeras páginas, en la dedicatoria, para más señas, la cual está dirigida al infante don Carlos de Habsburgo, de infausta memoria, pese a las deformaciones de Schiller y Verdi, que nos lo han presentado, mediante sus sendos drama y ópera, como una víctima de su padre, Felipe II; nada más alejado de la realidad, como sabemos. Sin embargo, cuando Soto publica el susodicho tratado, en 1553, don Carlos es todavía un niño de apenas ocho años. En esta dedicatoria, tan sencilla como audaz, encontramos la profundior intentio de fray Domingo; éste advierte al Infante que, cuando sea mayor y le toque reinar, deberá ser lo justo viviente (iustum vivens), como enseña Aristóteles (δίκαιον ἔμψυχον)[v], puesto que todo juez debe ser una especie de justicia personificada. No olvidemos que, en esa época, el príncipe de la república o respublica ―entendido este término en su sentido más propio, como comunidad política o como sociedad perfecta per se sufficiens― tiene la mayoría de justicia y, por lo tanto, goza de la ratio supremi iudicis; es decir, sólo él tiene o, mejor dicho, es la summa imperii[vi].
Sea como sea, Soto advierte a don Carlos que tendrá como misión, en tanto que príncipe de todos sus reinos, naciones y dominios, el compromiso de su fe cristiana, ésta no sólo privada, sino sobre todo pública. Además, deberá desposase ―dice de modo metafórico― con la hermosa virgen de la justicia, nacida del Cielo. Domingo de Soto, por lo que puede constatarse, pretende que el tratado juridicopolítico De iustitia et iure sea una verdadera instrucción para el príncipe don Carlos. Por esta razón, lo denomina Carolopedia, nombre inspirado en la Ciropedia de Jenofonte. En fin, lo que ante todo quiere nuestro autor es que este príncipe y cualquier gobernante, formados con los principios fundamentales de la ley, el derecho y la justicia, vean claramente la diferencia esencial existente entre un rey y un tirano, nombre ―dice él― execrabilísimo, puesto que destruye la comunidad política, al dirigir todo el bien común hacia su provecho particular[vii]. No en balde, Soto, inspirado en santo Tomás, es claro respecto a la resistencia al tirano (ius resistendi), poniendo las bases sobre las cuales autores aún más osados, como Suárez y Mariana, enseñarán ulteriormente acerca del tiranicidio, teoría que, por cierto, considero, además de apasionante, políticamente muy saludable, en el caso, eso sí, de que se cumplan los necesarios presupuestos y condiciones prudenciales. La república, según el Maestro salmantino, tiene derecho a la legítima defensa en contra de aquel que destruye el bien común en provecho propio, y a resistirle en caso de que contravenga los derechos natural y divino.
El derecho natural o lo naturalmente justo
Respecto al derecho natural, Domingo de Soto, mediante su excelente tratado De iustitia et iure, nos muestra una metodología en la que hace primar los principios iusnaturales, los cuales, en su obra, no tienen un carácter extrajurídico, sino todo lo contrario; constituyen la esencia del derecho. Para Soto, como para santo Tomás, el derecho, ius en latín, corresponde al δίκαιον griego, o sea, a lo justo, a la misma cosa justa (ipsa res iusta). Actualmente, se entiende el derecho desde el positivismo normativista, o sea, como el conjunto de leyes codificadas por el Estado; es lo que se llama derecho objetivo. También existe hoy otro derecho, el subjetivo, que tiene uno de sus orígenes en el voluntarismo de los nominalistas, y que es aquello por lo cual los ciudadanos luchan; es la lucha por el derecho, teorizada por el romanista Rudolf von Ihering[viii]. Sea como sea, el ius no es así para Domingo de Soto, situado en una clara línea aristotelicotomista de índole realista; para él, el ius o iustum está constituido ex natura rerum, es decir, a partir de la misma naturaleza de las cosas[ix].
Aunque el derecho o ius podría entenderse en sentido amplio y analógico, esto es, como ley, nuestro autor entiende propiamente este ius como lo justo (iustum); por ende, deben ser las leyes, y no a la inversa, las que se fundamenten en dicho iustum. Para el Segoviense, el derecho o la misma realidad justa es fundante; y la ley positiva de la república, fundada. Así pues, el derecho sotiano es un derecho realista, es un ius in rebus[x]. Cierto es que existen cosas que están mandadas porque son justas y cosas justas porque están mandadas[xi], ahora bien, en Domingo vemos claro que incluso las cosas justas porque están mandadas se basan en el derecho, porque, según enseña nuestro autor, toda ley, para ser tal y no iniquidad, debe concordar con el derecho natural, o sea, con la misma cosa naturalmente justa, y derivar ontológicamente de la ley natural.
De hecho, la ley natural es fundamental para nuestro autor, tanto a nivel moral como político y jurídico. En esto, Soto es fiel a santo Tomás, según el cual existe una correspondencia entre el orden de las tendencias naturales (ordo inclinationum naturalium) y el orden de los preceptos de la ley natural (ordo praeceptorum legis naturae), y, por ende, a partir de aquéllas, pueden descubrirse éstos, pues ambos forman parte del mismo ordo rationis de la creación, del mismo mundus intelligibilis (κόσμος νοητός), habida cuenta de que no sólo es un mundus sensibilis (κόσμος αἰσθητός)[xii]. Por consiguiente, no pueden establecerse leyes, según el sentir tomista de fray Domingo, que contravengan las tendencias naturales del ser humano, tales como el deseo a mantener el ser vital (desiderium ac ius servandi vitam) o la de la conservación de la especie, o sea, mediante el natural acto sexual generativo. En este sentido, pues, debe de haber una unidad de tendencia, de fin y de realización.
Según lo que acabamos de decir, la moral y doctrina jurídicas de Domingo de Soto son claramente teleológicas o finalistas, más que deontológicas, lo cual no quiere decir que él no dé la importancia debida al cumplimiento de la ley, sin embargo, lo hace en un segundo momento, porque, antes que la ley, existe el derecho o lo justo natural, sin olvidar que la causa final de toda ley es la ordenación al bien común, primeramente natural (la paz y tranquilidad de la república); posteriormente, sobrenatural (la beatitud eterna)[xiii]. De hecho, lo más importante, para fray Domingo, no es que el gobernante tenga más o menos poder ―aunque éste está previamente limitado por los derechos natural y divino―, sino, más bien, que dicho poder esté ordenado al bien común. El poder, pues, primordialmente, según la concepción sotiana, es una cuestión de orden, no de límites, como podría interpretarse erróneamente desde categorías liberales o libertarias, hoy tan en boga, por cierto, pero extrañas toto coelo a nuestro salmantino.
Defensor de la escolástica y promotor del tomismo
Cabe decir que todo el desarrollo de la doctrina juridicopolítica de fray Domingo viene precedida de una noble lucha por la restauración tomista en el ámbito escolástico; éste es, de hecho, el Leitmotiv de su actividad académica. Sin embargo, nuestro autor se forma antes en la Universidad de París, en donde impera la corriente escolástica del nominalismo, en ese momento extendido por toda la Cristiandad; recordemos que el mismo Lutero recibe una formación nominalista, y ésta, de algún modo, sienta los presupuestos filosóficos de su herética pravedad. Por el contrario, Soto se da bien pronto cuenta, en París, de la perniciosidad de dicha corriente, produciéndose en él una suerte de conversión al tomismo, pese a que le quedará algún pequeño resabio nominalista en algunas cuestiones. Al respecto, es decisivo su encuentro con Francisco de Vitoria, concretamente en el parisino colegio universitario de Saint Jacques. En ese momento, el Maestro burgalés, a pesar de explicar en calidad de bachiller sentenciario, parece que ha reemplazado, como libro de texto, las Sentencias de Pedro Lombardo por la Suma de Teología de santo Tomás[xiv]. Sea como sea, Domingo de Soto mantiene, desde entonces, una posición enérgicamente antinominalista; él mismo, posteriormente, denominará a los nominales o terministas de esta manera tan áspera: tempestas sophismatum, monstrorum turba o barathrum sophismatum[xv].
Cuando Soto llega a ser, en el futuro, catedrático de vísperas en Salamanca (1532), junto con Vitoria ―a la sazón catedrático de prima―, ambos hacen prevalecer, por la vía de los hechos consumados, la Suma por encima de las Sentencias, pese a contravenir las normas de los rígidos y desfasados Estatutos de la Universidad del Tormes. No obstante, el tomismo de nuestro autor se demuestra no sólo en las aulas, sino también en sus numerosas publicaciones, que fueron, por cierto, best sellers en el todo el siglo XVI.
La lucha por la defensa de la escolástica en general y del tomismo en particular la realiza en contra del nominalismo, pero también del humanismo y del protestantismo. A propósito de esto, recordemos que Domingo de Soto llega a ser perito teólogo en el Concilio de Trento (1545-1547). Las labores conciliares le sirven a nuestro teólogo para defender exitosamente la teología escolástica ante la línea humanisticorrenacentista que mantienen algunos peritos y obispos, los cuales, queriendo potenciar el estudio de la Sagrada Escritura, proponen suprimir el sistema escolástico en la formación de los religiosos. Anteriormente, Vitoria critica a aquellos que pretenden hacer un saltus injustificado desde Homero a la teología, desarrollando ésta a partir de la gramática (Erasmus ex grammatica fecit se theologum)[xvi].
En la misma línea antierasmista se sitúa Soto en el Concilio, como demuestra en el prefacio de su obra De natura et gratia (1547), denunciando que son muchos los católicos ―aquí se refiere a los humanistas y erasmistas― que, a la hora de elaborar una doctrina teológica, negligen los grandes maestros del cristianismo, centrándose excesivamente en el estudio de las lenguas. Este mal ―sostiene Soto, dirigiéndose a los Padres conciliares― proviene del odio de los luteranos a la escolástica; éstos consideran a los teólogos escolásticos una peste pública (publica pernicies), como en la fábula de Demóstenes, en las que los perros pastores también se hacen odiosos a los lobos. Por este motivo ―dice―, este mal ―la propagación de las ideas luteranas que desprecian la escolástica a favor de la fascinación lingüística― no podrá erradicarse hasta que se aplique en las universidades católicas un remedio público[xvii]. Con esto, Soto no quiere decir que el cultivo de las lenguas antiguas no sea útil para la comprensión de las Sagradas Escrituras ―él mismo promocionará, en el último período de su vida, la fundación de los colegios de Gramática y Trilingüe en Salamanca―[xviii], ni tampoco niega que sea necesario purificar la escolástica de los actuales sofismas y simplezas, propios del nominalismo. Sin embargo ―sostiene―, la escolástica no debe destruirse; en todo caso, reformarse, del mismo modo que una sencilla dolencia en un ojo no merece su enucleación, cuando éste puede sanarlo el oftalmólogo con un colirio. Concluye nuestro autor que, si no se aplica una rápida y efectiva solución, empezarán a proliferar teólogos de nombre y muy pocos verdaderos[xix]. Como podemos observar, nihil novum sub sole.
Consideraciones finales
En fin, quiero terminar este modesto escrito reconociendo que no es únicamente la doctrina tomista de fray Domingo, con su claridad sistemática y pureza de líneas, la que me ha entusiasmado, sino también su carácter o ethos personal. Su manifiesta erudición se ve desplegada admirablemente gracias a su ímpetu y viril gallardía, permitiéndole, de este modo, no amedrentarse ni ante el error ni ante el despotismo. A mi modo de ver, sería una verdadera gracia del Señor que, en estos tiempos cenagosos, surgieran algunos sotos que, con sus luminosas enseñanzas, hicieran despertar a los aletargados doctores y pastores no sólo para la regeneración y purificación de la Iglesia, hoy más preocupada por el sinodalismo y agradar al mundo, sino también para emprender una cruzada intelectual por el derecho natural ―hoy es la batalla esencial― en un articulus temporum donde los poderes de este mundo han optado por marchar impúdicamente a través de la vía contranatural del wokismo.
Dr. Mn. Jaime Mercant Simó
Notas
[i] Cf. Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Fenomenología del espíritu, México: FCE, 1966, pp. 7-8.
[ii] El estudio biográfico de obligada referencia, y aún no superado, es el siguiente: Vicente Beltrán de Heredia, Domingo de Soto: Estudio biográfico documentado, Madrid: Ediciones Cultura Hispánica, 1961.
[iii] Dominicus de Soto [Domingo de Soto], De iustitia et iure libri decem, Salamanca: Andrés de Portonaris, 1553 (primera edición); 1556 (segunda edición). A partir de ahora, en las referencias a esta obra, se pondrán al final, entre corchetes, las páginas correspondientes a la segunda edición.
[iv] Cf. Luyssi Legionensis [Luis de León], Oración fúnebre a Domingo de Soto, en Luyssi Legionensis & José María Becerra Hiraldo, Obra mística de Fray Luis de León, Granada: Servicio de Publicaciones, Campus Universitario de Cartuja, 1986, pp. 53-65 [p. 63].
[v] Cf. Aristóteles, Ethica Nicomachea V, 4, 1132a21-22.
[vi] Cf. Dominicus de Soto, De iustitia et iure, lib. V, q. 4, art. 4 [p. 442].
[vii] Cf. Dominicus de Soto, De iustitia et iure, dedic. [p. 3].
[viii] Cf. Rudolf von Ihering, La lucha por el derecho, Bogotá: Temis, 2015.
[ix] Cf. Dominicus de Soto, De iustitia et iure, lib. III, q. 1, art. 2 [p. 194].
[x] Cf. Dominicus de Soto, De iustitia et iure, lib. III, q. 1, art. 1, [192].
[xi] Cf. Dominicus de Soto, De iustitia et iure, lib. III, q. 1, art. 2 [p. 195].
[xii] Cf. Bernhard Bartmann, Manuale di Teologia Dogmatica, Milano: Edizioni Paoline, 1949, pp. 371-343.
[xiii] Cf. Dominicus de Soto, De iustitia et iure, lib. I, q. 1, art. 2 [p. 11].
[xiv] Cf. Vicente Beltrán de Heredia, Domingo de Soto: Estudio biográfico documentado, Madrid: Ediciones Cultura Hispánica, 1961, p. 20; Juan Belda Plans, La Escuela de Salamanca y la renovación de la teología en el siglo XVI, Madrid: BAC, 2000, pp. 320-321.
[xv] Cf. Guillermo Fraile, Del humanismo a la Ilustración, en Guillermo Fraile & Teófilo Urdánoz, Historia de la Filosofía, Madrid: BAC, 2011, vol. III, pp. 417-418.
[xvi] A esta cita se refiere Beltrán de Heredia, extrayéndola de un manuscrito de San Esteban de Salamanca, correspondiente a las Lecturas sobre la Primera parte, q. 42, art. 1 (cf. Franciscus de Vitoria [Francisco de Vitoria], Comentarios inéditos a la Secunda Secundae de santo Tomás, Edición preparada por Vicente Beltrán Heredia, Salamanca: Biblioteca de Teólogos Españoles, 1934, vol. III, t. 1, p. XXXI).
[xvii] Cf. Dominicus de Soto, De natura et gratia, lib. I, praef.
[xviii] Cf. Vicente Beltrán de Heredia, Domingo de Soto: Estudio biográfico documentado, Madrid: Ediciones Cultura Hispánica, 1961, pp. 317-331.
[xix] Cf. Dominicus de Soto, De natura et gratia, lib. I, praef.