...vengo a ser como metal que resuena o címbalo que retiñe...
1 Corintios 13,1
Pienso con tristeza en esas generaciones que fueron condenadas a no conocer el silencio, en tantos jóvenes que crecieron bajo el opresivo despotismo del ruido y han acabado por necesitarlo. Desde que nacieron han estado envueltos en un continuo estrépito de fondo, a sus cunas llegaba esa indiscreta omnipresencia que ahogaba sus llantos y aporreaba sus sueños desde fuera hasta partir los pestillos. Pisoteado como una flor que se pierde en el cruce de Shibuya, el silencio nunca llegaba a recobrar su forma, al intentar reincorporarse era de nuevo aplastado por una estampida acústica de confusa procedencia, destripado por una barahúnda anónima que caminaba sobre él sin siquiera sospecharlo. Una y otra vez los ruidos naturales y artificiales oprimían la existencia de aquellos niños, una y otra vez se filtraban por los intersticios, invadían los momentos cambiando su significado, interrumpían lo que quizá estaba llamado a ser un pensamiento noble o el descubrimiento de una ignorada gratitud.
El silencio no estaba prohibido. ¡No! Ojalá lo hubiera estado, pues al menos así lo hubieran conocido y hubieran podido anhelarlo por la prohibición, al menos hubieran podido intuir más tarde qué les faltaba. Pero el silencio simplemente les era desconocido. Su ausencia era tan absoluta que ni siquiera podían notarla, como el niño no puede notar la ausencia de juguetes si nunca ha visto uno. El ruido era lo verdaderamente natural para ellos, era su elemento y casi se asfixiaban si no lo sentían durante unos segundos, si por un instante no obedecían a su horrísono imperativo. Por supuesto, asistían puntuales a clases de inglés, sabían contar hasta diez en cinco idiomas, pero no sabían escuchar la enmudecida puesta de sol ni respetar el sigilo del campo cuando el viento hace la estatua con los mofletes henchidos de risa.
Así crecieron ellos, los que no han conocido, a los que no han dejado conocer el silencio. Ahora sienten que algo no funciona correctamente en su interior, que su organismo espiritual está descompensado y carece de armonía. Intuyen que faltan piezas que sus antepasados tenían, que han roto dentro de ellos un hilo primitivo que no sólo les conectaba con el pasado, sino que les orientaba hacia su verdadero fin entre las brumosas incertezas del porvenir.
¿Qué es eso que les falta? ¿Qué han perdido? ¿Qué les han robado? Aquellas largas horas de silencio en las que sus abuelos se curtieron; aquella muda pedagogía mil veces más sabia que cualquier lección académica; aquellas persuasivas apologías a favor de la humildad que nadie pronunciaba, pero que por lo mismo nadie podía rebatir y se quedaban grabadas para siempre en la memoria; aquella compostura espiritual, aquel respeto ante las palabras del prójimo que sólo pueden poseer quienes previamente han vivido el silencio como el limpio prólogo que las recomienda. Pero sobre todo han perdido la relación con Dios.
En las relaciones humanas el silencio es la condición para la confidencia, el mudo preludio que se lleva la batuta a los labios mientras la revelación afina sus instrumentos. Pero en la relación del hombre con Dios el silencio no es la condición de la confidencia, sino la confidencia misma, pues el secreto divino que debe ser transmitido no es algo que permanezca fuera y que el hombre deba recibir, sino algo que siempre ha tenido dentro y que debe aflorar, salir a la superficie de su conciencia. Por eso el mundo moderno está diseñado para interceptar esa confidencia, pues la élite que lo gobierna sabe que el hombre que se relaciona con Dios no asume la concepción materialista, y desde ese momento se sustrae a su poder, pues esa élite sólo tiene lo material para manejar al hombre a su antojo, es la zanahoria que coloca ante los ojos de la masa borreguil para encaminarla a donde quiera. Por eso todo debe conspirar contra el silencio, debe ser una continua acechanza de ruidos que distraigan al hombre de la relación consigo mismo y con Dios. El insidioso complot se ha perfeccionado hasta tal punto que los mismos gestos que antes servían para procurar el silencio ahora sirven para aniquilarlo. Cada día caminan a nuestro alrededor personas que se tapan los oídos, pero no, como sucedía antes, para no escuchar, para aislarse del sonido y aliviar por un momento sus extenuados oídos, sino al contrario, para escuchar más, para sumergirse por completo en el sonido y que ni un sólo resquicio de silencio venga a recordarles que son algo más que un prescindible trozo de la materia en la que están insertos. Ellos pasan a nuestro lado sordos a lo que les rodea, totalmente ajenos a las voces humanas y a los sonidos artificiales que les constriñen por todos lados, pero en sus tímpanos resuenan otras voces humanas, otros sonidos artificiales que invaden con más violencia todavía su fuero interno y hacen vibrar todas sus membranas. Esos surtidores portátiles que llevan colgando en los oídos atestan todo su organismo, casi puede verse el sonido supurando por los ojos y abombando sus cabezas a punto de implosionar.
Dime, jóven de ojos vacíos, ¿de verdad nunca pasaste largas horas solo mientras el silencio se frotaba la espalda contra tus juguetes? ¿Nunca conociste el blanco epígrafe del susurro? ¿Siempre estabas encerrado en la jaula de sonidos? No hace falta que lo digas, tu apatía prematura te delata. Por supuesto, ahora crees que necesitas seguir en aquella jaula, crees que fuera estarás desprotegido y te niegas a salir. Tranquilo, te comprendo, has sido víctima de un cruel experimento. ¡La primera generación a la que se le niega absolutamente el silencio! Tuvo que ser duro. Nosotros, los miembros de las generaciones precedentes, también fuimos sometidos al castigo, pero pertenecemos a una fase inicial del experimento, todavía se nos permitían interludios de sosiego acústico, todavía hemos conocido otro mundo de momentos insonorizados y hemos vivido tiempos donde hasta los gritos tenían sentido, precisamente porque no estaban precedidos por otros gritos.
Sé que te han convencido de que el silencio está pasado de moda, de que el silencio es retrógrado; sé que pretenden hacerte creer que eres infeliz a pesar del ruido y no por su causa, que en el momento en que dejes de escucharlo la tierra se abrirá bajo tus pies y no tendrás a qué aferrarte, que un vacío infinito te succionará en una gravedad sin conclusión. Pero píensalo: ¿por qué están tan interesados en mantenerte en ese estado de caos auditivo? ¿Por qué te ceban sin parar con decibelios? ¿Por qué los mismos que te ocultan lo trascendente te suministran efímeras ondas que te mantienen entretenido?
Tal vez lo que les inquieta es lo que Dios tenga que decirte cuando unas tu silencio a su silencio, ya que sólo entonces captarás la tácita eternidad que siempre había estado en el dorso de esa envolvente estridencia que te ha acompañado toda tu vida. Tal vez teman perder el control sobre ti si descubres que no estás hecho de nada que puedan corromper irreversiblemente, de nada que puedan matar del todo, pues el silencio invita a la oración, y la oración a Dios, y Dios a tu alma, y es ahí donde no pueden entrar, donde no tienen acceso, donde pierden todo su poder los jerarcas de lo tangible.
Ten coraje, pues; ten coraje para abandonar lo que te han hecho necesitar y así necesitar lo que te han hecho abandonar; ten coraje para demostrar que ninguna ingeniería social puede apagar en ti el connatural anhelo de silencio que anticipa lo sagrado; ten coraje para abjurar de ese ruido travestido de música que han logrado hacerte gustar. Sin dolor nunca saldrás del dolor, sin renuncia nunca obtendrás lo que te falta. Soporta el silencio que te han hecho odiar y descubrirás el amor que siempre te han ocultado, el único que puede colmar tu alma, pues fue ese mismo amor el que quiso crearla. Sacrifica lo que ahora te deleita pero no te llena para que puedas comenzar a deleitarte en lo que te llenará para siempre y nunca tendrás que sacrificar: Dios.
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