Dado que en el trabajo subido al blog de la Sra. María Virginia Olivera de Gristelli, titulado «Sobre la Confesionalidad del Estado Argentino», escrita por el Lic. Juan Carlos Monedero, se ha refutado, in extenso, mi breve aporte sobre el tema incluido en la Sección Opinión de InfoCatólica, me veo en la necesidad de responder algunos puntos de dicha nota.
Dos breves aclaraciones previas. No incurrí en aquella nota original, ni lo haré ahora, en extensas citas de pasajes de las Sagradas Escrituras, documentos pontificios, ni del pensamiento de los primeros Padres de la Iglesia con los infaltables partes destacadas o incluso con uso de mayúsculas (como si se estuviera elevando el tono de voz, pero desde el teclado), modalidad que también he notado en los comentarios a ambas publicaciones, no por no reconocer valor a tales textos, sino por entender que, en primer término, vuelven un tanto fatigosa la lectura y porque además, mi objetivo no apunta tanto a desentendernos de esos trabajos doctrinarios sino de hacer una correcta lectura de la realidad que los creyentes tenemos hoy frente a nuestros ojos.
Segunda aclaración. En el título de su trabajo el licenciado Monedero refiere al «Estado Argentino» cuando en rigor, en su posterior desarrollo, alude al texto constitucional de la Provincia de Santa Fe. La cuestión no es menor toda vez que en mi trabajo inicial hice una clara referencia a que en el texto de la Constitución Nacional de Argentina no hay adopción oficial de la religión católica. También señalé que el artículo 2° del texto nacional, cuando dice «El gobierno federal sostiene el culto católico apostólico romano» alude más a la cuestión del sostenimiento económico por una cuestión histórica de la Argentina del siglo XIX (la confiscación de bienes eclesiásticos por parte del Estado en la década de 1820), pero no puede concluirse que a nivel federal, desde 1853 al presente, el catolicismo sea religión oficial. No amerita extendernos más en este detalle, que el licenciado Monedero no incluye en su nota, no existiendo por tanto controversia alguna.
Bienvenido sea el interés generado en tantísimos lectores de InfoCatólica por este ida y vuelta en torno a un tema sobre el cual urge que los católicos profundicemos su análisis reflexivo y fijemos posición, en la medida de lo posible. De hecho, creo que sería auspicioso que se organizara un ámbito más adecuado -por caso, un congreso o jornada- para escuchar a voces autorizadas y distintas opiniones sobre el particular. Porque a diferencia de los dogmas de la fe, creo que es una cuestión opinable sin que nadie deba ser expulsado de la polis por sostener ideas contrarias a las de otros.
Responderé algunas afirmaciones hechas por el Lic. Monedero para luego desarrollar algo más lo ya expresado por mi parte sobre la cuestión de la confesionalidad o no del Estado.
Lo primero que advierto de las citas efectuadas es que en su gran mayoría no refieren directamente a la confesionalidad del Estado entendido como estructura jurídico/burocrática, sino a la sociedad humana en su conjunto, distinción que aunque suene a sutileza, debe ser tenida en consideración.
Jamás negué que nuestro esfuerzo tiene que estar dirigido, ayer, hoy, y siempre a hacer realidad la exhortación de Cristo: «Id y haced discípulos míos a todos los pueblos…» y que la sociedad sea lo más cristiana posible, en todas sus expresiones. Lo que planteo es meditar -sin etiquetar o colgar cartelitos de modo compulsivo- sobre el dilema que radica no en los objetivos estratégicos, sino en las herramientas tácticas de que nos valgamos para lograrlos. Parece que algunos creen que hay que defender la confesionalidad estatal católica consagrada en una parte de la constitución -que Monedero caracteriza como «uno de los últimos vestigios»- para desde allí arriba convertir a la fe hacia abajo, en cambio otros planteamos que esa cláusula debe verse como el corolario de un proceso de regeneración de debe verificarse primero en la sociedad. En Argentina usamos la expresión «no hay que colocar el carro delante de los caballos».
De lo contrario correríamos el riesgo de parecernos a los últimos paganos que habitaban el imperio romano y que hacia el siglo IV no podían admitir que su anterior mundo se había convertido al cristianismo. Luchaban por mantener el culto público a los dioses paganos y al emperador considerado como uno de ellos, algunas costumbres de ello derivadas como el asistir al circo a ver despedazarse unos a otros a los luchadores, pero la historia los borró del mapa.
Segundo: refiere la nota bajo análisis que defiendo en mi anterior trabajo el documento del arzobispado de Santa Fe «donde se propone la secularización de la constitución de dicha provincia»
Hay un error en esa afirmación, puesto que la supresión de la confesionalidad del Estado provincial no significa, necesariamente, la secularización del texto en tanto y en cuanto se mantenga en su preámbulo, por ejemplo, la mención a Dios como fuente de toda razón y justicia. Mención que espero que sí permanezca. Por tanto, la supresión del catolicismo como religión oficial no convierte, ipso facto, a la constitución en agnóstica o atea, en tanto ésta siga invocando a Dios como poder supraconstitucional.
Tercero: la parte del trabajo del Lic. Monedero en la que se lee «para nuestra sorpresa, el artículo de Yurman … salió en defensa de los obispos santafesinos» luego de referir -el documento- a «el respeto por la diversidad cultural y racial, la perspectiva de género», etcétera, me exime de mayores comentarios porque precisamente en mi nota original señalé que el documento arzobispal era pasible de críticas, por ejemplo, la inclusión de ese listado de expresiones o ambiguas en la interpretación de sus alcances o de llamativa candidez de los prelados en lo que refiere al juego de la política a la hora de incluir esos aspectos en un texto constitucional. En otras palabras, no defendí esa parte del documento eclesial sino todo lo contrario.
Cuarto: por supuesto que hago mía la invitación, que se deduce de la cita que el autor hace del punto 2105 del Catecismo de la Iglesia Católica, a la que remito a fin de evitar innecesarias reiteraciones, pero que alude a «informar con el espíritu cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad»; pero de ahí no noto que surja lo de la confesionalidad del Estado (nótese que dice ‘estructuras de la comunidad’, no del Estado), y en lo que a las leyes refiere, por supuesto que su sanción (legisladores), aplicación (gobernantes) e interpretación (jueces) requiere hoy más que nunca de parte de los católicos un testimonio desacomplejado y valiente.
Quinto: el Lic. Monedero dice en su comentario 8 «Independientemente de esto, que dependerá de circunstancias históricas, señalemos aquí que el autor expresa una opinión contraria a los propios obispos: Yurman condiciona la catolicidad del Estado al hecho de que la sociedad sea católica, mientras los obispos santafesinos repudian esa catolicidad en sí misma.»
¡Por fin una coincidencia! Efectivamente, quizás sea esa la gran diferencia que este simple bautizado tenga -además de las ya apuntadas- con el espíritu que parece sobrevolar el documento episcopal.
Sexto: en el comentario 12 se afirma «la simbología católica que el autor defiende es consecuencia de la confesionalidad del Estado que el autor no está defendiendo».
Históricamente no es cierto. Cuando los adelantados españoles fundaban en nuestro extenso territorio sudamericano ciudades con nombres claramente católicos, y les asignaban un santo patrono, por dar un ejemplo, lo que motivaba tal actitud no era derivación de una cláusula en ninguna constitución escrita sino el simple hecho de que la comunidad en su conjunto, la ecúmene, era católica apostólica romana prácticamente en su totalidad. Y si existían normas que establecían algo similar a lo que hoy denominamos confesionalidad del Estado eran precisamente el lógico corolario de un proceso de evangelización de las costumbres iniciado siglos antes por la acción abnegada y evangelizadora de la Iglesia; no era al revés, a modo de diktat que fulminaba catolicidad de arriba hacia abajo.
Por otra parte, y reitero algo que ya expresé, en países sin confesionalidad estatal católica (por ejemplos los EEUU) nada ha impedido ni impide a los fieles católicos llegados en sucesivas oleadas (irlandeses, italianos, polacos, etc.) y eventualmente a su jerarquía, llevar toda clase de simbología católica al foro público.
La derogación del artículo 3° no impedirá que los fieles exhiban públicamente a través de los más diversos actos de piedad su fe en Cristo y su proclamación como Rey del Universo. Pero algo malo está pasando entre nosotros cuando nos desgarramos las vestiduras por conservar un artículo que devino en desuetudo hace ya muchas décadas, al tiempo que somos incapaces de mantener el rezo público del Santísimo Rosario por más de tres o cuatro meses. Y de éste retiro de nuestra presencia en el foro público no tienen culpa ni los iluministas franceses, ni los marxistas ni los curas tibios.
Paso ahora a profundizar los conceptos que quise exponer en mi anterior nota.
Creo que un artículo como el 3° de la Constitución de Santa Fe, que dice «La religión de la Provincia es la Católica, Apostólica y Romana, a la que le prestará su protección más decidida…» no garantiza, hoy, nada a los católicos que desean, y trabajan, para evangelizar la comunidad humana en la que viven y criar a sus hijos en forma coherente con la fe.
De hecho, me veo en la obligación de señalar que la frase «a la que le prestará su protección más decidida» devino en desuetudo, de forma cruel y evidente. En efecto, ese Estado ya no sólo no fomenta ni protege al catolicismo, sino que directamente se dedica a eliminar personas antes de que nazcan, celebra pseudo matrimonios, mutila genitalmente a adolescentes, les adoctrina en la enseñanza desde la ideología de género y, quizás en breve, se dedique a matar moribundos en hospitales públicos. Esta es la realidad que nos toca vivir hoy. ¿Se supone que como bautizado debería dormir tranquilo porque todavía tendríamos el artículo 3°? No se me ocurre algo más cínico. Me recuerda cuando hace unos años, la programación de los canales de TV abierta cerraba generalmente con la meditación de un sacerdote católico, alrededor de medianoche, de unos pocos minutos. No es que ese escuetísimo espacio estuviera mal. Lo que a mí no me cerraba del todo es que buena parte de la programación de esos canales emitida durante la jornada fuese abierta o veladamente anticristiana, de modo que la presencia del cura al final del día generaba una sensación extraña. Alguno podría pensar que venía como a bendecir todo lo emitido durante el día. Valiéndome del ejemplo, diría que lo sensato es que el sacerdote intervenga al final de una transmisión televisiva cuyos contenidos son en general cristianos, y si no es así, prefiero que ni aparezca, para evitar confundir a los fieles.
Rod Dreher en su libro «La opción benedictina» plantea verdades dolorosas para todos nosotros. Sin perjuicio de la polémica generada por su propuesta, creo que Dreher acierta al describir nuestra época como un momento histórico en el que los bárbaros (paganos) nos han invadido, no a través de tribus procedentes de estepas asiáticas o fiordos escandinavos. No, nuestros nuevos bárbaros que no creen, están entre nosotros y son los nietos o bisnietos de ancestros que mal o bien creían y vivían una fe cuyos fundamentos y prescripciones eran sólidos y claros.
Urge que nos aboquemos a ser testigos de Cristo ante esos nuevos bárbaros que en sitios como Europa occidental parecen ser hoy mayoría, y en nuestras comunidades iberoamericanas, van en aumento. Cierto es que este proceso sucede ante la indiferencia o incluso el beneplácito de muchos pastores.
Acaso antes que luchar en pos de que el Estado, que en los hechos es promotor de una agenda anticristiana y antihumana conforme lo expresado más arriba, conserve solo nominalmente al catolicismo como religión de su aparato burocrático, quizás sea tiempo de que los católicos enfrentemos cara a cara la realidad social actual y dirijamos nuestros esfuerzos a regenerar nuestras sociedades sometidas desde hace mucho (éste problema es de los últimos siglos, no de las últimas décadas), hoy encandiladas por los estertores hedonistas de la postomodernidad.
Hay todo un campo de acción en ese sentido, no exento de desafíos para todos nosotros. Por mi parte me resulta poco fiable la idea de que algunos trabajen para el reinado social de Cristo y a la vez aborrezcan de involucrarse a cualquier tarea que pueda estar dirigida a las multitudes, integradas en todas las épocas por gentes de muy variada condición, quizás no tan puras ni pías como se quisiera.
Debemos asumir que somos hijos de la Iglesia y que ésta se compone de frágiles instrumentos como somos todos nosotros. La caridad fraterna y el intercambio sereno de opiniones evitando los rótulos y las adjetivaciones gruesas deben presidir nuestros foros, lo que no implica la ausencia de crítica, pero puede ser el remedio que nos aleje de todo tipo de vanguardismo, en este caso protagonizado por unos sommelliers de la doctrina, que en los hechos no son muy diferentes en su actuar que las vanguardias del proletariado o de la élite multimillonaria de Sillicon Valley.