Cuna vacía, llanto hondo y Jesús, como siempre…

Cuna vacía, llanto hondo y Jesús, como siempre…

Jesús nos hace un apremiante llamado a reconocerlo en el pobre, el hambriento, el sediento, el preso, el forastero, el enfermo y en todo aquel que sufre en el cuerpo y en el alma (cf. Mt 25, 31-46). Y, para que no queden dudas, es contundente: no dice «es como si lo hubiesen hecho por mí», sino «lo hicieron por mí» … El desafío para nosotros siempre será, de cualquier modo, tener los ojos del corazón bien abiertos para notar su escondida presencia. Sin caer en acepción de personas, ni quedarnos en apariencias.

Todo el tiempo comprobamos, en el hospital, cómo el Señor no nos espera en los que padecen, y quienes los cuidan; Él mismo viene a nuestro encuentro, en unos y en otros. Y, por supuesto, nos sorprende a cada instante. Me acaba de ocurrir, hace algunos minutos. Salía de Neonatología, de ver a los recién nacidos que pelean por su vida; y mientras iba a Cuidados Paliativos, para confortar a quienes se están despidiendo de ella, una sensible enfermera, creyente y bien formada, se me acercó en el pasillo. «Padre --me dijo- acaba de morir una nenita, después de nacer. Ya la llevaron a la morgue. En esta habitación está su mamá con otros familiares. No sabemos si tienen fe. Pero creo que sería importante que se acerque…» Por supuesto, le agradecí la información. Y dispuesto, incluso, a recibir una respuesta dura golpeé la puerta.

La joven abuela de la pequeña, con un visible Rosario sobre su cuello, me abrió. Y, al estrechar fuertemente mi mano, me dijo: «Gracias por venir, padre». Sus lágrimas corrieron con más intensidad, mientras me conducía hacia la cama en la que estaba descansando, como podía, Rut, la mamá de la bebé. Le hice la señal de la Cruz sobre su frente, la tomé de su mano, le obsequié --como debe hacerse en estos casos- unos instantes de silencio, mientras compartíamos lágrimas, y le dije: «Más que nunca, hijita, a tomarse de la mano de Jesús y de María. El demonio, padre de la mentira, siempre se aprovecha de tanto dolor inexplicable, para alejarnos del Señor y su Madre; y Madre nuestra. Aunque entendamos poco y nada, sabemos que ellos no nos abandonan». Saqué mi «botiquín de primeros auxilios» (una bolsa que llevo en uno de los bolsillos de mi sotana, con cruces, medallas, rosarios y estampas), bendije y le obsequié una Cruz; e, inmediatamente, rezamos Padrenuestro, Ave María y Gloria, la abuela, la mamá, otra de sus hijas y un servidor. Nuevo momento de silencio; Bendición y despedida, con las estampas «Brevísimas reflexiones bíblicas para los momentos de angustia».

La abuela me acompañó hasta la puerta y, con presencia de ánimo, me contó cómo a sus cinco hijos, en el día de su Bautismo, los consagró a la Virgen. Y cómo todos los días trece, en la memoria de María Rosa Mística, desde hace 25 años, los vuelve a colocar en su presencia, en la Santa Misa. Siguió contándome, igualmente, idas y vueltas de su familia en el camino de la Fe --como suele ocurrir en muchos casos-; y, sin dudarlo, exclamó: «¡Solo desde el Amor de Dios se puede soportar tanto dolor! Estoy convencida de que nada será en vano: seguramente, esto servirá para unir más a la familia. Y ver, realmente, Quién es el importante. Y cuáles son las cosas sin importancia». Estaba concluyendo sus palabras cuando apareció (Providencia, y no coincidencia) la doctora Jorgelina; una brillante profesional de Cuidados Paliativos, con familia numerosa (tiene un hijo consagrado), que une a sus extensos saberes un catolicismo profundo, con testimonio permanente. Se la presenté a la abuela, le dio un abrazo, también lloró con ella; y con la serenidad de la convicción y de la propia experiencia, le dijo: «Yo, también, perdí una hija de bebé. Y, al mes siguiente, quedé embarazada de mellizos; que hoy tienen 27 años. El Señor jamás nos abandona. Está con nosotros, todos los días, hasta el fin del mundo» (cf. Mt 28, 20).

Despedida de la abuela. Debía continuar la recorrida, junto a la doctora, para ver a sus «hijitos», como les llama a sus enfermos. Ella, bien preparada, espiritual e intelectualmente, se encarga de allanarme el camino. Y, en más de un caso, me advierte: «Padre, fulano, estaba muy rebelde; se alejó de la fe hace muchos años. Pero ya aflojó. Lo está esperando». Y ahí va un servidor, estola al cuello, para --en más de un caso, in extremis- administrar la Santa Unción; y abrirles las puertas del Paraíso a quienes se encontraron, por las debilidades propias y ajenas, con tantas puertas cerradas.

Concluida la recorrida, a las puertas del hospital, los taxistas, con sus inagotables ocurrencias, me dispararon: «¡Padre, querido! ¡Vino usted y las nubes se fueron! ¡Mire qué espléndido se puso el mediodía!». Junto con las estampas, volví a obsequiarles la conocida frase: «Aunque no lo veamos, el Sol siempre está. Es el Sol que nace lo alto (cf. Lc 1, 78); y que, desde la eternidad hace nuevas todas las cosas (Ap 21, 5). Y lo tenemos muy, muy cerca. Acabo de encontrarlo, una vez más en el hospital». Brazos en alto, saludos afectuosos y la promesa, Dios mediante, de un pronto reencuentro. Mientras cruzaba la calle, rumbo a otro apostolado, seguí rezando por Rut. Que ella, como la mujer moabita, extranjera, que llegó a ser bisabuela del rey David, encuentre pronto el consuelo que solo Cristo puede dar. Para que, en la esperanza del reencuentro definitivo, vea cómo su pequeñita descansa en paz, en los brazos de Jesús y de María.

+ Pater Christian Viña.
La Plata, miércoles 13 de noviembre de 2024.
Mes de María Santísima. -

 

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