(Vatican.news/InfoCatólica) «Nunca la guerra puede ser considerada un medio como cualquier otro, que se utiliza para resolver las controversias entre las naciones». Fue el 13 de enero de 2003 cuando Juan Pablo II, en un discurso dirigido al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, lanzó su llamamiento para evitar la amenaza de guerra que más tarde se abatiría sobre el pueblo de Iraq. Wojtyla instó a no pasar por alto las consecuencias que un conflicto acarrearía «durante y después de las operaciones militares». Este llamamiento fue reiterado también en el Ángelus del 16 de marzo de 2003, cuando «ante las tremendas consecuencias que una operación militar internacional tendría para los pueblos de Iraq y para el equilibrio de toda la región de Oriente Medio, ya tan probada, así como para los extremismos que podrían sobrevenir», dijo al mundo: «Todavía hay tiempo para negociar; todavía hay espacio para la paz; nunca es demasiado tarde para entenderse y para seguir negociando».
El principal motivo del ataque fue el temor a que Bagdad pudiera construir o poseer ya armas de destrucción masiva. Una suposición posteriormente desmentida por las investigaciones posteriores a la guerra. El Secretario de Estado norteamericano, Colin Powell, admitió más tarde que muchas fuentes de inteligencia estaban equivocadas. «El Papa había hablado y nadie le había escuchado», recuerda hoy el cardenal Fernando Filoni, nuncio apostólico en Bagdad en aquella época. Con los medios de comunicación vaticanos, el cardenal rememora, después de veinte años, aquel dramático momento de la historia de la humanidad.
Eminencia, el 20 de marzo de 2003, Estados Unidos lanzó esta intervención militar en Iraq. Usted llevaba meses allí y veía venir la guerra. ¿Cómo vivió todo aquello? ¿Cuál fue la realidad de este conflicto?
La sensación de todos los que estábamos en Iraq era de una cierta fatalidad, de que no podíamos hacer nada más que sentir por encima de nosotros las decisiones que desencadenarían la guerra y de las que no éramos más que víctimas. ¡Teníamos que sufrirla! Esta era la percepción de la gente que conocí. Todos esperaban lo que iba a ocurrir. Nadie podía saber cómo sería la guerra, los bombardeos, los combates, lo que ocurriría... La gente había hecho acopio de arroz, de pan, pero nadie sabía exactamente cómo resultaría y cómo la gente podría hacer frente a los bombardeos que no sabíamos ni dónde, ni cómo, ni cuándo se producirían.
Así que ya no había esperanza de paz...
Todas las opciones se habían agotado. El Papa había hablado y nadie le había escuchado, las Naciones Unidas se habían pronunciado a favor de la guerra, en Europa había diversas opiniones sobre la guerra, pero la determinación había estado ahí unos días antes en las Azores entre el Presidente Bush y el Primer Ministro Aznar y luego Blair, el Primer Ministro británico, que había decidido cómo y cuándo atacar. Aquí sólo fuimos víctimas de esta realidad. Por parte de los dirigentes iraquíes había habido disponibilidad. Al menos siempre me habían expresado que estaban dispuestos a dialogar. Pero sólo pedían una cosa: no humillen a los dirigentes, entonces podremos negociar sobre todo. Ni siquiera esto fue aceptado...
Sólo se esperaba el comienzo de la guerra...
Sí, vivíamos con la fatal expectación del primer bombardeo que llegó entre la noche del 19 al 20 de marzo y golpeó los edificios gubernamentales, golpeando también los centros de comunicaciones. Los teléfonos se apagaron inmediatamente, ya no había posibilidad de comunicación. Después comenzó la invasión también en el sur de Kuwait, donde, sí, se desplegaron las tropas de Sadam, pero la preponderancia de la acción militar desbordó todas las defensas desplegadas.
Usted, como nuncio, optó por quedarse para acompañar a la población. ¿Por qué esta elección y cómo pudo acompañar al pueblo?
Nosotros, como servicio diplomático de la Santa Sede, estamos en los distintos lugares por la paz, para garantizar la libertad de la Iglesia, para estar cerca de nuestros cristianos, para mostrar la solidaridad del Papa con todas estas Iglesias, ya sean minoritarias o mayoritarias. El Nuncio está allí para representar al Santo Padre. Juan Pablo II había mostrado repetidamente su cercanía al pueblo iraquí. A pesar de lo que se dijo en muchos países, no es cierto que todo el mundo estuviera en contra de Iraq, la Iglesia estaba en contra de la guerra y a favor del pueblo iraquí. Sobre otras cuestiones se podría discutir.
Ustedes se quedaron, entonces, por solidaridad...
Sí, estábamos allí para mostrar esta solidaridad. Y puedo decir que no sólo el nuncio, sino ni un solo sacerdote, ni un solo obispo, ni un solo religioso se fue: todos se quedaron. Muchas familias que podrían haber abandonado Bagdad, algunas buscaron la manera de salir, pero es comprensible cuando hay niños y ancianos. Pero la gente también se quedó, el éxodo de los cristianos comenzó más tarde. Así que también era necesario que el nuncio, que representa al Santo Padre, se quedara con los cristianos, los sacerdotes, los obispos. Esto siempre ha sido bien apreciado tanto por el pueblo iraquí como por las autoridades.
Autoridades que, al cabo de unos meses, perdieron el poder. Asistimos a la caída de Sadam Husein. Luego vinieron años muy difíciles con un enfrentamiento entre chiíes y suníes y la dificultad de encontrar un poder estable...
Sadam Husein era suní y la minoría islámica suní -una minoría considerable- ostentaba realmente el poder. Los chiíes no, de hecho habían sido conculcados especialmente en el centro-sur. Así que en el momento en que cayó el régimen de Sadam, lo primero fue que los chiíes se hicieron con el poder. Así que entre los aliados que avanzaban y derribaban el poder del régimen y los otros que no sabían cómo reaccionarían, reinaba la anarquía. Todos los días había ataques, no militares sino de quienes pretendían hacerse con el poder o aprovechar para robar. Fue una época de grandes incendios, de víctimas: sólo porque alguien pasaba con un coche se lo robaban... Había caos, no se sabía quién mandaba, los militares, la policía habían desaparecido, no había ningún tipo de autoridad que controlara. Todo el mundo se acuerda del saqueo de los ministerios, salvo uno que fue atendido inmediatamente: el del petróleo. Recuerdo bien cómo una de las cosas más terribles fue el saqueo de los museos, donde desaparecieron miles de obras de arte. Incluso los soldados estadounidenses se las llevaron y, de hecho, más tarde se encontraron en sus mochilas. También fue terrible el incendio de la enorme Biblioteca de Bagdad. Durante 2 ó 3 días llovieron cenizas sobre la ciudad. Fue un estrago inaceptable: golpear incluso las bibliotecas significaba golpear la historia, la vida de un pueblo, además de que toda la humanidad se vio privada de bienes de incalculable valor.
¿Qué consecuencias tuvo este periodo de guerra en la faz de la Iglesia y cómo se reflejan estas consecuencias en la Iglesia de hoy?
La Iglesia ha sufrido... Fue la primera en tener muchos mártires, muchos asesinatos, explosiones en las iglesias o delante de ellas. Nuestros fieles fueron de los primeros en ser atacados. Se perdieron muchas posesiones porque, como había anarquía, muchas casas de católicos y cristianos fueron ocupadas. Todo esto afectó naturalmente a las perspectivas de futuro: ¿qué tipo de régimen habría? ¿Qué tipo de gobierno podría establecerse? ¿Basándose en qué tipo de leyes, dado que muchas habían sido derogadas? Me refiero a las relativas a la libertad religiosa, los derechos civiles, el derecho de cada ciudadano a vivir en su propio país. Incluso cuando se intentaba imponer una ley, no se respetaba, los ataques eran continuos. Esto duró años. Isis fue la consecuencia de la anarquía, de problemas que no se habían resuelto, de una defensa indefinida. Todo esto dio lugar al surgimiento de bandas y grupos que minaban a la población. Toda la población, pero especialmente los cristianos que, en la zona del norte de Iraq, en la llanura de Nínive, en los pueblos del Kurdistán, se convirtieron en objeto de una caza despiadada junto con otras minorías de la zona.
En 2015 usted fue enviado por el Papa Francisco a Iraq para expresar su cercanía. Luego vino el viaje del Papa. ¿Cómo fue percibida la Iglesia?
La percepción de las autoridades, pero también de la gente corriente, era de un gran respeto por la Iglesia católica. Antes no existía esa percepción, nunca se mencionaba a la Iglesia Católica, los periódicos, las cadenas de televisión nunca decían nada. Recuerdo que la gente se quedó asombrada cuando, por primera vez, tras la caída de Sadam, pudieron comprar aparatos de televisión que antes eran imposibles de tener -llegaban millones de antenas parabólicas en enormes camiones- y la gente pudo darse cuenta de que hay un mundo fuera y una de las cosas que descubrieron, más o menos cuando murió Juan Pablo II, eran esas enormes colas de fieles que venían a rezar. Y la gente en Iraq decía: «¿Pero cómo? Siempre nos decían que no eran creyentes y ¿cómo es que esta gente reza?». Era la primera vez que tenían un impacto con una realidad distinta de la que les habían descrito. Y esto se mantuvo, es decir, el hecho de que básicamente la Iglesia defendía al pueblo iraquí. Siempre, incluso durante el régimen. No era una defensa contra Saddam Hussein, sino una defensa del pueblo, del derecho de un pueblo a tener su libertad, su dignidad, su expresión de fe. Esto continuó también con las acciones posteriores del Papa: cuando me envió en solidaridad con cientos de miles de cristianos que habían huido de la llanura de Nínive, se percibió como un signo de la cercanía del Papa y de la Iglesia. Fue muy importante porque la percepción del cristiano antes era la de un infiel, en cambio los cristianos fueron los únicos que mostraron una gran cercanía, no sólo moral sino también económica con el apoyo de Cáritas y otras ayudas.
¿Cómo fue el viaje del Papa Francisco a Iraq?
Sí. La visita del Papa respondía al deseo de Juan Pablo II en el año 2000 de ir a Iraq con motivo del Año Santo. Un deseo que se le había negado. Esto completó una expectativa y abrió puertas, empezando por el hecho de que el Papa entabló un diálogo con el mundo suní y también con el mundo chií, yendo a ver a Al-Sistani, demostró que el diálogo es posible. Son puertas que se han abierto y el comienzo de un largo camino.