(L’Osservatore Romano/InfoCatólica) En el periódico de la Santa Sede, L'Osservatore Romano, del cardenal Mauro Piacenza, Penitenciario Mayor de la Penitenciaría Apostólica publica una carta dirigida a los confesores con motivo de la Navidad
Les pide que «que haya horarios y luces encendidas en esa 'cabaña de Belén' que es el confesionario», único y verdadero «distribuidor» «de paz y santa alegría», pues todos necesitan este «combustible».
Una luz, la de la Navidad, que, «misteriosa pero verdaderamente, tiene todavía el poder de interpelar a los hombres, de hacerles enfrentarse al sentido de la vida», al don misterioso que es «la vida, por elección inimaginable de Dios, de presentarse a nosotros como un niño recién nacido indefenso, capaz de superar todo miedo, de abatir toda defensa contra el Dios-Amor, que se revela en Él».
Les anima «a ejercer de modo particularmente generoso el ministerio de la reconciliación», con la certeza de que, «a través de ella, ‘re- acontece' ese encuentro con Dios, personal y eclesial, que anhela el corazón de todo hombre».
Los centros penitenciarios, subraya el cardenal, están llamados a demostrar, siempre y de nuevo, que: «el poder de perdonar los pecados bajó a la tierra (cf. Mc 2,1-12)» en Jesús de Nazaret, y que Él mismo «transmitió este 'poder salvador' a su Iglesia, a los Apóstoles y a sus sucesores, para que los hombres pudieran experimentar verdaderamente la misericordia divina».
En el coloquio del sacramento de la reconciliación - observa Piacenza- los confesores no siempre encuentran hermanos «con una fe plenamente madura, una conciencia estructurada, una capacidad crítica de la propia condición moral real». No pocas veces el acercamiento a la confesión, señala el texto, «no va precedido de un adecuado examen de conciencia, y el análisis de la situación, tras las primeras palabras, se confía a la sensibilidad y capacidad mayéutica del confesor».
Sin embargo, el buen médico, explica el cardenal, «no es el que sabe curar las pequeñas patologías del 'enfermo sano'», sino el que tiene el valor de «afrontar incluso intervenciones mayores en pacientes pluripatológicos». Del mismo modo, el buen confesor «está llamado a afrontar las pluripatologías espirituales de nuestro tiempo». Van desde la «incertidumbre sobre la existencia misma de Dios, que no impide entrar en el confesionario», a la desorientación «sobre la especificidad del cristianismo respecto a cualquier otra tradición religiosa o cultural»; desde la dificultad «para confiar en la Iglesia, en este momento cruelmente herida y humillada por las faltas públicas de algunos de sus miembros», a la falta de «comprensión de la acción del mismo Cristo, resucitado y vivo, en la acción sacramental de su Cuerpo Místico»; desde la asunción de «criterios y mentalidad totalmente mundanos, en la valoración de la acción moral», hasta el «subjetivismo más radical», que tiene como única referencia «el propio placer o la propia opinión, a menudo alejados de las enseñanzas del Evangelio».
Y señala que, muchos cristianos continúan, «por una atracción que tiene en la fuerza del Espíritu Santo su única razón, acercándose al sacramento de la reconciliación, especialmente en este tiempo fuerte de Adviento y Navidad».
Aunque ciertamente, observa, «el breve coloquio de la confesión no puede ser el espacio adecuado para resolver las dudas y las carencias formativas de los penitentes», debe ser, sin embargo, «sabiamente utilizado no para alimentar dudas o confirmar el malestar-desorientación de nuestro tiempo, sino para dar certezas luminosas, la primera de las cuales debe ser la presencia misericordiosa del Señor en la vida de cada uno». De hecho, no es la lista de normas a seguir, «por necesaria y legítima que sea, la que tiene el poder de convertir», sino «el encanto de una propuesta clara, positiva, luminosa y coherente, convencida y convincente», de quien, aun con «sus propios rasgos humanos y las pocas expresiones permitidas en el diálogo sacramental», sólo tiene en el corazón «el encuentro salvífico del penitente con Cristo Salvador, haciendo de cada confesión un encuentro palpitante con Jesús, una 'chispa' que enciende, reenciende o reaviva la llama de la fe y así calienta el corazón».
La importancia del sacramento de la reconciliación, en el que se concede al confesor, en un solo acto, ejercer al mismo tiempo «la tria munera sacerdotali: docendi, enseñando la verdad revelada; sanctificandi, con la absolución sacramental; regendi, con indicaciones morales y de vida al penitente», debe encontrar «espacio adecuado, también en los diversos planes pastorales».
El cardenal reserva una atención especial a la formación: si la disminución general del número de sacerdotes «representa una dificultad objetiva, que su formación sea al menos cuidada y precisa; que sean al menos celosos en lo esencial».