(Aica/InfoCatólica) El Concilio Ecuménico Vaticano II constituye uno de los acontecimientos más significativos para la historia de la Iglesia del siglo XX y por eso el papa Francisco celebrará el 60º aniversario de su inicio con una celebración solemne este martes a las 17 (hora de Roma), también para dar comienzo oficial al año de preparación para el Jubileo 2025 dedicado a retomar y reflexionar las cuatro Constituciones Conciliares.
La celebración se enriquecerá con algunos signos particulares. En primer lugar, se leerán algunos pasajes del significativo discurso que San Juan XXIII pronunció en la apertura del Concilio, Gaudet Mater Ecclesia. Además, se proclamarán algunos textos, leídos por Emanuele Ruzza y Stefania Squarcia, de las cuatro Constituciones Conciliares: Dei Verbum, Sacrosanctum Concilium, Lumen gentium y Gaudium et spes.
Al final de estas lecturas, un grupo de obispos y sacerdotes ingresará a la Basílica de San Pedro en una procesión solemne, para conmemorar la procesión de obispos que abrió el Concilio hace 60 años.
Al final de la Sagrada Eucaristía, el papa Francisco encenderá las antorchas a algunos fieles, quienes pasarán la llama a los reunidos en la Basílica y les dará a todos el mandato de mantener viva la enseñanza del Concilio. Así, saliendo a la plaza de San Pedro, se recordará la procesión de antorchas que tuvo lugar la tarde del 11 de octubre de hace sesenta años, con el famoso «discurso de la luna» de Juan XXXIII, que finalizaba con la famosa invitación para llevar «la caricia del Papa» a los niños y a los enfermos.
La carta de la Secretaría General del Sínodo
La Secretaría General del Sínodo difundió además un mensaje en la víspera de este aniversario. El Sínodo «representa un fruto de aquella asamblea ecuménica, de hecho, una de sus «herencias más valiosas». El Sínodo de los obispos, de hecho, fue instituido por San Pablo VI al inicio del cuarto y último periodo del Concilio, atendiendo a las peticiones de muchos padres conciliares».
«La finalidad del Sínodo era y sigue siendo la de prolongar, en la vida y en la misión de la Iglesia, el estilo del Concilio Vaticano II, así como la de fomentar en el Pueblo de Dios la apropiación viva de sus enseñanzas, con la conciencia de que ese Concilio representó «la gran gracia de la que se ha beneficiado la Iglesia en el siglo XX», una tarea que dista mucho de estar agotada, dado que la recepción del magisterio del Concilio es un proceso continuo, en algunos aspectos todavía incipiente», dice la carta la Secretaría General del Sínodo.
El actual proceso sinodal sigue también la senda del Concilio: «Después de todo, «comunión, participación y misión» -los términos que el papa Francisco quiso incluir en el propio título del camino sinodal, convirtiéndolos en las palabras clave, por así decirlo- son palabras eminentemente conciliares. La Iglesia que estamos llamados a soñar y construir es una comunidad de mujeres y hombres unidos en comunión por la única fe, por el común Bautismo y por la misma Eucaristía, a imagen del Dios Trinidad: mujeres y hombres que juntos, en la diversidad de ministerios y carismas recibidos, participan activamente en la instauración del Reino de Dios, con el afán misionero de llevar a todos el testimonio gozoso de Cristo, único Salvador del mundo».
La apertura
El Concilio Vaticano II se inauguró, por lo tanto, el 11 de octubre de 1962. Aquel día, más de tres mil participantes desfilaron en la Plaza de San Pedro, entre ellos cardenales, arzobispos, obispos y superiores de familias religiosas. Venían de todo el mundo y representaban a todos los pueblos de la tierra. La Basílica vaticana se había transformado en el Aula Conciliar. Entre estos espacios y momentos de gran intensidad, resonaron las palabras del Papa Juan XXIII en la solemne apertura: «Las gravísimas situaciones y problemas que la humanidad debe afrontar no cambian; de hecho -decía el papa Roncalli en su discurso en latín- Cristo ocupa siempre el lugar central en la historia y en la vida».
«Cada vez que se celebran, los Concilios Ecuménicos proclaman de forma solemne esta correspondencia con Cristo y con su Iglesia e irradian por doquier la luz de la verdad, señalando el camino correcto». «En cuanto al tiempo presente -subrayaba Juan XXIII- la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia antes que tomar las armas del rigor; piensa que debemos responder a las necesidades actuales exponiendo más claramente el valor de su enseñanza en lugar de condenando. La Iglesia es la Madre amorosa de todos. El Concilio, mediante las oportunas actualizaciones, da un salto adelante en el compromiso apostólico de presentar el mensaje del Evangelio a todos los hombres».
El «discurso de la Luna»
Otro momento grabado en la historia de aquella jornada inaugural del Concilio Vaticano II es el saludo, esa misma noche, que Juan XXIII dirigió a los fieles aglomerados en la Plaza de San Pedro. Palabras dialogadas espontáneamente, que pasaron a la historia como «el discurso de la Luna». La multitud entre las luces de más de cien mil antorchas es una escena que conmueve al pontífice, que decide asomarse a la ventana. Les dice a sus colaboradores más cercanos que sólo impartirá una bendición. Pero entonces, en ese momento excepcional de la vida de la Iglesia, pronuncia un discurso improvisado que toca el corazón de todos.
«Queridos hijos, oigo sus voces. La mía no es más que una voz, pero resume la voz de todo el mundo; el mundo entero está representado aquí. Se diría que hasta la luna se ha precipitado esta noche –¡obsérvenla en lo alto!– para ver este espectáculo».
«Esta mañana –continúa explicando el papa Roncalli– ha sido un espectáculo que ni siquiera la Basílica de San Pedro, que tiene cuatro siglos de historia, jamás ha podido contemplar». Entonces, se hicieron eco esas otras palabras que quedarán impresas para siempre.
«Al volver a casa, encontrarán a los niños; den una caricia a sus hijos y díganles: ésta es la caricia del Papa. Encontrarán algunas lágrimas para enjugar. Hagan algo, digan una buena palabra. El Papa está con nosotros especialmente en las horas de la tristeza y de la amargura».