(Aica/InfoCatòlica) El lago llamado Wakamne («Lago de Dios») por los Nakota Sioux y «Lago del Espíritu» por el pueblo Cree, es famoso por sus aguas curativas y por su significado espiritual tanto para los católicos como para los pueblos indígenas en Canadá y el noroeste de los Estados Unidos.
La peregrinación, dedicada a la madre de María, es uno de los encuentros espirituales más importantes para las fieles de América del Norte y el Santo Padre, el pasado mes de abril en el Vaticano, al recibir a las delegaciones de los pueblos indígenas, les había expresado claramente su deseo de estar con ellos en esta ocasión.
Antes de la Liturgia de la Palabra, Francisco se acercó a las orillas del Lago de Santa Ana para rezar en silencio y bendecir a los que estaban allí con él.
El pontífice celebró la Liturgia de la Palabra en el Lago de Santa Ana y durante la homilía subrayó que durante estos días en Edmonton le llamaron la atención «el sonido de los tambores que me han acompañado allí donde he ido. Este latido de los tambores me parecía el eco del latido de muchos corazones».
Según el Santo Padre, en este «lago de Dios» se puede sentir «el latido coral de un pueblo peregrino, de generaciones que se han puesto en camino hacia el Señor para experimentar su obra de sanación». En este lago, Francisco cree que hay otro latido que se puede escuchar: «El latido materno de la tierra». El silencio del lago ayuda a todos los peregrinos a «volver a las fuentes de la fe e imaginar a Jesús, que desarrolló gran parte de su ministerio precisamente a la orilla de un lago, el Lago de Galilea».
«En sus orillas se encontraban pescadores y publicanos, centuriones y esclavos, fariseos y pobres, hombres y mujeres de las más variadas proveniencias y extracciones sociales. Allí, precisamente allí, Jesús predicó el Reino de Dios. No a gente religiosa seleccionada, sino a pueblos distintos que, como hoy, acudían de varias partes, acogiendo a todos y en un teatro natural como este», afirmó el pontífice.
Aquel lago de Galilea fue la sede del mensaje de Jesús, un «inaudito anuncio de fraternidad» y en las orillas de este lago de Santa Ana, «el sonido de los tambores que atraviesa los siglos y une gentes distintas, nos lleva a aquel entonces» y nos recuerda que la «fraternidad es verdadera si une a los que están distanciados, que el mensaje de unidad que el cielo envía a la tierra no teme las diferencias y nos invita a la comunión, a volver a comenzar juntos, porque todos somos peregrinos en camino».
Sanar las heridas
En la festividad de San Joaquín y Santa Ana, abuelos de Jesús, Francisco volvió a reflexionar sobre ellos: «Queridas abuelas, sus corazones son fuentes de las que surge el agua viva de la fe, con la que han apagado la sed de hijos y nietos».
En este lago de Santa Ana, el Papa pidió traer «nuestra aridez y nuestras dificultades, los traumas de la violencia padecida por nuestros hermanos y hermanas indígenas. En este lugar bendito, donde reinan la armonía y la paz, te presentamos las disonancias de nuestra historia, los terribles efectos de la colonización, el dolor imborrable de tantas familias, abuelos y niños. Ayúdanos a sanar nuestras heridas».
El Papa aprovechó este encuentro en el Lago de Santa Ana para alabar también el trabajo de los misioneros «auténticamente evangelizadores»: «En Canadá, esta «inculturación materna» que se realizó por obra de santa Ana, unió la belleza de las tradiciones indígenas y de la fe, y las plasmó con la sabiduría de una abuela, que es dos veces mamá. También la Iglesia es mujer, es madre. De hecho, nunca hubo un momento en su historia en que la fe no haya sido transmitida, en lengua materna, por las madres y por las abuelas».
«Hoy todos nosotros, como Iglesia, necesitamos sanación, ser sanados de la tentación de encerrarnos en nosotros mismos, de elegir la defensa de la institución antes que la búsqueda de la verdad, de preferir el poder mundano al servicio evangélico. Ayudémonos, queridos hermanos y hermanas, a contribuir para edificar con el auxilio de Dios una Iglesia madre como Él quiere: capaz de abrazar a cada hijo e hija; abierta a todos y que hable a cada uno; que no vaya contra nadie, sino al encuentro de todos», dijo el Papa.
Escuchar el grito de los últimos
Francisco continuó su discurso subrayando que «es necesario mirar más a las periferias y ponerse a la escucha del grito de los últimos […] es el grito de los ancianos que corren el peligro de morir solos en casa o abandonados en una estructura, o de los enfermos incómodos a los que, en vez de afecto, se les suministra la muerte».
«A veces, el mejor modo para ayudar a otra persona no es darle enseguida lo que quiere, sino acompañarla, invitarla a amar, a donarse. Porque es así, a través del bien que podrá hacer por los demás, que descubrirá sus ríos de agua viva, que descubrirá el tesoro único y valioso que es él mismo», afirmó el Papa.
El Papa finalizó su discurso refiriéndose en particular a los indígenas: «He venido como peregrino también para decirles lo valiosos que son para mí y para la Iglesia. Deseo que la Iglesia esté entretejida con ustedes, con la misma fuerza y unión que tienen los hilos de esas franjas coloreadas que tantos de ustedes llevan. Que el Señor nos ayude a ir hacia delante en el proceso de sanación, hacia un futuro cada vez más saludable y renovado. Creo que sería también el deseo de sus abuelas y de sus abuelos»