(Guillermo Altarriba, Guadalupe Belmonte /ACdP) Antes de las enseñanzas de Confucio, Sócrates o Jesús de Nazaret, el mundo era distinto, más brutal, violento e indiferente. El catedrático de Historia Medieval Alejandro Rodríguez de la Peña (Madrid, 1972) defiende esta tesis en Compasión. Una historia, una investigación publicada por CEU Ediciones que explora los orígenes -y retos futuros- de este comportamiento.
Con ocasión de la obra, ganadora del Premio CEU Ángel Herrera a la mejor labor de investigación en el área de Humanidades y Ciencias Sociales, Rodríguez de la Peña ha sido entrevistado en El Efecto Avestruz en el que habló sobre empatía, crueldad y las consecuencias de banalizar la compasión
Ha escrito una «historia de la compasión», lo que implica fijar un origen: ¿a la humanidad no nos sale de forma natural ser compasivos?
Aquí está el tema. Cuando uno ve los sentimientos humanos hacia los hijos, los amigos o los miembros de mi tribu -como la amistad, la fraternidad o la empatía-, puede dar por hecho que son propios del género humano, del hombre en estado de naturaleza. No obstante, si uno estudia la historia de las civilizaciones descubre que la actitud normal y casi unánime en culturas primitivas o civilizadas hacia quienes no forman parte del propio círculo es la depredación y la opresión, o -como mínimo- una indiferencia absoluta hacia su sufrimiento.
¿La compasión verdadera es con el extraño?
Claro. Desde un punto de vista de historia de la ética, no estamos ante un hecho biológico o una mera reacción empática, sino ante una ética en la cual se interioriza el sufrimiento del otro, del extraño. Interiorizar el dolor de quienes no forman parte de mi grupo como parte de mi vivencia es algo aprendido. Y yo en el libro defiendo que es, sobre todo, fruto de una serie de doctrinas de origen religioso.
Habla ud. de unos «padres fundadores» de la compasión, ¿quiénes son?
Son una serie de figuras que coinciden en el tiempo, en lo que el filósofo Karl Jaspers bautizó como «Era Axial». Son personas como los profetas del antiguo Israel, Sócrates en Grecia, Buda y Mahavira en la India, Confucio y Mozi en China… y culmina de nuevo en Israel con Jesús de Nazaret. Sus enseñanzas religiosas provocaron una mutación en sociedades donde el culto a la divinidad se ordenaba -en muchas ocasiones- en base a sacrificios sangrientos de personas y animales.
¿Sin estos pensadores no se habría extendido la ética de la compasión?
Probablemente no, porque observamos que en las civilizaciones donde no surgieron estos individuos tampoco se desarrolla una ética compasiva. Hay sociedades muy avanzadas en las que no se llega a producir en ningún momento esta mutación. Ellos hicieron ver a sus coetáneos que un culto a la divinidad verdaderamente espiritual y pleno debe aunarse con un sentimiento de benevolencia o amor hacia el prójimo.
Amor hacia el prójimo… ¿y también hacia el enemigo?
Esta es la aportación original de Jesús de Nazaret, un máximo ético que ninguna religión o profeta ha afirmado nunca. El amor al enemigo es algo nuevo en la historia de la Humanidad, porque la «regla de oro» -trata a los demás como quieras ser tratado- se había formulado antes, pero nunca había incluido al enemigo. Jesús es un unicum.
¿Cómo pasamos de unos pocos filósofos y maestros espirituales a que toda una civilización adopte el ideal de la compasión?
Yo defiendo que es necesaria una forma de vida religiosa para que la compasión llegue a la gente sencilla. Encontramos ejemplos de contextos donde individuos aislados formulan éticas de compasión pero la sociedad sigue embrutecida: es el caso de las crucifixiones públicas o las ejecuciones en el Circo romano, espectáculos atroces que la gente pagaba por ver. No obstante, casos como el budismo, con sus «peros», o la civilización cristiana occidental sí alumbraron estructuras sociales cuyo discurso se articulaba en torno a una idea de compasión.
Saltemos al presente. Si la religión es, como defiende, la base de la compasión, ¿qué ocurre en una sociedad secular como la nuestra?
Lo que está ocurriendo es un abuso de la compasión, una banalización similar a aquella «banalización del mal» de la que habla Hannah Arendt. Frente a los excesos de crueldad que vivimos en el siglo XX -mostrados con todo su horror en el Holocausto nazi o los gulags soviéticos-, Occidente atraviesa una reacción híper-compasiva, que tuvo frutos buenos como los movimientos por los derechos humanos y el fin de la discriminación racial.
¿Y de ahí llegamos al abuso?
De un principio genuinamente ético, llegamos -a partir de los años 60- a un discurso de la víctima, que pone al mismo nivel el sufrimiento extremo de víctimas indudables que sufren verdaderos abismos de crueldad o explotación con episodios absolutamente banales. Se ha convertido la compasión en un artículo de masas, y su abuso produce una reacción cada vez mayor de indiferencia. Es peligroso: veo que está surgiendo cierto extremismo anticompasivo como reacción a este abuso.
¿Ve esperanza en el futuro?
Se ha dicho que el siglo XXI será religioso o no será. La compasión secularizada tiene unos límites. Cae enseguida en la banalización porque pierde el referente básico, la visión del ser humano como criatura de Dios: esto es, irrepetible y dueño de una dignidad singular. Yo defiendo que si queremos un siglo XXI compasivo la única manera es recuperar su semilla, su fuente de energía, que es la espiritualidad.