(Vatican.news/Ecclesia/InfoCatólica) Alepo ha sido una de las regiones más afectadas por la guerra de Siria. Más de 3 millones de personas se han marchado al extranjero para buscar un futuro mejor. La guerra dejará durante años profundas huellas, visibles y de otro tipo, en el corazón de la capital que da nombre a la región.
La fraternidad, antídoto contra la destrucción de la guerra
El drama se vive principalmente en la ciudad vieja, o al menos en lo que queda de ella. El distrito, reconocido como Patrimonio Mundial de la Unesco, ya no existe. De hecho, la ciudad vieja ha sido objeto de fuego por parte de los distintos bandos en conflicto. No se ha reconstruido nada. Los escombros siguen allí, apilados a los lados de la carretera para permitir el tráfico. Las estrechas calles del casco antiguo se han convertido en caminos bordeados de montones de piedras y todo tipo de basura: plásticos, latas… La condición de los habitantes de Alepo es tal que lo que sin duda cuenta hoy es la ayuda mutua, la fraternidad. Entre cristianos, entre cristianos y musulmanes, simplemente entre personas. La limpieza de la ciudad y de los campos circundantes puede esperar, por desgracia.
El testimonio del padre Hugo Fabián Alvániz
En el barrio más pobre de Alepo, que durante el asedio era la zona roja de la que nadie podía entrar ni salir por los puestos de control y los francotiradores apostados en los edificios cercanos, vive desde hace cuatro años un sacerdote argentino. Se llama Hugo Fabián Alvániz, ha reconstruido su iglesia y está ampliando poco a poco su parroquia. Ciertamente, el padre Hugo no tiene delirios de grandeza, pero ayuda a tantas familias que expandirse es una necesidad. Todos los días, en el sótano reformado de la parroquia, una comunidad de voluntarios acoge a los niños para darles clases particulares. Hay talleres de costura, de cocina y todo tipo de actividades útiles para las 1.200 familias a las que la parroquia de este sacerdote ayuda cada día.
Pequeños «milagros» diarios
En el taller de cocina, en particular, se preparan comidas calientes que también se entregan en sus hogares. La escuela de sastrería, en cambio, hace que la ropa sea reutilizable. No se desperdicia nada. ¿Cómo lo haces con tan poco? Es casi un milagro diario. Hace cuatro años, cuando empezó, el padre Hugo cuidaba de 24 niños. Hoy hay más de 500. «Gracias al boca a boca, las familias saben que estamos aquí», dice. La parroquia también acoge a los sordos y a los hipoacúsicos, y es un hervidero de actividad desde la mañana hasta la noche, un verdadero lugar de vida y de fe.