(Aica/InfoCatólica) Monseñor Silva se refiere a la situación que enfrenta el país, centrando su reflexión en la desigualdad y la carencia de diálogo político como causas fundamentales y reconoce también que los discípulos de Jesús no han sabido ser testigos y profetas coherentes de un Cristo que ya derrotó el pecado y la muerte.
Editorial
Todos nos preguntamos, con más o menos angustia, qué nos pasa, porque en estos días ¡Chile nos duele!
Mal nos queda ser como aquellos falsos profetas del tiempo de Jeremías que afirmaban que todo estaba bien, cuando todo estaba mal: «Curaron a la ligera la enfermedad de mi pueblo al anunciarle: «Todo va bien, todo va bien», cuando nada iba bien».
La violencia, los saqueos, los incendios y el maltrato a las personas alcanzan niveles que, por lo intenso y masivo, no habíamos visto antes. Por otro lado, también somos testigos de una gran cantidad de gente que protesta de modo pacífico, incluso oponiéndose a quienes causan destrozos, saquean y maltratan a carabineros y militares, enviados a resguardar el orden público y los bienes de los ciudadanos.
¿Qué nos pasa?
Sin duda que los 30 pesos en que subiría el boleto del subterráneo no explica por sí mismo el nivel de violencia. Eso fue sólo la gota que rebasó el vaso.
Desde nuestra misión evangelizadora y profética de anuncio del Reino de Dios y de denuncia de aquello que va en contra de él, en diciembre del año 2005, los obispos de la Conferencia Episcopal de Chile denunciábamos las escandalosas desigualdades al interior de nuestro país y pocos años después proponíamos la discusión sobre el salario ético.
Más recientemente como Conferencia Episcopal, percibíamos signos de inequidad preocupantes que, entre otras causas, incubaban el descontento social que hoy ha explotado con fuerza inusitada. En la carta pastoral: «Chile, un hogar para todos», del 4 de Octubre del año 2017, decíamos que «el clasismo, el desempleo, particularmente el juvenil, la precariedad laboral por falta de cumplimiento de las leyes sociales, los bajos sueldos de los trabajadores y las bajísimas pensiones producen mucha frustración y rabia que generan violencia. En el otro extremo, existen grupos que, por su posición social y su dinero, ejercen un poder real defendiendo sus intereses, a veces abusivamente vulnerando la ética y también infringiendo las leyes para sacar mayores dividendos particulares y, como consecuencia, manteniendo las desigualdades. A esto se agregan los problemas que se han presentado en el sindicalismo chileno y la incapacidad de los movimientos de los trabajadores para cambiar circunstancias de por sí injustas».
El reconocido y creciente contexto de bienestar en Chile (a veces llamado «modernización capitalista») es para algunos y no para todos, y los pobres no pueden esperar. Es, por tanto, hora de mirar con verdad, a rostro descubierto, nuestra riqueza y nuestros éxitos, nuestra pobreza y nuestros fracasos, para descubrir –quizás con asombro– la mínima extensión de los primeros y la máxima ramificación de los segundos. Es que «la cantidad de «Chiles» que existen en nuestra patria es un dilema no resuelto».
Basados en el Evangelio hemos dejado claro que cualquier medio no sirve para conseguir los fines, aunque sean buenos. Por esto como Conferencia Episcopal, condenamos decididamente todo tipo de violencia, porque daña nuestra convivencia y empeora aún más la amistad cívica y la paz social, fundamentales para construir acuerdos en razón del bien común y con la participación de la mayoría.
¿Qué nos pasa?
Sin duda que la violencia y la intolerancia de algunos frente a una gran mayoría que quiere la paz social saca a la luz la carencia de un diálogo político y social conducido con altura de miras. Para esto se requiere de la «amistad cívica», que no tiene otro fundamento que el bien común en razón del proyecto–país.
Para esto hay que escuchar (¡en un muro se leía: «Era necesario quemarlo todo para ser escuchados»!) y empatizar con los sufrimientos y desigualdades cotidianas y abusivas instaladas en la sociedad chilena. Corresponde que los actores políticos y sociales, de una vez por todas, dejen de lado intereses particulares para centrarse en quién realmente importa: ¡la persona! Sobre todo las personas más vulnerables en lo social y económico.
Este diálogo social y mayoritario centrado en las personas tiene que tomar en cuenta los modos de convivir y habitar la casa o país de todos, para embarcarnos en la construcción de una sociedad que todos podamos sentir como propia y que todos nos comprometamos a cuidar como nuestro más preciado bien común. No lo podremos hacer sin un mínimo piso de «amistad cívica», que incluye el respeto por la dignidad del otro y que se funda en el bien común. De aquí la necesidad de escuchar a todos para trabajar proyectos consensuados en que la mayoría nos reconozcamos.
¿Qué nos pasa?
Creo que estamos ante una profunda crisis del «ser–persona» y de las instituciones del país a cargo de la regulación y sostenimiento de la sociedad en todos los campos, incluyendo el espiritual.
Me parece que la extensión y gravedad de esta crisis antropológica, que está en el trasfondo de la crisis política, social y ética, entre otras, se explica por el deshacimiento del «ser–persona», es decir, de aquello que nos hace tal: «Estrictamente hablando, sólo llega a ser persona el ser humano que, emergiendo del mar de los deseos y ordenándolos por medio de su libre voluntad, se hace capaz de abrirse hacia los otros, realizando con ellos una vida cargada de sentido». Es, por tanto, esencial a la persona «la experiencia de la segunda persona. El tú, y en él el nosotros, que preceden al yo, o al menos lo acompañan»; la persona, pues, «no existe sino hacia los otros, no se conoce sino por los otros, no se encuentra sino en los otros. Las otras personas no la limitan, la hacen ser y desarrollarse. Casi se podría decir que solo existo en la medida que existo para otros, y en última instancia ser es amar».
En su defecto, aparece un individualismo exacerbado, es decir, un «sistema de costumbres, de sentimientos, de ideas y de instituciones que organiza el individuo sobre actitudes de aislamiento y de defensa», que los grupos de poder no hacen más que revelar y acentuar. Los intereses de individuos y grupos predominan lamentablemente por sobre las personas, no sólo atropellando sus derechos, sino también en relación a sus deberes, y ciertamente por sobre el bien común del país.
No es posible pensar en una sociedad de personas íntegras, respetuosas de los demás, solícitas frente al sufrimiento de los más postergados cuando la educación no apunta a la construcción del ser–persona con valores y orientando el sentido de la vida humana; cuando la fe y la espiritualidad se relegan al ámbito de lo individual, sin ninguna consecuencia social; cuando varios actores políticos y sociales se perciben más preocupados del poder que del servicio, pues «como en otros lugares del mundo, la actividad política está hoy, por desgracia, desprestigiada».
¿Qué nos pasa?
También pasa lo que nos pasa, porque los discípulos de Jesús no hemos sabido ser testigos y profetas coherentes de un Cristo que ya derrotó el pecado y la muerte. De aquí que los cristianos en Chile y la Iglesia católica en particular, precisamente por nuestros pecados y delitos, estemos llamados a buscar una mayor centralidad en Jesucristo que tenga realmente consecuencias sociales y políticas, porque la fe que no convierte la vida ni hace mejor la sociedad es fe débil o muerta. La fe, en definitiva, es certeza absoluta en la resurrección de Jesús y, por lo mismo, que la maldad, el egoísmo, la intolerancia, el individualismo y todas las muertes que nos acechan se pueden vencer.
Los cristianos somos los primeros llamados a erradicar la violencia, reconocer y respetar la dignidad de toda persona y hacer de Chile un hogar para todos, donde «hay momentos mejores y otros que preferiríamos no vivir nunca, o que jamás se repitan».
Va a depender de nosotros. Pero de la capacidad de educar personas en el amor y para amar, porque el ser humano «no puede vivir sin amor. Permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no le es revelado el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y no lo hace propio, si no participa en él vivamente». Sólo así viviremos en sociedad (como «socios»), respetando los derechos de todos, cumpliendo nuestros deberes, y procurando sostenidamente el bienestar integral de los más desfavorecidos.