(NCR/InfoCatólica) «En la raíz de la quiebra de Occidente hay una crisis cultural e identitaria. Occidente ya no sabe quién es, porque ya no sabe ni quiere saber qué lo ha configurado, qué lo ha constituido tal y como ha sido y tal y como es. Hoy muchos países ignoran su historia. Esta autoasfixia conduce de forma natural a una decadencia que abre el camino a nuevas civilizaciones bárbaras».
Esta afirmación del cardenal Robert Sarah resume el propósito de «Se hace tarde y anochece», tercer libro de entrevistas con Nicolas Diat, la profunda crisis espiritual, moral y política del mundo contemporáneo: crisis de la fe y de la Iglesia, declive de Occidente, traición de sus élites, relativismo moral, globalización sin límites, capitalismo desenfrenado, nuevas ideologías, agotamiento político, entre otros. Tras tomar conciencia de la gravedad de la crisis, el cardenal propone los medios para evitar el infierno de un mundo sin Dios, sin el hombre y sin esperanza.
El cardenal ha concedido la siguiente entrevista a Edward Pentin, corresponsal en Roma del National Catholic Register:
¿Cuál es la primera preocupación que quiere transmitir a los lectores en su libro?
Que no se malinterprete este libro. No desarrollo tesis personales ni una investigación académica. Este libro es un grito de mi corazón como sacerdote y pastor.
Sufro tanto al ver la Iglesia desfigurada y confusa. Sufro tanto al ver el Evangelio y la doctrina católica menospreciadas, la Eucaristía ignorada o profanada. Sufro tanto al ver sacerdotes abandonados, desanimados y (viendo a aquellos) cuya fe se ha vuelto tibia.
El declive de la fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía está en el centro de la actual crisis de la Iglesia y su debilitamiento, especialmente en Occidente. Nosotros los obispos, sacerdotes y laicos somos todos responsables todos de esta crisis de fe, la crisis de la Iglesia, la sacerdotal y la descristianización de Occidente. George Bernanos escribió antes de la guerra: «Nosotros repetimos constantemente con lágrimas de impotencia, de pereza u orgullo, que el mundo se está descristianizando. Pero el mundo no ha recibido a Cristo, non pro mundo rogo, somos nosotros los que lo recibimos, es de nuestros corazones de los que Dios se retira; somos nosotros los que nos descristianizamos a nosotros mismos, ¡miserables!» (Nous Autres, Français, in Scandale de la Verité, Points/Seuil. 1984).
Yo quería abrir mi corazón y compartir una certeza: la profunda crisis que la Iglesia está experimentando en el mundo y especialmente en Occidente es el fruto de olvidar a Dios. Si nuestra primera preocupación no es Dios, entonces todo lo demás falla. En la raíz de todas las crisis antropológicas, políticas, sociales, culturales, geopolíticas está el olvidar la primacía de Dios. Como el Papa Benedicto XVI dijo durante su encuentro con el mundo de la cultura en el Colegio de los Bernardinos el 12 de septiembre de 2008: « ‘Quaerere Deum’, ‘la búsqueda de Dios’, el hecho de estar atento a la realidad esencial de Dios es el eje central sobre el cual toda civilización y cultura se construye. Lo que constituye la base de la cultura europea, la búsqueda de Dios y la disponibilidad para permitir que Él nos encuentre, todavía sigue siendo hoy el fundamento de toda verdadera cultura y la indispensable condición para la supervivencia de nuestra humanidad. Porque el rechazo de Dios o una total indiferencia hacia él es fatal para el hombre».
He intentado mostrar en este libro que la raíz común de todas las crisis actuales se encuentra en este ateísmo fluido que, sin negar a Dios, vive en la práctica como si no existiera.
En la conclusión de mi libro, hablo de este veneno del cual somos todos víctimas: el ateísmo líquido. Lo infiltra todo, incluso nuestros discursos como clérigos. Consiste en admitir, junto con la fe, modos de vivir o de pensar radicalmente paganos y mundanos. ¡Y nosotros nos quedamos tan satisfechos con esta cohabitación antinatural! ¡Esto muestra que nuestra fe se ha convertido en líquida e inconsistente! Lo primero que debemos reformar son nuestros corazones. No debemos hacer pactos con las mentiras nunca más. La fe es a la vez el tesoro que queremos defender y la fuerza que nos permite defenderla.
Este movimiento que consiste en «dejar a Dios a un lado» haciendo de Él una realidad secundaria, ha tocado el corazón de muchos sacerdotes y obispos.
Dios no ocupa el centro de sus vidas, pensamientos y acciones. La vida de oración ya no es lo más importante. Estoy convencido de que los sacerdotes deben proclamar la centralidad de Dios a través de su propia vida. Una Iglesia en la que el sacerdote no transmite el mensaje es una Iglesia que está enferma. La vida de un sacerdote debe proclamar al mundo que «solo Dios basta», que la oración, es decir, esta relación personal e íntima, es el centro de su vida. Esta es la razón profunda del celibato sacerdotal.
El olvido de Dios encuentra su primera y más seria manifestación en el modo secular de la vida de los sacerdotes. Son los primeros que deben transmitir el Evangelio. Si sus vidas personales no lo reflejan, entonces el ateísmo practico se extenderá a través de la Iglesia en la sociedad.
Creo que estamos en un punto de inflexión en la historia de la Iglesia. Sí, la Iglesia necesita una reforma profunda y radical que debe empezar con una reforma de la forma de ser y de vivir de los sacerdotes. La Iglesia es santa por sí misma. Pero nuestros pecados y nuestras preocupaciones mundanas impiden que esta santidad brille.
Es hora de desprendernos de todas las cargas y finalmente dejar que la Iglesia aparezca como Dios la formó. A veces se cree que la historia de la Iglesia está marcada por las reformas estructurales. Estoy seguro de que son los santos los que cambian la historia. Después siguen las estructuras que sólo perpetúan la acción de los santos.
El concepto de esperanza es un elemento fundamental del trabajo que hace usted, a pesar del sombrío título de su libro y las alarmantes observaciones que hace acerca del estado de la civilización occidental. ¿Aún ve razones para la esperanza en nuestro mundo?
El título es sombrío, pero es realista. Verdaderamente vemos que toda la sociedad occidental se derrumba. En 1978, el filósofo John Senior publicó el libro «La muerte de la cultura cristiana». Como los romanos del siglo IV, vemos a los bárbaros tomar el poder. Pero en este momento, los bárbaros no vienen de fuera para atacar las ciudades. Los bárbaros están dentro. Son los individuos que rechazan su propia naturaleza humana, que se avergüenzan de ser criaturas limitadas, que quieren pensar en sí mismos como demiurgos sin padres y sin herencia. Esa es la barbarie real. Por el contrario, el hombre civilizado está orgulloso y feliz de ser un heredero.
Convencimos a nuestros contemporáneos que para ser libres, no debemos depender de nadie. Esto es un error trágico. Los occidentales están convencidos de que recibir es contrario a la dignidad de la persona. Sin embargo, el hombre civilizado es fundamentalmente un heredero; él recibió una historia, una religión, un idioma, una cultura, un nombre, una familia.
El rechazo a unirse a una red de dependencia, de herencia y de filiación nos condena a entrar en la mera jungla de la competición de una economía autosuficiente. Porque rehúsa aceptarse a sí mismo como heredero, el hombre se condena a sí mismo al infierno de la globalización liberal, donde los intereses individuales chocan entre sí sin ninguna otra ley que la del beneficio a toda costa.
Sin embargo, el título del libro también contiene la luz de la esperanza porque está tomado de la petición de los discípulos de Emaús en el Evangelio de Lucas: «Quédate con nosotros, Señor, que la tarde está cayendo» (Lc 24, 29). Sabemos que Jesús finalmente se manifestará.
Nuestra primera razón para la esperanza es, por lo tanto, Dios mismo. ¡Él nunca nos abandonará! Nosotros creemos firmemente en su promesa. Las puertas del infierno no prevalecerán contra la Santa Iglesia católica. Ella siempre será el Arca de la Salvación. Siempre habrá suficiente luz para el que busca la verdad con un corazón puro.
Incluso cuando todo parece estar en proceso de ser destruido, vemos la semilla luminosa del renacimiento emergiendo. Me gustaría mencionar a los santos escondidos que llevan adelante a la Iglesia, en particular, a los fieles religiosos que ponen a Dios en el centro de sus vidas cada día. Los monasterios son islas de esperanza. Parece que la vitalidad de la Iglesia se ha refugiado allí como si fueran oasis en medio del desierto, pero también las familias católicas que viven concretamente el Evangelio de la vida, mientras que el mundo los desprecia.
Los padres cristianos son los héroes ocultos de nuestro tiempo, los mártires de nuestro siglo. Finalmente, quiero homenajear a tantos fieles y sacerdotes anónimos que han hecho del sacrificio del altar el centro y el significado de sus vidas. Ofreciendo el santo sacrificio de la misa diariamente con reverencia y amor, ellos son los que llevan la Iglesia sin saberlo.
¿Cómo complementa este libro a sus dos previos volúmenes «Dios o nada» y «El poder del silencio»? ¿Qué añade éste a los otros dos?
En «Dios o nada» quería agradecer a Dios por su intervención en mi vida. Mediante este libro me gustaría conseguir colocar a Dios en el centro de nuestras vidas, en el centro de nuestros pensamientos y nuestras acciones, el único lugar que Él debe ocupar, para que nuestro camino cristiano pueda gira en torno a esta Roca sobre la cual todo hombre se construye sí mismo, se estructura hasta que alcance al «Hombre perfecto a la medida de Cristo en su plenitud» (cfr. Efesios 4,13).
«El poder del silencio» es como una confidencia espiritual. No podemos unirnos a Dios; solo podemos permanecer en Él en silencio.
Este último libro es una síntesis. Yo intento describir claramente la situación actual y sus raíces. Este libro indica las graves consecuencias humanas y espirituales que se producen cuando el hombre abandona a Dios. Pero al mismo tiempo, «se hace tarde y anochece» asevera que Dios no abandona el hombre, incluso cuando éste se esconde detrás de los arbustos en su jardín, Adán. Dios va en su búsqueda y lo encuentra, por eso vemos un atisbo de esperanza para el futuro.
En los años recientes, la Iglesia ha sufrido muchas controversias relacionadas con el cuestionamiento, según algunos, de la enseñanza moral de la Iglesia por líderes de la misma, como por ejemplo en Amoris Laetitia, ignorando el magisterio de Juan Pablo II (que el Instituto Pontificio Juan Pablo II ha modificado recientemente de forma clara), los esfuerzos por minar la Humanae Vitae y la revisión de la pena de muerte por nombrar unos cuantos. ¿Por qué está ocurriendo todo esto y deberían los fieles estar preocupados?
Nos estamos enfrentando a una cacofonía real de obispos y sacerdotes. Todo el mundo quiere imponer su opinión personal como si fuera la verdad. Pero solo hay una verdad: Cristo y su enseñanza. ¿Cómo podría cambiar la doctrina de la Iglesia? El Evangelio no cambia. Es todavía el mismo. Nuestra unidad no se puede construir sobre opiniones mundanas.
La Carta a los Hebreos dice: «Jesucristo es el mismo ayer y hoy, y lo será para siempre. No se dejen extraviar por cualquier clase de doctrinas extrañas. Lo mejor es fortalecer el corazón con la gracia, no con alimentos que de nada aprovechan a quienes los comen» (Hb 13, 8-9), debido a «mi doctrina» dice Jesús. «Mi enseñanza no es mía, sino de Aquel que me envió» (Jn 7, 16). Dios mismo nos repite a menudo: «No quebrantaré mi alianza, ni cambiaré lo que salió de mis labios. Una vez juré por mi santidad» (Sal 89, 35-36).
Alguna gente usa Amoris Laetitia para oponerse a las grandes enseñanzas de Juan Pablo II. Están equivocados. Lo que era cierto ayer también lo es hoy. Debemos mantenernos firmes en lo que Benedicto XVI llamó la hermenéutica de la continuidad. La unidad de la fe implica la unidad del magisterio en el espacio y el tiempo. Cuando se nos da una enseñanza nueva siempre se debe interpretar en coherencia con la enseñanza anterior.
Si introducimos rupturas, rompemos la unidad de la Iglesia. Aquellos que anuncian en voz alta revoluciones y cambios radicales son falsos profetas. No buscan el bien del rebaño. Busca en la popularidad de los medios de comunicación a costa de la verdad divina. No nos dejemos impresionar. Solo la verdad nos hará libres. Debemos confiar. El magisterio de la Iglesia nunca se contradice a sí mismo.
Cuando la tormenta arrecia, debes aferrarte a lo que es estable. No vayamos tras las novedades mundanas que se desvanecerán antes de que hayamos podido alcanzarlas.
¿Hasta qué punto cree, como algunos críticos hacen, que la reforma litúrgica postconciliar ha conducido a la actual crisis en la Iglesia de la cual usted habla en su libro?
Creo que, en esta materia, la enseñanza de Benedicto XVI es luminosa. Él se atrevió a escribir hace poco que la crisis de liturgia está en el centro de la crisis de la Iglesia. Si no ponemos a Dios en el centro de la liturgia, entonces tampoco lo ponemos en el centro de la Iglesia. Al celebrar la liturgia, la Iglesia vuelve a sus raíces. Su razón de ser es volver a Dios, dirigir los ojos a la cruz. Si no se hace, si no ponemos la cruz en el centro se convierte en inútil. Creo que la pérdida de orientación, de ese mirar a la cruz, es símbolo de la raíz de la crisis de la iglesia. Sin embargo, el Concilio había enseñado que «la liturgia es principalmente y sobre todo adoración de la divina majestad». Nosotros la hemos convertido en una simple celebración humana y egocéntrica, una asamblea amistosa de auto engrandecimiento.
Por lo tanto, no es el Concilio el que debe ser retado, sino la ideología que invadió las diócesis, parroquias, pastores y seminarios en los años posteriores.
Creemos que lo sagrado es un valor pasado de moda. Sin embargo, es absolutamente necesario en nuestro viaje volver a Dios. Me gustaría citar a Romano Guardini: «Confiad en Dios; la proximidad a Él y la seguridad en Él permanecen tenues y débiles cuando nuestro conocimiento personal de la majestad exclusiva de Dios y su santidad imponente no las equilibran» (Meditaciones antes de la misa, 1936).
En este sentido, la trivialización del altar, del espacio sagrado que nos rodea ha provocado desastres espirituales. Si el altar ya no es el umbral sagrado más allá del cual Dios habita, ¿cómo podremos encontrar la alegría de acercarnos a él? Un mundo que ignora lo sagrado es un mundo uniforme, plano y triste. Al saquear nuestra liturgia hemos desencantado al mundo y hemos reducido a las almas a una gris tristeza.
¿Qué aspectos de la reforma litúrgica han tenido un efecto positivo o negativo en los fieles, según su opinión?
Es importante subrayar el profundo beneficio que la mayor variedad de textos bíblicos ofrece para la meditación. De igual forma la introducción de una moderada dosis de lengua vernácula era necesaria.
Sobre todo, creo que la preocupación por una participación profunda y teológica del fiel es una enseñanza importante del Concilio. Desafortunadamente se ha usado mal para la agitación y el activismo. Se ha ignorado que la participación activa del pueblo no consiste en distribuir papeles y funciones, sino en introducir a los fieles en la profundidad del Misterio Pascual para que ellos puedan aceptar morir y resucitar con Jesús a través de una vida cristiana más auténtica y radiante basada en los valores evangélicos.
Negarse a considerar la liturgia como opus Dei, «obra de Dios», es correr el riesgo de transformarla en una obra humana. Entonces disfrutamos inventando, creando, multiplicando las fórmulas, las opciones, imaginando que hablando mucho y multiplicando las fórmulas y opciones, se les escuchará mejor (ver Mt 6, 7).
Yo creo que Sacrosanctum Concilium es un texto importante para tener una comprensión profunda y mística de la liturgia. Tenemos que salir de cierto rubricismo. Desgraciadamente, ha sido reemplazado por una mala creatividad que transforma un trabajo divino en una realidad humana. A la mentalidad técnica contemporánea le gustaría reducir la liturgia a un trabajo efectivo de pedagogía. A este fin, buscamos hacer las ceremonias acogedoras, atractivas y amables. Pero la liturgia no tiene un valor pedagógico excepto en la medida en que esté completamente ordenada a la glorificación de Dios y para el culto divino y la santificación de los hombres.
La participación activa implica desde esta perspectiva, encontrar en nosotros ese sagrado estupor, ese temor alegre que nos hace enmudecer ante la divina majestad.
En este sentido es lamentable que el sagrario de nuestras iglesias no sean un lugar reservado para el culto divino, que entremos vestidos con ropas seculares, que el paso de lo humano a lo divino no esté marcado por un límite arquitectónico. De la misma forma si, como el Concilio enseña, Cristo está presente en Su Palabra cuando se proclama, es lamentable que los lectores no vistan adecuadamente para demostrar que lo que están proclamando no son palabras humanas sino divinas.
Finalmente, si la liturgia es la obra de Cristo, no es necesario que el celebrante introduzca sus propios comentarios. No es la multitud de fórmulas y opciones o el continuo cambio de oraciones y una exuberante creatividad litúrgica lo que agrada a Dios sino la metanoia, el cambio radical en nuestras vidas y comportamientos seriamente contaminados por el pecado y marcados por el ateísmo líquido.
Es necesario recordar que cuando el misal autoriza una intervención, no debe convertirse en un discurso profano y humano, ni mucho menos un comentario sobre los acontecimientos actuales, o un saludo mundano a los presentes sino una breve exhortación para introducirnos en el misterio.
Nada profano tiene lugar en las acciones litúrgicas. Sería un grave error creer que los elementos mundanos espectaculares animarían a la participación de los fieles. Estos elementos sólo pueden promover la participación humana y no la participación en la acción religiosa y salvífica de Cristo.
Vemos una bella ilustración de esto en las prescripciones del Concilio. Mientras que la Constitución (para la Sagrada Liturgia) ha recomendado en repetidas ocasiones la participación consciente y activa, e incluso la total inteligencia de los ritos, se recomienda al mismo tiempo el uso del latín, prescribiendo que «el fiel puede ser capaz de recitar o cantar juntos en latín aquellas partes del ordinario de la misa que les correspondan».
En verdad, la inteligencia de los ritos no es obra de la sola razón humana, que captaría todo, lo comprendería, lo dominaría. La inteligencia de los ritos sagrados presupone la real participatio en lo que expresa el misterio. Esta inteligencia es la del sensus fidei, que ejercita la fe viva a través del símbolo y de quién lo conoce por sintonía más que por concepto.
La Pasión de Cristo también es una liturgia; solo una mirada de fe puede descubrir la obra de la redención llevada a cabo por amor. La única cosa que la razón humana ve en esto es el fracaso de la muerte y el horror de la cruz. Entrar en la participatio actuosa implica que, como los discípulos de Emaús, nos dejamos tocar por la fracción del pan para entender las Escrituras.
Como el Papa Francisco no recordó hace poco, el sacerdote no tiene que tener la apariencia de un presentador de espectáculos para ganarse la admiración de la asamblea. Por el contrario, debe participar en la acción de Cristo, entrar en ella, convertirse en su instrumento. Así que no tiene que hablar constantemente ni mirar a la asamblea sino, más bien, tiene que actuar en persona Christi, y en un diálogo nupcial, involucrar a los fieles en su participación.
Es por lo tanto apropiado que, durante el Rito Penitencial, el ofertorio y la Plegaria Eucarística, todos nos volvamos hacia la cruz, o mejor aún, hacia el este, para expresar nuestra disponibilidad para participar en la obra de adoración y redención llevada a cabo por Cristo y, a través de Él, por la Iglesia.
¿Por qué cree que cada vez más gente joven se siente atraída por la liturgia tradicional, por la forma extraordinaria?
No es que lo crea. Es que soy testigo de ello. Y muchos jóvenes me han confiado su absoluta preferencia por la forma extraordinaria, más educativa y más insistente en la primacía y la centralidad de Dios, en el silencio y en el significado de la trascendencia sagrada y divina. Pero, sobre todo, ¿cómo podemos entender, como no podemos sorprendernos y estar profundamente impactados porque lo que era la norma ayer sea prohibido hoy? ¿No es cierto que prohibir o suspender la forma extraordinaria solo puede estar inspirado por el demonio que desea nuestra asfixia y muerte espiritual?
Cuando se celebra la forma extraordinaria en el espíritu del Vaticano II, se revela toda su fecundidad: ¿Cómo nos puede sorprender que una liturgia que han transmitido tantos santos continúe sonriendo a tantas almas jóvenes sedientas de Dios?
Como el Papa Benedicto XVI, espero que las dos formas del Rito Romano continúen enriqueciéndose mutuamente. Esto implica salir de una hermenéutica de la ruptura. Ambas formas comparten la misma fe y la misma teología. Oponerlas es un profundo error eclesiológico. Significa destruir la Iglesia separándola de su Tradición y haciendo creer que lo que la Iglesia consideraba sagrado en el pasado, es erróneo e inaceptable. ¡Qué decepción y qué insulto a todos los santos que nos han precedido! Qué visión de la Iglesia.
Debemos alejarnos de las oposiciones dialécticas. El Concilio no quería romper con las formas litúrgicas heredadas de la Tradición sino, al contrario, entrar y participar mejor y más plenamente en ellas.
La Constitución Conciliar estipula que «las nuevas formas adoptadas deberían, de algún modo, crecer orgánicamente a partir de las ya existentes».
Por lo tanto, sería un error oponer el Concilio a la Tradición de la Iglesia. En este sentido, es necesario que aquellos que celebran la forma extraordinaria lo hagan sin espíritu de oposición y por ende en el espíritu de la Sacrosanctum Concilium.
Necesitamos la forma extraordinaria para saber en qué espíritu celebrar la ordinaria. En cambio, celebrar la forma extraordinaria sin tener en cuenta las indicaciones de Sacrosanctum Concilium es arriesgarse a reducir esta forma a un vestigio arqueológico sin vida y sin futuro.
Sería también deseable incluir en el apéndice de una futura edición del misal el Rito Penitencial y el Ofertorio de la forma extraordinaria para enfatizar que las dos formas litúrgicas se iluminan mutuamente, en continuidad y sin oposición.
Si vivimos en este espíritu, entonces la liturgia dejará de ser un lugar de rivalidades y críticas y finalmente nos conducirá hacia la gran liturgia celestial.
En muchas partes de África, aunque las liturgias son a menudo largas, también se caracterizan por la libre expresión de cantos, danzas y aplausos, que algunos describen como un abuso de una liturgia más reverente, seria y piadosa. Y, sin embargo, la ortodoxia está muy viva en el continente. ¿Cómo explica esto?
En África, los fieles a veces caminan durante horas para ir a misa. Están hambrientos del Evangelio y de la Eucaristía. Caminan kilómetros y vienen a misa para estar con Dios durante mucho tiempo, para escuchar Su Palabra, para nutrirse de Su presencia. Ellos le dan a Dios su tiempo, sus vidas, su fatiga, y su pobreza. Le dan a Dios todo lo que son y todo lo que tienen. Y su alegría es haberle entregado todo.
Su alegría a veces se manifiesta demasiado externamente, y los africanos deben aprender la interioridad y el silencio. Deben prohibir los aplausos, los gritos que nada tienen que ver con el misterio de Dios; deben eliminar los discursos, el folklore, la exuberancia de palabras que dificultan el encuentro con Dios. Él habita en el silencio y en el interior del hombre; el corazón del hombre es el templo de Dios, porque yo sé que los africanos saben cómo arrodillarse y comulgar con respeto y reverencia.
Creo que ellos tienen un profundo sentido de lo sagrado. No nos avergonzamos de adorar a Dios, de proclamar que dependemos de Él. Sobre todo, son felices cuando dejan que se les enseñe la fe sin refutarla ni cuestionarla. Creo que la gracia de África es conocerse y permanecer siendo hija de Dios.
Yo subrayo en este libro que en el corazón del pensamiento occidental moderno hay un rechazo a ser hijo, a ser padre, que básicamente es un rechazo a Dios. Yo veo en las profundidades de los corazones occidentales una honda rebelión contra la paternidad creativa de Dios. Nosotros recibimos de Él nuestra naturaleza de hombres y mujeres. Esto se ha convertido en algo insoportable para la mente moderna.
La ideología de género es el rechazo luciferino a recibir de Dios una naturaleza sexual. Occidente se niega a recibir; sólo acepta lo que construye por sí mismo. El transhumanismo es la personificación definitiva de este movimiento. Toda naturaleza humana, debido al hecho de que es un don de Dios, resulta insoportable para el hombre occidental.
Esta sublevación es esencialmente espiritual. Es la de Satanás contra el don de la gracia. Básicamente, creo que el hombre occidental se niega a ser salvado por pura misericordia. Se niega a recibir la salvación y quiere construirla él mismo. Los «valores occidentales» promovidos por la ONU están basadas en un rechazo de Dios que yo comparo con aquel del joven rico del Evangelio. Dios miró a Occidente y lo amó por las grandes cosas que hizo. Invitó a Occidente a ir más allá, pero éste le dio la espalda, prefiriendo la riqueza que sólo se había proporcionado él mismo. Los africanos saben que son pobres y pequeños ante Dios. Se sienten orgullosos de arrodillarse, son felices de depender de un Dios Padre Creador Todopoderoso.
La Iglesia africana es bien conocida por su sentido de comunidad, de compartir, de trascendencia y respeto por el magisterio. ¿Cómo se pueden usar mejor estas fuerzas para mostrar el camino a la Iglesia universal, especialmente en aquellos lugares en donde el nihilismo y el secularismo están enraizados?
Occidente estuvo en la raíz de la crisis. Le corresponde aplicar el antídoto. Para hacerlo, nosotros debemos empezar desde la experiencia de los monasterios. Son lugares donde Dios es simple y concretamente el centro de la vida. Dios es la Vida de la vida del hombre. Sin Dios, el hombre se asemeja a un enorme y majestuoso río que se ha desconectado de su fuente. Tarde o temprano este río se secará y morirá para siempre.
Debemos crear lugares donde la virtud florezca. Es tiempo de recuperar el valor del inconformismo. Los cristianos deben tener la fuerza de crear oasis donde el aire sea respirable, donde, sencillamente, la vida cristiana sea posible.
Apelo a los cristianos para que abran oasis de gratuidad en el desierto del beneficio dominante. Sí, no podemos estar solos en el desierto de una sociedad sin Dios. Un cristiano que permanece solo es un cristiano en peligro. Al final será devorado por los tiburones de una sociedad comercial.
Los cristianos deben reunirse en comunidades en torno a sus iglesias. Deben redescubrir la importancia vital de una vida de oración intensa, continua y perseverante. Un hombre que no reza, es como un hombre que está gravemente enfermo que sufre una parálisis total de los brazos, las piernas, y que ha perdido el uso del habla, el oído, la vista… Este hombre se ha separado de toda relación esencial. Es un hombre muerto. Renovar nuestra relación con Dios es respirar, vivir plenamente.
Debemos crear lugares donde el corazón y la mente puedan respirar, donde el alma puede volverse a Dios de una forma muy concreta. Nuestras comunidades deben poner a Dios en el centro de nuestras vidas, nuestras liturgias y nuestras iglesias.
En la avalancha de mentiras, debemos ser capaces de encontrar lugares donde la verdad no sólo sea explicada sino también experimentada. ¡Es simplemente una cuestión de vivir el Evangelio! No pensar en él como una utopía sino experimentarlo de una forma muy concreta
En muchos países, la pérdida de la piedad popular parece haber acelerado el proceso de descristianización, especialmente entre las clases trabajadoras. ¿Cómo explica esta pérdida de religiosidad?
En este libro explico que nosotros soñábamos con una cristiandad «pura» e intelectual. Nos hemos negado a permitir que Dios se encarne en nuestras vidas. Los más pobres son las primeras víctimas. Creo que la falsa oposición teológica entre fe y religiosidad es la causa de este error. La primera manifestación de la fe es nuestra devoción religiosa. El rosario, las peregrinaciones, ponerse de rodillas para rezar, la devoción a los santos, el ayuno, han sido despreciados y ridiculizados como prácticas semi paganas. Hoy, el ayuno de Cuaresma, es decir, los 40 días de abstinencia y de privación de comida, es para muchos sólo el ritual. Se ha abandonado esta práctica. Sin embargo, existe el ayuno médico para el bienestar de nuestro cuerpo. Sin actitudes religiosas concretas, nuestra fe corre el riesgo a convertirse en un sueño ilusorio.
¿Por qué el Sínodo Pan-Amazónico preocupa a a tanta gente, incluidos algunos cardenales muy respetados? ¿Qué le preocupa a usted de esta reunión que se celebrará entre el 6 y el 27 de octubre?
He oído que alguna gente quería hacer de este sínodo un laboratorio para la Iglesia Universal, que otros dijeron, que después de este sínodo, nada volvería a ser igual que antes. Si eso es verdad, esta aproximación es deshonesta y errónea. Este sínodo tiene un fin específico y local: la evangelización del Amazonas.
Me temo que algunos occidentales confiscarán la asamblea para promover sus proyectos. Pienso en particular en la ordenación de hombres casados, la creación de ministerios femeninos o dar jurisdicción a laicos. Estos puntos atañen a la estructura de la Iglesia Universal. No se pueden discutir en un sínodo particular y local. La importancia de estos temas requiere la participación seria y consciente de todos los obispos del mundo. Sin embargo, muy pocos han sido invitados a este sínodo. Sacar provecho de un sínodo particular para introducir estos proyectos ideológicos sería una manipulación indebida, un engaño deshonesto, un insulto a Dios que conduce a su Iglesia y que le confía su plan de salvación.
Además estoy sorprendido y enojado de que el malestar espiritual de las pobres gentes del Amazonas se usen como pretexto para apoyar proyectos que son típicos de una cristiandad burguesa y mundana.
Yo vengo de una iglesia joven. Conocí a los misioneros que iban de pueblo en pueblo para apoyar a los catequistas. He vivido la evangelización en mi propia carne. Yo sé que una iglesia joven no necesita sacerdotes casados. Por el contrario, necesita sacerdotes que sean testigos de la cruz vivida. El lugar de un sacerdote es la cruz. Cuando celebra la misa está en la fuente de su propia vida, esto es, en la cruz.
El celibato es una de las formas concretas en la que podemos vivir el misterio de la cruz en nuestras vidas. El celibato inscribe la cruz en nuestra carne. Esto es por lo que es insoportable para el mundo moderno. El celibato sacerdotal es un escándalo para los modernos, porque la cruz «es necedad para los que se pierden» (1 Cor 1, 18).
Algunos occidentales no pueden tolerar este escándalo de la cruz. Creo que se ha convertido en un reproche insoportable para ellos. Han llegado a odiar el sacerdocio y el celibato.
Creo que los obispos, los sacerdotes y los fieles en todo el mundo deben alzarse para expresar el amor por la cruz, el sacerdocio y el celibato. Estos ataques contra el sacerdocio vienen de los más ricos. Alguna gente cree que son todopoderosos porque financian a las iglesias más pobres. Pero no debemos dejarnos intimidar por su poder y su dinero.
Un hombre de rodillas es más poderoso que el mundo. Es un bastión inexpugnable contra el ateísmo y la locura de los hombres. Un hombre de rodillas hace temblar el orgullo de Satanás. Todos aquellos que a los ojos de los hombres no tenéis poder o influencia, pero que sabéis cómo permanecer de rodillas delante de Dios, no temáis a los que quieren intimidaros.
Debemos construir una fortaleza de oración y sacrificios para que ninguna brecha dañe la belleza del sacerdocio católico. Estoy convencido de que el Papa Francisco nunca permitirá tal destrucción del sacerdocio. A su vuelta del Día Mundial de la Juventud en Panamá el 27 de enero, le dijo a los periodistas, citando a Pablo VI: «preferiría dar mi vida cambiar la ley del celibato». Añadió: «es una frase valiente, en un momento más difícil que éste, 1968/1970…. Personalmente, creo que el celibato es un don para la Iglesia. En segundo lugar, no estoy de acuerdo con permitir el celibato opcional, No».
Traducido por Ana María Rodríguez y Manuel Pérez Peña para InfoCatólica