(Crux/InfoCatólica) Entrevista a Mons. Schmalhausen:
- Excelencia, usted mencionó previamente a nuestra entrevista que su pensar es que el problema de los abusos sexuales por parte de los clérigos no viene siendo adecuadamente comprendido por obispos y líderes de la Iglesia. En su opinión, ¿qué es lo que no llegan a entender?
Por diversas circunstancias, a lo largo de mi ministerio sacerdotal y episcopal me vi obligado a abordar la temática del abuso sexual fuera y dentro de la Iglesia. Llama la atención que investigaciones y trabajos escritos por profesionales en los Estados Unidos a mediados de los años 90 acerca de esta temática tenían entonces y aún hoy mantienen mayor claridad de criterio y asertividad en su intervención que lo que vemos actualmente en nuestra Iglesia Católica o, al menos, en muchas de sus instituciones. No es difícil deducir que en esta materia llevamos un retraso al menos de 30 años.
En parte, el drama de no entender la diferencia entre los abusos sexuales y de conciencia por parte de civiles y aquellos otros realizados por clérigos y religiosos estriba en el hecho de no sopesar en toda su gravedad que en estos últimos se usó el nombre Dios y una determinada autoridad espiritual para someter las conciencias de las víctimas. Es trágico escuchar al día de hoy, como si fuera una suerte de justificación exculpatoria, que la materia de los abusos no solo se da entre clérigos sino en mayor número entre relaciones parentales. Si, por un lado, esto puede ser un hecho estadístico significativo y que requiere de la mayor atención, por otra parte es no solo irrelevante a la hora de comenzar el trabajo de limpiar la propia casa, sino especialmente denigrante para las víctimas de clérigos, al punto que ni siquiera debería ser mencionado y menos en orden a atenuar nuestro drama interno.
Tengamos además en cuenta que aquí Dios mismo ha sido abusado por sus sacerdotes, obispos o cardenales cuando usaron su nombre y autoridad espiritual para someter a sus víctimas. Hay aquí escándalos y daños de tal dimensión que además de irreparables son un verdadero grito al cielo. No debemos seguir ignorándolos.
- También mencionó que el dolor de los sobrevivientes de abuso no es adecuadamente entendido. ¿Con qué tanta frecuencia se ha encontrado con víctimas y qué tan frecuentemente lo hacen los demás obispos? ¿Qué de su sufrimiento es lo que no se llega a entender?
Fue alrededor del año 2010 que un amigo mío me abordó directamente con el relato de su experiencia de abuso sexual en una comunidad religiosa. Quedé paralizado y, más allá de alguna lamentable palabra evasiva, no supe plantar cara al asunto. Solo posteriormente pude procesar y confrontarme con esta realidad para él dramáticamente dolorosa. Desde entonces, las ocasiones de escuchar a víctimas han sido muchas. Y cómo no, tocó denunciar algunos de los abusos, aunque en aquel entonces sin mayor resultado.
Puedo dar fe que algunas de las víctimas viven verdaderos infiernos interiores: miedo, soledad, estrés postraumático, ansiedad, pensamientos suicidas, desintegración personal… son solo algunos de sus componentes. Estamos hablando aquí de vidas destrozadas, y muchas de ellas de por vida. No es inusual encontrarse con víctimas primarias que no solo han perdido toda confianza y credibilidad en la Iglesia. Otros ya separados de ella, incluso experimentan una radical pérdida de fe en Dios y, en ocasiones, ante la inoperancia de nuestra Iglesia, llegan al punto de profesar un anticlericalismo y ateísmo lleno de dolor y resentimientos. El hecho de que tanto su conciencia como su intimidad sexual hubieran sido manipuladas en nombre de Dios y por hombres de Iglesia, simplemente lo ha roto todo. Deseando vivir una vida religiosa sincera, sus autoridades religiosas los usaron como objetos de poder y placer para lo cual debían previamente manipular y someterlos. Esto tanto más fácil en el caso de los menores de edad.
Pero también en el caso de las personas mayores vulnerables, los depredadores sexuales encontraron formas de destruir el sagrario de la conciencia. Solo así, tal o cual sacerdote o superior religioso abusador, ha logrado imponer vilmente y en sustitución de Dios su propia egolatría. Se debe entender que el crimen cometido consiste en esta destrucción monstruosa y de raíz de la «inocencia» personal, unas veces difícil y otras imposible de ser recuperada.
De parte del religioso abusador, hay aquí una perversión y una sustitución verdaderamente diabólicas. Y añado brevemente, en mención a la cumbre de la crisis de abusos sexuales recientemente llevada a cabo en Roma, que lamentablemente, aunque seguro con la mejor de las intenciones, se falló en una comunicación más clara respecto de proteger no solo a los menores de edad sino a las personas mayores psíquica, afectiva y emocionalmente vulnerables cuyas denuncias siguen en aumento.
- En nuestra conversación previa mencionó la necesidad de introducir cambios en el derecho canónico para mejor abordar el crimen de los abusos sexuales y sus encubrimientos. En su perspectiva, ¿qué tipo de cambios estarían implicados en esto?
Tras estas consideraciones, surge espontáneamente la pregunta: ¿y qué se ha hecho hasta ahora con los perpetradores de semejantes crímenes? El daño a las víctimas junto con el escándalo causado a los fieles de la Iglesia y a los ojos de todo el mundo, ¿cómo viene siendo reparado? ¿Existe en las medidas hasta ahora implementadas, siquiera un mínimo de proporcionalidad y justicia? A todas luces la respuesta, hoy por hoy, parece ser que no. Y resultado de ello, la indignación de tantos católicos y no católicos. Necesitamos admitir que, ante estas nuevas problemáticas destapadas al interior de la Iglesia, nuestro derecho penal no estaba ni se encuentra actualmente preparado para actuar.
Expongo brevemente algunas consideraciones al respecto. Durante las últimas décadas hemos sido testigos de lo ocurrido en la Iglesia en Norteamérica, Irlanda, Alemania, Australia, México, Chile, Perú, etc. En el caso de los abusos sexuales perpetrados, siempre gravísimos, hay quizá 4 casos emblemáticos por su repercusión mediática: los de tres fundadores Maciel, Karadima y Figari; y un cardenal, McCarrick.
Primero, partamos del hecho de que de parte de ninguno de los 4 perpetradores hemos escuchado nunca un manifiesto público de arrepentimiento ni pedido de perdón; solo silencio y desaparición del escenario público. ¿No sería legítimo pensar que las víctimas y los fieles católicos nos merecemos algo más como medida reparatoria? Segundo: en el caso de los 3 clérigos: Maciel, Karadima y McCarrick, la expulsión del estado clerical tampoco parece reparar nada. En efecto, constituye una pena sobre ellos: el sacerdocio es una gracia que ahora, en efecto, ya no pueden ejercer. Pero, de hecho, hay sacerdotes que reciben la dispensa del sacerdocio pedida voluntariamente como una «gracia», no como una sanción. Entonces, el sentido común advierte que hay algo que no suma. Tercero: viéndolo desde la perspectiva de los laicos, tampoco resulta halagüeño que la sanción a un sacerdote o cardenal abusador sea en última instancia reducirlo penalmente a la situación de laico en la Iglesia, libre para recibir los sacramentos y gozar de todos los demás beneficios espirituales y materiales. Finalmente, a los 4 se les sancionó a vivir en retiro, apartados de todo. Pero es lo que hacen, de hecho, muchos pensionados que llegan a una cierta edad, y no les resulta en absoluto una pena, solo el ritmo natural de la vida.
- Una de las propuestas de cambio que mencionó fue la excomunión a los abusadores y otras medidas para los obispos encubridores. Y, en el primero de los casos, proveyendo un camino penitencial para su retorno a la Iglesia que incluya un pedido público de perdón. ¿Por qué cree que debería ser considerada la excomunión, y cómo se vería ese camino penitencial de retorno a la Iglesia?
Al releer, hace un tiempo atrás, el capitulo 5 de la 1ª Carta a los Corintios, me llamó la atención el pasaje en que Pablo denuncia la incompetencia de la comunidad de Corinto para juzgar un caso escandaloso de incesto. El apóstol, entonces, dándose por espiritualmente presente en medio de la comunidad, los juzga entregando a los culpables a la excomunión, y dice «para salvación de su espíritu en el día de la venida de Cristo». ¿Hasta qué punto nuestra situación eclesial se asemeja a lo referido? Los cambios de mentalidad nunca han sido fáciles y toman tiempo. Es posible que, sobrepasados por la situación presente, nos veamos aún incapacitados de juzgar adecuadamente las causas de que aquí se trata. Pero queda muy claro que es hora de despertar y empeñarnos en ello.
Ante la usurpación del nombre de Dios, los enormes escándalos que envilecen el rostro de Cristo y de su Iglesia y el daño irreparable a tantas víctimas que sufren, sería un deber de nuestra parte que repensásemos a fondo la implementación de medidas penales más proporcionales y justas. En este contexto, es posible ver en la misma «excomunión» un remedio saludable. Advierto, ya de inicio, que no debería verse sola ni exclusivamente como una sanción al perpetrador, cosa que lo es. Pero sería también posible establecerla para el perpetrador como un necesario itinerario penitencial de retorno a su Iglesia, con el debido arrepentimiento público, unido a un pedido público de perdón a las víctimas y a la comunidad de creyentes por el gravísimo daño causado. Con ello, se establecería una cierta reparación, quizá aún insuficiente, pero necesaria. Al ver la indignación de tantos feligreses ante nuestra propia inoperancia y contradicciones en el modo de actuar sobre estos y otros casos, se hace imperativo revisar qué estamos haciendo mal en el tratamiento de esta problemática y subsanar sus deficiencias.
En el caso de los encubrimientos, especialmente con el agravante de cambiar a los abusadores de una a otra parroquia, exponiendo al ultraje a nuevas potenciales víctimas, la experiencia nos dice que la justicia civil es más proactiva incluso que la misma Iglesia. Sus medidas penales, tras confirmarse la sentencia, son de privación de la libertad. Entre tanto, en el caso de obispos y cardenales, lo poco que hemos visto es la aceptación de su renuncia, como si de plano se ignorase que en un modo reiterativo y casi sistemático han causado, con sus procedimientos, daños materiales y espirituales gravísimos e irreparables. Cuando los prelados hemos faltado gravemente a nuestras obligaciones ministeriales, dañando a terceros, debemos asumir las consecuencias y entender que seremos sancionados. Pero presentar la renuncia es, para los obispos a los 75, y cardenales a los 80 años, el modo regular de proceder. Y su aceptación por parte del Santo Padre, ya sea antes o después, ni de hecho ni de derecho constituye ninguna sanción, aunque alguna vez se quiera interpretar así. Preocupa, entonces, que estemos enviando a nuestros fieles el mensaje equivocado, esto es, que nuestra Iglesia no sea capaz de hacer justicia ni reparar los daños causados. Y, con toda honestidad, cabe la pregunta si no sería admisible, en el caso de los obispos, a causa de la gravedad de los delitos, el apartamiento inmediato de todo ministerio público, junto con una medida que la Iglesia ya pide respecto de los clérigos abusadores, esto es, entregar las evidencias a la justicia civil para que actúe en conformidad. Plantear esta materia, comprendo que resulte muy doloroso y quizá pueda crear reacciones adversas, pero siempre quedarán las preguntas: ¿a qué llamamos justicia?, ¿Dónde encontrar proporcionalidad justa entre delitos y sanciones?, ¿Qué significa reparación?
- Hasta hace poco, fue usted parte de la comunidad del Sodalicio, que causó numerosos escándalos en los últimos años luego de que su fundador, Luis Fernando Figari, fuera hallado culpable de abusos. ¿Puede explicar por qué tomó la decisión de dejar la comunidad? ¿Cuál fue su experiencia y qué lo llevó a tomar esa decisión?
No creo que sea el momento de hablar de esto. Es un asunto muy personal y aún relativamente reciente. Quizá, apenas, compartir que mi decisión de dejar la comunidad maduró en un prolongado proceso de discernimiento – hablamos de años – hecho en presencia de Dios, con enorme sufrimiento pero también una gran paz. Finalmente, a todos nos corresponde escuchar y actuar en conciencia.
- ¿Cómo, diría usted, impactó a la Iglesia en el Perú el caso de los escándalos del Sodalicio?
El impacto podría verse desde distintas perspectivas. Comienzo por decir que, por muy doloroso que fuese, algunos periodistas, en especial dos, hicieron un encomiable trabajo de destapar y evidenciar la gravísima enfermedad de abusos y poder que estaba socavando la comunidad del Sodalicio. A ellos les debemos sincera gratitud. En esto no hay nada más saludable que la transparencia.
Por tanto, exponer los escándalos públicamente fue un paso decisivo para que los miembros de esta comunidad iniciaran un lento viraje – todavía incompleto – que, aún contando con enormes resistencias al interior, les obligó a confrontarse con su cultura interna nociva, el dolor, rabia e impotencia de las víctimas y una cúpula de gobierno que se aferraba al poder incluyendo, para ello prácticas, delictivas; esto entre otros aspectos. Visto a la distancia, ciertamente un panorama complejo y desolador.
Solo el escándalo público desembocó en que, finalmente, se actuara con una primera intervención externa que, por muy bien intencionada que fuese, de hecho, fracasó. La afirmación pública del entonces visitador apostólico, de que no se entrevistaría con las víctimas porque no era su función, revertió en una indignación mediática aún mayor, y lo mismo entre muchos católicos.
Queda claro que muchos obispos no sabemos lidiar con estas situaciones y en esta materia carecemos tanto de ciencia como de experiencia. Quizá lo triste sea que no pocas veces le rehuimos a conocer los rostros de las víctimas, escuchar sus historias, y asumir la consecuente responsabilidad de actuar con valentía. Gracias a Dios, con Mons. Scicluna en el caso chileno se sentó, por el contrario, un precedente sumamente positivo.
Han pasado algo más de 3 años de la publicación que expuso los abusos en el Sodalicio a la luz. Tanto entre los obispos como entre los fieles encontramos posiciones diversas y, algunas, hasta polarizadas, que van desde el deseo de disolución del Sodalicio hasta su reivindicación por parte de unos pocos que aún viven una fase de negación. Quizá debamos reconocer que, siendo un problema de casa, no somos los mejores jueces acerca del futuro de esta comunidad. También resulta sabio el criterio del anciano Gamaliel en Hechos de los Apóstoles: si es obra humana, desaparecerá; pero, si es de Dios, no vaya a ser que nos estemos enfrentando a Él.
Finalmente, es innegable que, para la Iglesia en el Perú, este capítulo ha significado tener que confrontarnos todos con una problemática que hasta hace pocos años era tabú y que, de hecho, se extiende más allá de los abusos sexuales y los de autoridad. Todos: obispos, sacerdotes y religiosos, nos tendríamos que sentir urgidos a revisar con honestidad y transparencia la cultura interna de nuestras diócesis y comunidades religiosas, pasando luego a implementar medidas muy serias de protección a los menores y vulnerables, de atención al ejercicio de autoridad de obispos y superiores, de transparencia en cuestiones económicas, de gestión y tomas de decisión. La cultura del secretismo nos ha hecho mucho daño. Solo procediendo con transparencia podremos ser fiables dentro y fuera de casa. Y en esto sí que queda mucho trabajo por hacer.
- Como obispo que fuera parte de una comunidad laical obligada a encarar numerosos escándalos, ¿qué recomendaciones tendría para asegurar una mayor vigilancia sobre estas nuevas comunidades? ¿Tiene alguna sugerencia para otros obispos en términos de manejar mejor los casos de abuso?
No es un secreto que los movimientos y nuevas realidades eclesiales, junto con sus riquezas y aportes de cara a la vida consagrada y obra de evangelización, padecen a su vez claros síntomas de enfermedades similares entre sí. Hemos pasado de un tiempo en que exaltábamos las bondades de las nuevas realidades eclesiales a otro de estupor, desconcierto y hasta desconfianza ante sus problemas, sin tener claridad de cómo intervenir adecuadamente para colaborar en su sanación.
Para nosotros, pastores de la Iglesia, sería muy importante aceptar el hecho de que no somos siempre capaces de solucionarlo todo. Tenemos nuestros ángulos ciegos y requerimos de ayuda externa. Por eso, pienso que sería sumamente importante que las Conferencias Episcopales, e incluso las provincias eclesiásticas, implementasen progresivamente órganos externos de supervisión, con el encargo de recibir e investigar las denuncias cuando se trata de abusos de cualquier tipo: sexual, de poder, de autoridad, o de cuestiones económicas como malversaciones, fraudes, uso indebido de los dineros… dineros que muchas veces provienen de la generosidad de nuestros fieles. Evidentemente, hablaríamos aquí de equipos de personas profesionalmente bien preparadas. Pero resaltaría que tendrían que ser en su mayoría laicos, varones y mujeres, claro que acompañados también de clérigos y religiosos especializados. Y quiero subrayar aquí la presencia insustituible de la mujer, que en su constitutivo femenino – y puedo dar fe de esto por mi experiencia personal – posee una sensibilidad bastante más sutil y proactiva que el varón para afrontar, discutir y buscar soluciones a ciertos tipos de problemas. Órganos de esta naturaleza, toma tiempo preparar y capacitarlos, pero ellos aportarían seguramente insumos bastante más consistentes para que luego el Obispo pueda intervenir y actuar sin ambigüedades, con claridad y decididamente.
En la pasada cumbre sobre abusos y la protección de menores en Roma, al parecer, se abordó también el dilema que ya venía propuesto desde la Conferencia Episcopal Norteamericana; esto es, si en materia de denuncias contra un obispo podría actuar un órgano independiente, incluso compuesto por laicos, o por el contrario debían actuar los hermanos obispos, en concreto el metropolitano. Me temo que aquí, de fondo, se plantea la pregunta acerca de si los obispos somos buenos jueces en nuestras propias causas. Debo decir, sinceramente, que lo veo difícil. Cuando se mira el panorama de los encubrimientos en tantas diócesis e, incluso, al interior de algunas instituciones vaticanas, resulta imposible negar que quienes han actuado así han sido en su mayoría clérigos al amparo de clérigos. ¿Por arte de qué magia podríamos pensar que, ahora, repentinamente, las cosas serán distintas? Quizá haya llegado la hora de admitir que también nosotros con toda nuestra buena fe, sin embargo, podemos tender a defender los intereses del gremio, y esto a costa del bien común de los fieles y de la Iglesia en su conjunto. Buscar mantener el control de las cosas es un viejo mecanismo que se activa ante el miedo inminente de perderlo. Pero hay cosas que simplemente no se pueden controlar; tarde o temprano explotan como una granada en la mano. Y es lo que estamos viendo a diario en el seno de nuestra madre Iglesia.