(Ecclesia Digital) Contempla, por un momento, el Misterio que hoy celebra la Iglesia, a los 40 días de la Navidad, el momento en el que la Madre de Jesús sube con su Hijo al Templo, después de pasar los días de purificación por haber dado a luz, según mandaba la ley de Moisés.
Mira a esta madre que sube gozosa a presentar a su Hijo primogénito. Ella es en verdad la zarza que abraza al Cordero de Dios del que fuera profecía aquel cordero que apareció enredado entre las ramas pinchosas en el monte Moria, cuando Abraham se disponía a sacrificar a su hijo Isaac.
Ella es la madre-virgen de la que, según la interpretación de muchos padres, es símbolo la zarza ardiente de Moisés. Ahora, por designio divino, sube en sus brazos al Templo al que será coronado de espinas por amor a su pueblo, mientras que a ella una espada le atravesará el corazón.
Contempla al Cordero de Dios también en brazos del anciano Simeón, quien al reconocerlo, entona el cántico en el que proclama a Jesús como Salvador del mundo, Luz de todos los pueblos. Sorprende la escena en la que dos ancianos son los que testifican la identidad del Hijo de María, gloria de Israel.
Detente a considerar lo que sucede cuando se reconoce haberse encontrado con el Mesías, con el Hijo de Dios, el mismo que nació en Belén, Hijo de la Nazarena, como les sucede a quienes sienten la llamada al discipulado de Jesús.
Este es el día de los consagrados a Dios, el día de los enamorados de Jesucristo. Hoy la Iglesia celebra la Jornada Mundial de la Vida Consagrada, de quienes testifican con sus vidas que no se conforma con menos que con Jesucristo, con menos que con Dios. Él llena su corazón y les impulsa a entregarse, asociados a la ofrenda redentora del Salvador, en favor de la humanidad.
Hoy la luz bendecida que portamos en las manos, se convierte en signo que testifica quién es la Luz del mundo. Hoy podemos reavivar esta luz, el don recibido, el carisma sagrado, que el Espíritu de Dios nos ha derramado a cada uno.
Hoy podemos dar gracias a Dios por tantos que entre nosotros son verdaderos signos luminosos, porque sus vidas son destellos del Evangelio.
Pidamos al dueño de la mies que no falten nunca en la Iglesia los signos vivos de la presencia de Jesucristo.