(InfoCatólica) ¿Es legítimo separar la religión de «lo público», como si su locus específico se encontrase en las prácticas de culto, más allá del cual no existiría «religión»? ¿O se deberá reconocer, trascendiendo cualquier subordinación a la disciplina del Estado, que ningún aspecto de la vida escapa del factor religioso por ser algo constitutivo de la naturaleza humana? A estas preguntas responde el último ensayo de Roberto Esteban Duque, La religión en la esfera pública. El pensamiento de Alexis de Tocqueville y Jürgen Habermas, publicado por Ediciones de la Universidad de Navarra, EUNSA a quien hemos tenido ocasión de entrevistar.
Usted mantiene el carácter público de la religión. ¿Deberíamos entender con esto que la fe tiene su proyección natural en la vida?
De lo contrario no merece la pena sobrevivir. ¿Para qué quiero una fe que no me enseña a vivir?
Para sobreponerte
Eso sería un acto intimista, sólo privado, pero la religión no sólo constituye una fuerza motivadora, sino absolutamente regeneradora en una sociedad colonizada por criterios instrumentales y tecnificadores. Lo que uno hace con su dinero, con su cuerpo o con un vecino, se encuentra en el ámbito religioso. Nada escapa a la ordenación al fin último del hombre a Dios. Lo cual no niega la libertad humana, sino que la comprende inserta en un orden originario ontológico superior, en el reconocimiento del Deus semper maior. Benedicto XVI denunció el proceder de una religión ausente de la vida pública, donde los creyentes tengan que suprimir una parte de sí mismos --su fe-- para ser ciudadanos activos.
Entiendo por sus palabras la amenaza de un proyecto secularizador que privatiza la religión
Siempre existió ese propósito.
¿Dónde se encontraría ahora?
En la idea de que Dios sea sólo un bien para el hombre creyente y no un bien común.
¿Y en el laicismo, quizá?
También en el laicismo. No es admisible la voluntad política y la imposición ideológica del laicismo como categoría cultural referencial, marginando el hecho religioso, la identidad de un pueblo o las raíces de un continente. El laicismo es el diseño del Estado como absolutamente ajeno al fenómeno religioso. Su centro de gravedad sería más una no contaminación --marcada con atisbos de fundamentalismo, si no de abierta beligerancia-- que la indiferencia o la auténtica neutralidad. Esta tajante separación, que reenvía toda convicción religiosa al ámbito íntimo de la conciencia individual, puede acabar resultando, más que neutra, neutralizadora de su posible proyección sobre el ámbito público. Nada, sin embargo, más opuesto a la laicidad que enclaustrar determinados problemas civiles, al considerar que la preocupación por ellos derivaría inevitablemente de una indebida injerencia de lo sagrado en lo público.
¿Se advierte esta imposición en nuestra sociedad?
La realidad es que el debate supuestamente libre de la plaza pública está desproporcionadamente influenciado por el Estado. Lo que se considera noticia viene determinado cada vez más por los manipuladores medios de comunicación. El mismo discurso asténico de la Iglesia es desactivado por el mismo Estado moderno. Los ejemplos de este proceso son innumerables: la intervención del Estado en asuntos de la familia, de la propiedad y de las herencias; la concepción de las leyes como algo «hecho» o legislado por el Estado en lugar de ser algo «revelado» desde su fuente divina a través de la elaboración de las costumbres y de la tradición… Hay un derecho a configurar el mundo de acuerdo a la propia fe y la propia cultura. Es asombroso que una cultura católica deba organizarse de forma laica, arrinconando una religión cuya exclusión a la esfera privada es tanto como hacer incomprensible la propia Ilustración.
Cuál es la tesis fundamental de su nuevo libro
Intento mostrar la pérdida de la doctrina de la participación en Dios, proveniente de un largo proceso de secularización, la importancia de la religión en la vida pública, recobrando así un factor determinante capaz no sólo de fundar y ordenar la vida personal, sino de constituir un verdadero correctivo en los excesos de la democracia y de enriquecer la vida cultural y la misma sociedad. Pero el esfuerzo mayor consiste en exponer el influjo benéfico de la religión para la libertad democrática, así como la importancia de las creencias religiosas como factor de cohesión social y convivencia político-democrática.
¿En qué consiste esa doctrina de la participación?
En el pensamiento patrístico y medieval, el hombre sólo puede ser comprendido en la medida en que participa de Dios, teniendo un solo fin: el fin sobrenatural. No tiene dos vocaciones yuxtapuestas, sino una sola vocación. Es desacertado postular un orden «temporal» o político desgajado del orden espiritual, un orden «puramente natural» completo que dependería de la sola razón y del ejercicio de las virtudes morales «naturales» yuxtapuestas a un «orden espiritual» también completo gobernado por la gracia y las virtudes teologales. No hay más que un fin en la vida del hombre, un fin sobrenatural: inmanente, por cuanto radicado en su naturaleza, pero trascendente, sólo alcanzable por gracia. Esta finalización del hombre consiste en una participación por gracia en el ser mismo de Dios. Sin embargo, esta «doctrina de la participación» se resquebraja con la secularización. La necesaria distinción entre la naturaleza y lo sobrenatural se convertirá en una real separación de estos dos órdenes.
Algo que afecta de lleno al cristiano…
El cristiano corre el peligro de vivir sometido a categorías liberales, como es el caso de una libertad desgajada de la verdad. O bien desgajar la religión de las realidades humanas en lugar de vivificarlas desde el interior. La conclusión es clara: un hombre arrancado de su vocación sobrenatural en una sociedad que aprende a vivir como si Dios no existiera. Declarar la vida religiosa paralela a la vida real, sin concederle apenas influencia sobre ella, es una postura que somete al hombre religioso a un dualismo insostenible, que le lleva a declarar lo religioso superfluo para la vida real, superfluo para el hombre. La separación de la vida humana entre lo sagrado y lo profano testimonia la muerte de una cultura propiamente religiosa. La relación religiosa es vivida en la vida profana; se expresa también en ella, presta a la actividad profana del hombre un sentido último, relativiza las realidades mundanas, conduce a la aceptación gozosa de la vida como obra del designio personal amoroso de Dios. Es decir, acepta la vida humana en todas sus dimensiones (pública, profesional, ética) como mediaciones para su realización. Pero su condición de orden de lo último y definitivo en el hombre permite la acción de la vida religiosa sobre el orden de lo profano sin privar a éste de su especificidad y autonomía y sin imponerle criterios externos de acción.
¿Cuál es entonces el lugar que la religión debe ocupar en la sociedad democrática?
Esta es la gran pregunta: el lugar de la religión en la sociedad democrática. Alexis de Tocqueville y Jürgen Habermas me han parecido, entro otros, dos autores que abordan sin complejos esta cuestión. Proponer la articulación de la religión en la democracia, el acuerdo entre religión y libertad, constituye una parte relevante del proyecto político de Tocqueville. Por su parte, según Habermas la pérdida de función y la tendencia a la individualización no implica que la religión pierda influencia y relevancia ni en el terreno político y cultural de la sociedad ni en el terreno personal. Considera el autor de Teoría de la acción comunicativa que las comunidades religiosas están ganando influencia en la esfera pública, asumiendo el rol de «comunidades de interpretación» en las sociedades seculares, es decir, contribuyen a formar la opinión de los ciudadanos sobre ciertas controversias, proporcionándoles argumentos para poder debatir en la esfera pública.
¿Usted también lo cree?
Con total seguridad. No sólo desde una vertiente antropológica, desde la conciencia de la propia finitud y el anhelo de un más allá de la realidad terrenal, sino también desde el punto de vista político existe una influencia beneficiosa de la religión para la libertad democrática, como factor espiritual de cohesión social y de convivencia político-democrática. Las sociedades democráticas necesitan basarse en la fe religiosa para que sobreviva la libertad.
Escribía usted el pasado 17 de septiembre en ABC señalando que «la Iglesia está en serio peligro si no encuentra el tertium quid, la importancia de la selección cuidadosa de candidatos al sacerdocio». ¿Qué debería hacer la Iglesia para que no se produjesen en su seno tantos escándalos como los de Pensilvania?
Disponer de formadores virtuosos. Quien desempeña un cargo debe exhibir un conjunto determinado de virtudes en coherencia con la representación de su ejercicio. De nada sirve ser «competente», poseer una amplia formación doctrinal y moral, si el sacerdote no interioriza sus conocimientos, de tal modo que su sentir, razonar y actuar sean coherentes y compatibles entre sí, si no hace suyas determinadas virtudes que lo conviertan en alguien capaz de elegir y obrar de modo excelente. Sólo desde esta previa formación podrá lograrse una vida personal santa, a través del esfuerzo constante de la conversión y con la ayuda de la gracia. Aunque, como señalara la Pontificia Comisión para la Protección de menores, la «prioridad» está en una respuesta adecuada a los abusos sexuales, en la adopción de medidas eficaces con el fin de salvar la evangelización y la caridad, es necesaria, sin embargo, una tarea preventiva apremiante, puesto que la Iglesia tiene un problema grave de homosexualidad activa en el clero cuyo encubrimiento, además de producir inmenso dolor, facilita la implantación de la ideología y la corrupción en su seno.
¿Clericalismo quizá?
Hay una vinculación evidente, en la que el papa Francisco insiste, entre clericalismo y abuso sexual, pero es la homosexualidad activa y una desviación de la sexualidad lo que provoca mayor sufrimiento. Cuando hablo de homosexualidad activa quiero decir que el verdadero peligro está en la corrupción ideológica, en la mala enseñanza, en someter la doctrina y la moral a la aceptación acrítica de comportamientos espurios que se quieren dominantes y esperan ser asimilados en el interior de la Iglesia.
Una última cuestión. Sostiene que el mejor modo de vivir es que todos vivamos como si Dios existiera
Es el modo más humano de vivir. Es necesaria una relación correlativa entre razón y fe, entre razón y religión. La religión no es una especie de quantité négligeable, un asunto banal, como si no tuviera que decir nada importante a los hombres, sino que remite a la verdad del hombre y constituye un esencial correctivo ante una peligrosa arrogancia de la razón instrumental, capaz por sí sola de destruir al propio hombre.