(Guillermo Juan Morado/InfoCatólica) La liturgia de la solemnidad de la Ascensión nos invita a la alabanza y al gozo: «Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo; porque el Señor es sublime y terrible, emperador de toda la tierra» (Salmo 46).
La Ascensión evoca un movimiento de subida, de elevación. La primera elevación de Jesucristo es la subida a la Cruz: «Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Juan 12,32). En la Cruz, Jesús es el sacerdote y la víctima que ofrece su vida al Padre intercediendo por todos los hombres. Él se puso en nuestro lugar para vencer, con su obediencia, nuestra desobediencia; con su amor incondicional nuestra resistencia al amor, nuestro pecado.
La elevación de la Cruz anuncia la elevación de la Ascensión. El Señor completa así, cuarenta días después de su Pascua, su éxodo; su tránsito de este mundo al Padre. Su humanidad, desfigurada y humillada en el Calvario, es ahora una humanidad exaltada y glorificada que entra de manera irreversible en la vida y en la felicidad de Dios; es decir, en el cielo.
El momento de subida es correlativo a un momento de descenso: «Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre» (Juan 3,13). El Hijo de Dios que bajó del cielo en su Encarnación, sin dejar de ser verdaderamente Dios, se hizo, para siempre, verdaderamente hombre. Su cuerpo humano y su alma humana, unidas a la única Persona del Verbo, entran definitivamente en gloria de Dios. Y allí, el Señor sigue ejerciendo permanentemente su sacerdocio, ya que está vivo para interceder a favor nuestro (cf Hebreos 7,25).
Para nosotros esta solemnidad es, además de un motivo de alegría, un motivo de esperanza y de compromiso. La esperanza es «estar junto a Cristo», en quien nuestra naturaleza humana ha sido tan extraordinariamente enaltecida que participa de la misma gloria de Dios. Y el compromiso es colaborar para que el reino del Mesías, entronizado a la derecha del Padre, se extienda en este mundo mediante el anuncio y la realización de la salvación por la palabra y los sacramentos.
Estamos en Mayo, un mes mariano por excelencia. María fue la tierra santa donde el Verbo plantó su tienda entre nosotros. Ella fue la primera que se dejó atraer por el amor de Cristo alzado en el mástil de la Cruz. Ella, la primera redimida, es también la primera criatura que, por su gloriosa Asunción, está ya, con su cuerpo y con su alma, con Cristo en el cielo. Como la Iglesia naciente, también nosotros nos unimos a María a la espera de Pentecostés, para recibir el don del Espíritu Santo. Amén
Publicado originalmente por Guillermo Juan Morado, "La Ascensión", el 3.05.2008