(Agencias/InfoCatólica) Al final de la primera jornada de su Visita Apostólica a México, el Santo Padre celebró la Eucaristía junto a los miles de fieles congregados en el Santuario Mariano más grande de este país y del mundo, el de la Virgen de Guadalupe. patrona de México y de toda América. Llegó a la explanada después de recorrer en papamóvil los 16 kilómetros que la separan de la nunciatura, donde pudo comer y descansar después de una mañana en la que visitó el Palacio Nacional y se entrevistó con el presidente de México, Enrique Peña Nieto, y pronunció un discurso a los obispos del país en la Catedral de la capital.
En la explanada lo esperaron cerca de 30.000 personas, que siguieron la misa mediante pantallas, mientras que en el interior del templo se encontraban otros 5000 fieles. El Santo Padre realizó un recorrido por el exterior de la Basílica en papamóvil para poder bendecir y saludar a todos los fieles.
Tras la emotiva misa, la imagen de la Virgen fue descolgada de la pared de cristal en la que se exhibe y fue introducida en el pequeño camerino detrás del vidrio en la que el Papa le ofreció unas flores amarillas y rezó solo y en silencio unos 20 minutos. Sentado en una silla la mayor parte del tiempo, rezó por México, el continente americano y todos los buenos propósitos de su pontificado, según había dicho, bajo la atenta mirada de cientos de feligreses que aún estaban dentro de la basílica y lo vieron a través del cristal rodeado de una gran bandera mexicana. El Papa acabó su rezo de pie y santiguándose.
Homilía sobre el evangelio de la Visitación de la Virgen y la Aparición de la Virgen a San Juan Diego
«En ella y con ella, Dios se hace hermano y compañero de camino, carga con nosotros las cruces para no quedar aplastados por nuestros dolores», había dicho el Papa en su homilía. En su homilía el Pontífice recordó que «la Virgen María es y será reconocida siempre como la mujer del sí, un sí de entrega a Dios y, en el mismo momento, un sí de entrega a sus hermanos. Es el sí que la puso en movimiento para dar lo mejor de ella yendo en camino al encuentro con los demás».
«Así como se hizo presente al pequeño Juanito, de esa misma manera se sigue haciendo presente a todos nosotros; dijo el Papa, especialmente a aquellos que como él sienten que no valían nada. Esta elección particular, digamos preferencial, no fue en contra de nadie sino a favor de todos».
Por ello, afirmó el Obispo de Roma, «Dios despertó y despierta la esperanza de los pequeños, de los sufrientes, de los desplazados y descartados, de todos aquellos que sienten que no tienen un lugar digno en estas tierras». Es necesario construir el Santuario de Dios, y este Santuario señaló el Papa, es la vida de sus hijos, de todos y en todas sus condiciones, especialmente de los jóvenes sin futuro expuestos a un sinfín de situaciones dolorosas, riesgosas, y la de los ancianos sin reconocimiento, olvidados en tantos rincones.
Por eso nos puede hacer bien un poco de silencio, dijo el Papa y «mirarla a ella, mirarla mucho y calmamente. Y en este estar mirándola, escuchar una vez más que nos vuelve a decir: ¿Qué hay hijo mío el más pequeño?, ¿qué entristece tu corazón? ¿Acaso no estoy yo aquí, yo que tengo el honor de ser tu madre?».
«Sé mi embajador, nos dice, dando de comer al hambriento, de beber al sediento, da lugar al necesitado, viste al desnudo y visita al enfermo. Socorre al que está preso, perdona al que te lastimó, consuela al que esta triste, ten paciencia con los demás y, especialmente, pide y ruega a nuestro Dios».
Texto completo de la homilía del Papa Francisco
Escuchamos cómo María fue al encuentro de su prima Isabel. Sin demoras, sin dudas, sin lentitud va a acompañar a su pariente que estaba en sus últimos meses de embarazo.
El encuentro con el ángel a María no la detuvo, pues no se sintió privilegiada, ni que tenía que apartarse de la vida de los suyos. Al contrario, reavivó y puso en movimiento una actitud por la que María es y será reconocida siempre como la mujer del «sí», un sí de entrega a Dios y, en el mismo momento, un sí de entrega a sus hermanos. Es el sí que la puso en movimiento para dar lo mejor de ella yendo en camino al encuentro con los demás.
Escuchar este pasaje evangélico en esta casa tiene un sabor especial. María, la mujer del sí, también quiso visitar los habitantes de estas tierras de América en la persona del indio san Juan Diego. Así como se movió por los caminos de Judea y Galilea, de la misma manera caminó al Tepeyac, con sus ropas, usando su lengua, para servir a esta gran Nación. Así como acompañó la gestación de Isabel, ha acompañado y acompaña la gestación de esta bendita tierra mexicana. Así como se hizo presente al pequeño Juanito, de esa misma manera se sigue haciendo presente a todos nosotros; especialmente a aquellos que como él sienten «que no valían nada» (cf. Nican Mopohua, 55). Esta elección particular, digamos preferencial, no fue en contra de nadie sino a favor de todos. El pequeño indio Juan, que se llamaba así mismo como «mecapal, cacaxtle, cola, ala, sometido a cargo ajeno» (cf. ibíd, 55), se volvía «el embajador, muy digno de confianza».
En aquel amanecer de diciembre de 1531 se producía el primer milagro que luego será la memoria viva de todo lo que este Santuario custodia. En ese amanecer, en ese encuentro, Dios despertó la esperanza de su hijo Juan, la esperanza de su Pueblo. En ese amanecer Dios despertó y despierta la esperanza de los pequeños, de los sufrientes, de los desplazados y descartados, de todos aquellos que sienten que no tienen un lugar digno en estas tierras. En ese amanecer, Dios se acercó y se acerca al corazón sufriente pero resistente de tantas madres, padres, abuelos que han visto partir, perder o incluso arrebatarles criminalmente a sus hijos.
En ese amanecer, Juanito experimenta en su propia vida lo que es la esperanza, lo que es la misericordia de Dios. Él es elegido para supervisar, cuidar, custodiar e impulsar la construcción de este Santuario. En repetidas ocasiones le dijo a la Virgen que él no era la persona adecuada, al contrario, si quería llevar adelante esa obra tenía que elegir a otros ya que él no era ilustrado, letrado o perteneciente al grupo de los que podrían hacerlo. María, empecinada –con el empecinamiento que nace del corazón misericordioso del Padre– le dice: no, que él sería su embajador.
Así logra despertar algo que él no sabía expresar, una verdadera bandera de amor y de justicia: en la construcción de ese otro santuario, el de la vida, el de nuestras comunidades, sociedades y culturas, nadie puede quedar afuera. Todos somos necesarios, especialmente aquellos que normalmente no cuentan por no estar a la «altura de las circunstancias» o no «aportar el capital necesario» para la construcción de las mismas. El Santuario de Dios es la vida de sus hijos, de todos y en todas sus condiciones, especialmente de los jóvenes sin futuro expuestos a un sinfín de situaciones dolorosas, riesgosas, y la de los ancianos sin reconocimiento, olvidados en tantos rincones. El santuario de Dios son nuestras familias que necesitan de los mínimos necesarios para poder construirse y levantarse. El santuario de Dios es el rostro de tantos que salen a nuestros caminos…
Al venir a este Santuario nos puede pasar lo mismo que le pasó a Juan Diego. Mirar a la Madre desde nuestros dolores, miedos, desesperaciones, tristezas y decirle: «¿Qué puedo aportar si no soy un letrado?». Miramos a la madre con ojos que dicen: son tantas las situaciones que nos quitan la fuerza, que hacen sentir que no hay espacio para la esperanza, para el cambio, para la transformación.
Por eso nos puede hacer bien un poco de silencio, y mirarla a ella, mirarla mucho y calmamente, y decirle como hizo aquel otro hijo que la quería mucho:
«Mirarte simplemente, Madre,
dejar abierta sólo la mirada;
mirarte toda sin decirte nada,
decirte todo, mudo y reverente.
No perturbar el viento de tu frente;
sólo acunar mi soledad violada,
en tus ojos de Madre enamorada
y en tu nido de tierra trasparente.
Las horas se desploman; sacudidos,
muerden los hombres necios la basura
de la vida y de la muerte, con sus ruidos.
Mirarte, Madre; contemplarte apenas,
el corazón callado en tu ternura,
en tu casto silencio de azucenas».
(Himno litúrgico)
Y en este estar mirándola, escuchar una vez más que nos vuelve a decir: «¿Qué hay hijo mío el más pequeño?, ¿qué entristece tu corazón?» (cf. Nican Mopohua, 107.118). «¿Acaso no estoy yo aquí, yo que tengo el honor de ser tu madre?» (ibíd., 119).
Ella nos dice que tiene el «honor» de ser nuestra madre. Eso nos da la certeza de que las lágrimas de los que sufren no son estériles. Son una oración silenciosa que sube hasta el cielo y que en María encuentra siempre lugar en su manto. En ella y con ella, Dios se hace hermano y compañero de camino, carga con nosotros las cruces para no quedar aplastados por nuestros dolores.
¿Acaso no soy yo tu madre? ¿No estoy aquí? No te dejes vencer por tus dolores, tristezas, nos dice. Hoy nuevamente nos vuelve a enviar; hoy nuevamente nos vuelve a decir, sé mi embajador, sé mi enviado a construir tantos y nuevos santuarios, acompañar tantas vidas, consolar tantas lágrimas. Tan sólo camina por los caminos de tu vecindario, de tu comunidad, de tu parroquia como mi embajador; levanta santuarios compartiendo la alegría de saber que no estamos solos, que ella va con nosotros. Sé mi embajador, nos dice, dando de comer al hambriento, de beber al sediento, da lugar al necesitado, viste al desnudo y visita al enfermo. Socorre al que está preso, perdona al que te lastimó, consuela al que esta triste, ten paciencia con los demás y, especialmente, pide y ruega a nuestro Dios.
¿Acaso no soy tu madre? ¿Acaso no estoy aquí?, nos vuelve a decir María. Anda a construir mi santuario, ayúdame a levantar la vida de mis hijos, que son tus hermanos.