(Zenit / InfoCatólica) Procedente del Palacio Nacional, el Santo Padre llegó en el vehículo abierto que antes de detenerse realizó un giro en la Plaza de la Constitución. El Pontífice fue recibido por el Cabildo de la catedral que lo acompaño al interior del templo, pasando por la Puerta Santa de este templo, llegando hasta el Altar del Perdón, donde estaba expuesto el Santísimo Sacramento.
Poco después le saludaron el arzobispo de Ciudad de México, el cardenal Norberto Rivera Carrera, y el presidente de la Conferencia Episcopal Mexicana, cardenal José Francisco Robles Ortega.
El Santo Padre dirigió sus palabras, recordando que está visitando México «siguiendo los pasos de mis Predecesores» y se interrogó si «¿Podría el Sucesor de Pedro, llamado del lejano sur latinoamericano, privarse de poder posar la propia mirada sobre la «Virgen Morenita»?».
Porque «mirando los ojos de la Virgen alcanzo la mirada de su gente», porque «Ella custodia sus más altos deseos y sus más recónditas esperanzas; Ella recoge sus alegrías y sus lágrimas; Ella comprende sus numerosos idiomas y les responde con ternura de Madre porque son sus propios hijos». Tanto «aquí, en las cercanías del «Cerro del Tepeyac», como en los albores de la evangelización de este Continente» dijo.
Y les recordó que «la «Virgen Morenita» nos enseña que la única fuerza capaz de conquistar el corazón de los hombres es la ternura de Dios». Citó así a un «inquieto y notable literato de esta tierra» que dijo «que en Guadalupe ya no se pide la abundancia de las cosechas o la fertilidad de la tierra, sino que se busca un regazo en el cual los hombres, siempre huérfanos y desheredados, están en la búsqueda de un resguardo, de un hogar».
Una mirada de ternura
El Santo Padre les invitó «a partir nuevamente de esta necesidad de regazo», que es la «fe cristiana», capaz de reconciliar el pasado, frecuentemente marcado por la soledad, el aislamiento y la marginación, con el futuro continuamente relegado a un mañana que se escabulle» porque «sólo en aquel regazo se puede, sin renunciar a la propia identidad, descubrir la profunda verdad de la nueva humanidad, en la cual todos están llamados a ser hijos de Dios».
Les invitó así a ser «obispos de mirada limpia, de alma transparente, de rostro luminoso». Y les exhortó: No tengan miedo a la transparencia. La Iglesia no necesita de la oscuridad para trabajar. Vigilen para que sus miradas no se cubran de las penumbras de la niebla de la mundanidad; no se dejen corromper por el materialismo trivial ni por las ilusiones seductoras de los acuerdos debajo de la mesa; no pongan su confianza en los «carros y caballos» de los faraones actuales, porque nuestra fuerza es la «columna de fuego» que rompe dividiendo en dos las marejadas del mar, sin hacer gran rumor».
Porque, dijo, «es necesario responder a la gente que Dios existe y está cerca a través de Jesús». Y aseguró que «en las miradas de ustedes el Pueblo mexicano tiene el derecho de encontrar las huellas de quienes han visto al Señor».
Les invitó también a «ofrecer un regazo materno a los jóvenes», a «captar lo que ellos buscan, con aquella fuerza con la que muchos como ellos han dejado barcas y redes sobre la otra orilla del mar».
«Les ruego –señaló el Pontífice– no minusvalorar el desafío ético y anticívico que el narcotráfico representa para le entera sociedad mexicana, comprendida la Iglesia», para ello «sin refugiarnos en condenas genéricas», y «realizando un serio y cualificado proyecto pastoral para contribuir, gradualmente, a entretejer aquella delicada red humana». A partir «de las familias; acercándonos y abrazando la periferia humana y existencial de los territorios desolados de nuestras ciudades; involucrando las comunidades parroquiales, las escuelas, las instituciones comunitarias, la comunidades políticas, las estructuras de seguridad».
Una mirada capaz de tejer
«En el manto del alma mexicana Dios ha tejido, con el hilo de las huellas mestizas de su gente, el rostro de su manifestación en la Morenita» dijo. Y pidió una «mirada de singular delicadeza hacia los pueblos indígenas», que «aún esperan que se les reconozca efectivamente la riqueza de su contribución y la fecundidad de su presencia, para heredar aquella identidad que les convierte en una Nación única y no solamente una entre otras».
«Custodien la memoria del largo camino hasta ahora recorrido –les señaló el Papa a los obispos– y sepan suscitar la esperanza de nuevas metas», y les invitó a contribuir a la unidad de su Pueblo; favorecer la reconciliación de sus diferencias y la integración de sus diversidades. ¡Ay de ustedes si se duermen en sus laureles! Es necesario no desperdiciar la herencia recibida, custodiándola con un trabajo constante», dijo.
Una mirada atenta y cercana, no adormecida
El papa Francisco invitó entonces a los obispos: «El primer rostro que les suplico custodien en su corazón es el de sus sacerdotes. No los dejen expuestos a la soledad y al abandono, presa de la mundanidad que devora el corazón». Así como pidió que sostengan a quien se sienta abatido, «sin que nunca falte la paternidad de ustedes, obispos, para con sus sacerdotes».
Al concluir sus palabras indicó su aprecio «por todo cuanto están haciendo para afrontar el desafío de nuestra época representada en las migraciones».
Recordó que se trata de «millones los hijos de la Iglesia que hoy viven en la diáspora o en tránsito, peregrinando hacia el norte en búsqueda de nuevas oportunidades. Muchos de ellos dejan atrás las propias raíces para aventurarse, aun en la clandestinidad que implica todo tipo de riesgos, en búsqueda de la ‘luz verde’ que juzgan como su esperanza». Y que «tantas familias se dividen; y no siempre la integración en la presunta ‘tierra prometida’ es tan fácil como se piensa». E invitó a seguirlos y alcanzarlos más allá de las fronteras y reforzar la comunión con sus hermanos del episcopado estadounidense.
«Queridos hermanos, el Papa está seguro de que México y su Iglesia llegarán a tiempo a la cita consigo mismos, con la historia, con Dios» concluyó, y si bien reconoció que «alguna piedra en el camino retrasa la marcha» no será jamás bastante para hacer perder la meta. Porque «¿puede llegar tarde quien tiene una Madre que lo espera?»