(Chiesa/InfoCatólica) El cardenal Sarah, Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, se hizo conocido en todo el mundo a causa del extraordinario interés mediático que ha suscitado este año su libro titulado «Dios o nada». Un libro que aborda las cuestiones vitales del catolicismo y la crisis de fe que la atraviesa.
Los lectores de este libro han hecho llegar a Sarah muchos comentarios, favorables y contrarios. En el dossier que está por salir publicado en «L'Homme Nouveau» el cardenal responde a un buen número de las objeciones recibidas.
Pero precisamente lo que también revelan estas objeciones ha convencido todavía más al cardenal Sarah que el principal problema de la Iglesia de hoy es justamente esa crisis de fe.
Una crisis que es anterior a las cuestiones debatidas en el sínodo, porque roza los fundamentos mismos de la fe católica y pone al descubierto un difundido analfabetismo respecto a la enseñanza secular de la Iglesia, presente también entre el clero, es decir, justamente entre los que deberían actuar como guías de los fieles.
Llega a decir el cardenal, a propósito del sacramento de la Eucaristía:
«Toda la Iglesia sostuvo siempre con firmeza que no se puede recibir la comunión si se es consciente que se está en estado de pecado mortal, principio reiterado como definitivo por Juan Pablo II en el año 2003, en su encíclica 'Ecclesia de Eucharistia'», sobre la base de lo decretado por el Concilio de Trento.
E inmediatamente después agrega:
«Ni siquiera un Papa puede eximir de esa ley divina».
El cardenal plantea un formato de preguntas y respuestas para exponer su defensa de la fe católica y del papel de la Iglesia en África.
1. La doctrina, votémosla por mayoría
Según uno de mis objetores, la Iglesia Católica «no es sólo la jerarquía de los obispos, incluído el de Roma, sino que es el conjunto de los bautizados. ¿Para decir cuál es la `posición de la Iglesia´ sería entonces legítimo asumir la opinión de esta mayoría?»
La primera afirmación es exacta. Pero el pensamiento de los fieles no representa la «posición de la Iglesia» si el mismo no está de acuerdo con el cuerpo de los obispos. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática «Dei Verbum», n. 10:
«El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida ha sido confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejerce en el nombre de Jesucristo».
Además, no se trata de la mayoría, sino de la unanimidad. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática «Lumen gentium», n. 12:
«La totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo (cf. 1 Jn 2,20 y 27), no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando, desde los Obispos hasta los últimos fieles laicos, presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres. Con este sentido de la fe, que el Espíritu de verdad suscita y mantiene, el Pueblo de Dios se adhiere indefectiblemente 'a la fe confiada de una vez para siempre a los santos' (Judas 3), penetra más profundamente en ella con juicio certero y le da más plena aplicación en la vida,guiado en todo por el sagrado Magisterio, sometiéndose al cual no acepta ya una palabra de hombres, sino la verdadera palabra de Dios (cf. 1 Ts 2,13)».
Por último, esta unanimidad es una condición suficiente para declarar que una aserción está en el depósito revelado por Dios (como en el caso de la Asunción de María), pero no es una condición necesaria, pues puede acontecer que el magisterio defina solemnemente una doctrina de fe antes que se alcance la unanimidad (como es el caso de la infalibilidad pontificia, en el Concilio Vaticano I).
2. La comunión a todos, sin discriminaciones
Según un objetor de quien admiro su fidelidad al sacerdocio, miles de sacerdotes no dudan en dar la comunión a todos.
En primer lugar, advirtamos la ausencia de autoridad doctrinal de esta miríada de ministros sagrados, en otros aspectos seguramente respetables. Además, cualquiera sea la autenticidad de esta «estadística», esta posición mezcla, entre las personas que viven en un estado notorio y habitual de pecado (por ejemplo, adulterio e infidelidad permanente al propio cónyuge, robos frecuentes y graves en los negocios):
- a) a un fiel que finalmente se arrepiente con el firme propósito de evitar caer en el futuro, recibe entonces la santa absolución y, en consecuencia, puede acercarse a la santa Eucaristía, y
- b) al fiel que no quiere cesar en el futuro de llevar a cabo actos de una culpabilidad objetiva grave, contradiciendo la Palabra de Dios y la alianza significada precisamente por la Eucaristía.
Este último caso excluye el «firme propósito» definido por el Concilio de Trento como necesario para ser perdonados por Dios. Precisemos que este firme propósito no consiste en saber que no se pecará más, sino en tomar con la propia voluntad la decisión de emplear los medios aptos para evitar el pecado. Sin el firme propósito (y salvo una ignorancia total no culpable), ese cristiano permanecería en un estado de pecado mortal y cometería un pecado grave si comulgara.
En la hipótesis que su estado es conocido públicamente, los ministros de la Iglesia, por su parte, no tienen ningún derecho para darle la comunión. Si lo hacen, su pecado será más grave delante del Señor. Sería inequívocamente una complicidad y una profanación premeditada del Santísimo Sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Jesús.
3. Casada de nuevo y aciva en la parroquia.
Una persona que me escribe y cuya edad inspira el respeto más grande evoca el caso de una católica, divorciada a causa de violencias conyugales, que vive como «casada de nuevo» pero participa intensamente en la vida de su parroquia. ¿Esto no debería incitarnos a dar la santa Comunión a esta persona?
Reconozco la generosidad de corazón que subyace en la objeción, pero ésta mezcla u olvida varios aspectos. Son éstos:
- 1. Si se sufren violencias conyugales, se tiene el derecho de dejar al propio cónyuge (Código de Derecho Canónico, canon 1153).
- 2. La Iglesia permite pedir con el divorcio los efectos civiles de una separación legítima (Juan Pablo II, 21 de enero de 2002, discurso a la Rota Romana). El simple divorcio no excluye de los sacramentos.
- 3. Un cónyuge que se abandona en forma habitual a las violencias conyugales sufre probablemente una enfermedad psíquica, que quizás es causa de nulidad del mencionado matrimonio desde el comienzo (Código de Derecho Canónico, canon 1095 § 3).
- 4. Si la Iglesia declara la nulidad del primer matrimonio, la víctima podría contraer otro, puesto que son otras condiciones las de este sacramento.
- 5. Puedo comprender que un divorciado, por razones importantes, por ejemplo la educación de los hijos, no pueda dejar su segunda unión. En este caso, para poder ser absuelto y acceder a la santa Comunión, la persona debe comprometerse a no realizar más en esta segunda unión los actos que, según la ley divina, están reservados a los verdaderos esposos («Familiaris consortio», n. 84). Ahora bien, la experiencia de numerosas parejas muestra que si esto es con frecuencia muy difícil, sin embargo es posible con la ayuda de la gracia de Dios, una dirección espiritual y la práctica frecuente del sacramento de la reconciliación. En efecto, ésta última permite, en caso de caídas, recomenzar firmemente por la buena senda, progresando gradualmente hacia la castidad.
- 6. La participación en la vida parroquial de un divorciado que se ha vuelto a casar y no listo todavía para prometer la castidad dispone precisamente a abrir el propio corazón a la gracia de hacer esta promesa necesaria («Familiaris consortio», n. 84).
4. La familia africana no es lo que decimos
Según otro sacerdote que se apoya en su experiencia de misionero «Fidei donum» en África, la familia africana no correspondería a la descripción que he dado.
No sé de qué país y diócesis africana habla este sacerdote. Pero en África occidental, a pesar de la presencia masiva del Islam, en la tradición pura de de nuestros antepasados el matrimonio es monogámico e indisoluble. Hablo de esto en mi libro «Dio o niente» [Dios o nada]. He afirmado en él que «hasta la fecha la familia en África permanece estable, sólida y tradicional».
De ninguna manera quise decir que la familia africana no-cristiana sería un modelo, porque ella sufre evidentemente la impronta del pecado y conoce también sus dificultades. Simplemente quería decir que en la cultura africana en general :
- 1. la familia permanece fundada sobre una unión heterosexual;
- 2. el matrimonio es visto sin el divorcio, a pesar del paradigma de la poligamia simultánea;
- 3. está abierto a la procreación;
- 4. los vínculos familiares son vistos como sagrados.
¿No es precisamente esto lo que ha querido subrayar mi interlocutor misionero? (subrayo aquí la generosidad de los «Fidei donum», es decir, de los sacerdotes diocesanos occidentales que voluntariamente se hacen evangelizadores en países de misión).
Por otra parte, la cuestión que él plantea es otra: es la de la eventual progresividad gradual de la pastoral de la evangelización de las familias no-cristianas, todavía embebidas de desviaciones provocadas por el pecado, pero de las que algunas tradiciones pueden ser evangelizadas y servir de punto de partida para el anuncio de Cristo.
En todo caso, si mi corresponsal parece acusarme implícitamente de haber reducido «la familia africana» a la que vive el ideal cristiano, ni siquiera se puede reducirla en sentido inverso a la tipología poligámica, sea de religión «tradicional» o musulmana.
Conclusión. El desconocido Magisterio de la Iglesia
Para concluir, me siento herido en mi corazón de obispo, al constatar tal incomprensión de la enseñanza definitiva de la Iglesia por parte de hermanos sacerdotes.
No puedo permitirme imaginar como causa de una confusión así algo más aparte de la insuficiencia de la formación de mis hermanos. Y en cuanto responsable para toda la Iglesia latina de la disciplina de los sacramentos, estoy obligado en conciencia a recordar que Cristo restableció el designio originario del Creador de un matrimonio monogámico, indisoluble, ordenado al bien de los esposos, como también a la generación y a la educación de los hijos. Él elevó además el matrimonio entre bautizados al rango de sacramento, significando la alianza de Dios con su pueblo, precisamente como la Eucaristía.
A pesar de esto, existe también un matrimonio que la Iglesia llama «legítimo». La dimensión sagrada de este matrimonio «natural» constituye un elemento de espera del sacramento, a condición que respete la heterosexualidad y la paridad de los dos esposos en cuanto a sus derechos y deberes específicos, y que el consenso no excluya la monogamia, la indisolubilidad, la perpetuidad y la apertura a la vida.
Por el contrario, la Iglesia estigmatiza las deformaciones introducidas en el amor humano: la homosexualidad, la poligamia, el machismo, la unión libre, el divorcio, la anticoncepción, etc. En todo caso, ella jamás condena a las personas, pero no las deja en su pecado. Al igual que su Maestro, tiene la valentía y la caridad de decirles: vete y desde ahora en adelante no peques más.
La Iglesia no sólo acoge con misericordia, respeto y delicadeza. Invita firmemente a la conversión. Siguiendo sus pasos, promuevo la misericordia hacia los pecadores – todos lo somos – pero también la firmeza frente a los pecados incompatibles con el amor a Dios, profesada con la comunión sacramental. ¿Esto no es otra cosa que imitar la actitud del Hijo de Dios, quien se dirige a la mujer adúltera: «Ni siquiera yo te condeno. Vete y desde ahora en adelante no peques más» (Jn 8, 11)?