(Portaluz) Mis padres nunca me compraron Cenicienta, La Sirenita o Blancanieves. No eran las historias que se contaban en mi casa ni las películas que veíamos en la televisión. No existía entonces una princesa Tiana. Pero mis padres no sólo nos pusieron películas con princesas ‘coloreadas’: Mulan (asiática), Pocahontas (una nativa americana) y Jasmine (árabe). También nos encariñamos con los animales africanos de El Rey León. Nunca idealizamos la «blancura» en casa. Y nada de esto ocurrió de modo patente, aunque sí pudo haber sido de manera intencionada. Únicamente mirando atrás me doy cuenta del tipo de autoestima que nuestros padres nos estaban inculcando.
Sin embargo, esto no fue suficiente. En torno a los 13 años, me di cuenta de que el mundo me decía que la piel clara y el «pelo bueno» eran mejores; que estar delgada era mejor, y que la blancura era mejor. En algunos momentos, hubiera deseado ser blanca. Rogué a mi madre que me alisara mi pelo, y lo hizo; tomé, en algunos momentos, algunas medidas irracionales para perder peso, y traté de mantener mi piel más o menos clara poniéndome a resguardo del sol.
Si hubiera ido a mis padres diciéndoles que quería ser blanca, pienso que quizás se hubieran reído, hubieran llorado, me hubieran confortado, y se habrían preguntado en qué habían fallado como padres. Pero ¿qué habría pasado si les hubiera dicho no solo que yo quería ser blanca, sino que yo era blanca en realidad? ¿Qué habría ocurrido si les hubiera dicho que la raza de mi cuerpo simplemente no encajaba con la de mi mente? Pienso que los habría trastornado profundamente.
El ojo más azul
El famoso libro de Toni Morrison, The Bluest Eye (El ojo más azul), traza un paralelismo con esta idea. La protagonista, Pecola, es una joven de piel oscura que quiere desesperadamente tener los ojos azules. Al final de la historia los tiene –o al menos ella cree tenerlos–. Como lectores, no aplaudimos esto. De hecho, pensamos que Pecola ha perdido la cabeza. Sabemos que lo que ella desea no son ojos azules, sino algo más profundo: amor, aceptación, respeto, honor… los deseos humanos intangibles que todos anhelamos, y que no son concedidos por igual. Sabemos que a ella le faltan, que es víctima de un abuso permanente y que no hay una solución fácil para sus problemas.
Pero, ¿y si hubiera sido posible para mí volverme blanca, y para Pecola tener ojos azules? ¿Hubiera sido el fin de la historia, el final más feliz? ¿El cambio de nuestra apariencia física habría borrado todas nuestras preocupaciones de autoestima y valía?
Por supuesto que no. Los ojos y el color de la piel nunca fueron el problema; el racismo y el abuso sí que lo fueron. Únicamente hubiéramos colocado un apósito sobre el problema real. Los muchos hombres y mujeres que «pasaron» por blancos durante la vergonzosa época de las leyes de Jim Crow pudieron gozar privilegios sociales reservados a los blancos, pero también perdieron su herencia, sus lazos familiares y su integridad, por la mentira que se vieron obligados a vivir cada día.
Raza, sexo y género
¿Pero, qué habría pasado si, en vez de haber querido ser blanca, hubiera querido ser un hombre? ¿Qué habría ocurrido si, en lugar de haberles dicho a mis padres que yo era realmente una persona blanca, les hubiera dicho que quería desesperadamente cambiar mi cuerpo para que encajara con mi mente? Si usted piensa que, en este caso, mis padres deberían aplaudir mi valor, aceptar mi nueva identidad de género y llevarme al cirujano más próximo, por favor, pregúntese: ¿por qué?
No hay duda de que raza y sexo son asuntos muy diferentes. La raza es un constructo social inventado durante la época de la esclavitud. Antes de que los europeos esclavizaran a los africanos, las «personas negras» en África no formaban una unidad, como tampoco las «personas blancas» en Europa. Debido a la esclavitud, las etiquetas de negro y blanco se convirtieron en modos de conveniencia para continuar la opresión, pero son formas relativamente recientes de identificarse a uno mismo.
El sexo, sin embargo, no es una invención humana. Sí, los roles de género son creados culturalmente. No obstante, eso no borra el hecho de que cada ser humano (con excepción de los individuos hermafroditas, que son un mínimo porcentaje) nace con un grupo definido de atributos físicos y biológicos que lo constituyen como mujer o varón. Esa es una verdad que no puede borrarse con el tiempo.
El amor propio como virtud
Cuando queremos ser algo diferente a nuestro auténtico yo, podemos hablar de odio a sí mismo. Una persona negra que quiere ser blanca se odia a sí misma, y así también el hombre que quiere ser mujer y la mujer que quiere ser hombre. Vivimos en un clima que lleva a centrarse en uno mismo, pero ¿por qué no animamos a las personas a amar su propio cuerpo? Si les decimos a las mujeres que estén contentas con sus curvas, su edad y su piel, ¿por qué no les decimos a ellas (y a los hombres) que amen su sexo?
Solemos lamentarnos por los horrores de la mutilación genital femenina, pero luego permitimos su práctica en nuestro patio trasero. Ignoramos los lamentos de los pacientes que se despiertan de la cirugía llenos de remordimiento. Ignoramos su sufrimiento y los engañamos con la promesa de arreglos rápidos y felicidad instantánea. En The Federalist, Stella Morabito cita a un hombre que, al volver en sí tras la cirugía, se dijo: «¿Qué he hecho? ¿Qué demonios he hecho?».
De un modo algo extraño, en su entrevista en Vanity Fair, Bruce Jenner se hizo eco de este hombre, al recordar sus pensamientos tras diez horas de intervención para feminizar su rostro. «¿Qué he hecho? ¿Qué me he hecho?». Otro paciente, tras su operación, confesó en un foro online: «Estoy desolado por cómo he mutilado mi cuerpo». En Public Discourse, Walt Heyer ha escrito sobre el pesar que experimentó tras su cirugía de cambio de sexo.
Estamos jugando un juego peligroso. El hombre o el chico cuyo pene ha sido suprimido quirúrgicamente no puede dar marcha atrás y retomar su naturaleza dada por Dios. ¿Por qué no dedicamos el dinero que gastamos en cirugías y fármacos, a terapias y al aprendizaje sobre cómo amarnos a nosotros mismos? Deberíamos enseñar el mensaje de la autoaceptación en vez de gastar en estas cirugías, o creer que hemos nacido en el cuerpo equivocado.
La esclavitud de la libertad
Paradójicamente, cuanto más nuestra sociedad trata de liberarse de los estereotipos de género, más esclava se vuelve de ellos. Al decir que la gente puede nacer con un cuerpo de género equivocado, los activistas transgénero están afirmando que hay un tipo de sentimientos exclusivos de las mujeres y otro exclusivo de los hombres. Por lo tanto –creen–, aquellos que sienten cosas que no encajan con su tipo de sentimientos, tienen que cambiar externamente su género para que encaje con su mente.
¿Por qué nos estamos haciendo cómplices de estas estrechas ideas de masculinidad y feminidad? ¿Qué significa «sentir» como mujer? ¿No debemos cuestionar esa idea tanto como nos hemos cuestionado ideas sobre el «lugar de la mujer» o el «papel del hombre»? ¿Cuándo empezamos a aceptar la idea de los «pensamientos de género» o los «sentimientos de género»?
…Sin embargo, encuentro algo realmente insultante en torno a este fenómeno. Es un insulto para las personas del otro sexo pensar que «vistiendo como ellas», «hablando como ellas», o diciendo que uno siente «como ellas», se pueda «ser» ellas. Ser hombre es más que vestir un traje, y ser mujer es más que ponerse maquillaje. Si nos sentimos atrapados en nuestro cuerpo, quizás no es nuestro cuerpo lo que hemos de corregir; lo que hemos de lograr es que nuestro espíritu reconecte con él.