(Portaluz) «Si Dios existe, me ha olvidado», se repetía. No obstante, los años se encargarían de mostrarle la verdad pues volvió a encontrarse con Él de la forma menos deseada… en el desastre, cuando padecía un cáncer de rodilla que luego se extendió al pulmón. Sus más cercanos observarían también cómo su afamado carácter que normalmente le jugaba malas pasadas, adquiría docilidad. «El Señor la fue puliendo, quitando aristas, y modeló a una Elena humilde, a la medida de la cruz de su Hijo», dice Victoria Luque Vega, autora del libro que narra esta historia de vida, bajo el título:«Yo soy para mi amado».
Victoria narra con maestría el extraordinario cambio operado después de conocido el diagnóstico fatal, Elena vislumbró los signos de la misericordia que Dios tenía dispuestos desde siempre para ella, una hija rebelde. En ese tiempo amputaron su pierna y aprendió a combatir por la vida, conviviendo más de siete años con la enfermedad, forjando desde el dolor una sólida certeza, que le permitió decir en un momento: «Si Dios quiere que me cure, me curo. Pero yo, lo que quiero, es hacer la voluntad de Dios».
Cambió sus estudios de Biología por los de Fisioterapeuta dedicándose por entero a misionar, incluso cuando aún estaba en permanente tratamiento. Sus hermanos de la comunidad Neocatecumenal rezaban con ella las vísperas y celebraban diariamente la Eucaristía. ¡Todo un panorama para los enamorados de Cristo! Por precisamente este contacto íntimo con Jesús sacramentado le permitía alivianar su cruz hasta poder confesar: «El cáncer no es una desgracia… es el regalo que el Señor me ha hecho; en la cruz he conocido el amor que mi Padre me tiene. El cáncer es un regalo envuelto en un papel feo, en un periódico viejo; pero la cruz no me mata, a mí me mata interiormente no amar como yo quisiera. La cruz no es lo que me quita la paz».
Era mayo del año 2003 y el Papa Juan Pablo II vivía un encuentro con los jóvenes en la localidad española Cuatrovientos. Y allí estaba Elena, bien afincada en su silla de ruedas para ojalá ver de cerca al Pontífice. Una periodista de la Televisión española se acercó a entrevistarla y le preguntó por cómo vivía la enfermedad. Su respuesta sincera y alegre mostraría el verdadero sentido del sufrimiento con Cristo:
«No siempre llevo bien la quimioterapia, he tenido momentos malos, yo no soy fuerte, sino que una persona débil. Nadie me ha dado instrucciones para llevar esto. Me he dado cuenta que la cruz no es una desgracia que Dios te manda… en la cruz está Cristo y Dios ha enviado a su Hijo para que venza a la muerte, para que veamos que por un cáncer, o en la situación que estemos no morimos, sino que experimentamos la vida eterna y el cielo».
Luego continuó su pasión por dar testimonio y se fue a Irlanda cinco meses, para ayudar como fisioterapeuta a minusválidos físicos y psíquicos. De regreso a Caravaca de la Cruz en agosto de 2009, cuando ya su enfermedad estaba muy avanzada, visitaba enfermos que la recordarían porque muy convencida y con un crucifijo en sus manos les animaba: «Apostad por el Señor. Él os dará lo que ansía vuestro corazón».
Poco tiempo antes de su muerte y ya desahuciada por los médicos, cuando el cáncer se ramificó hasta los pulmones haciéndole sufrir permanentes asfixias, Elena profesó votos como novicia en las Misioneras de la Caridad, la congregación de la Madre Teresa de Calcuta.
«Ya estoy preparada, ya no tengo miedo, sé que el Amado me está esperando» decía en uno de los últimos correos que envió a un amigo del Camino Neocatecumenal. Elena Romera se encontró con Cristo para la eternidad en el cielo por la que apostó todo, una tarde de noviembre de 2009 a los 25 años.