(Tempi/InfoCatólica) Mons. Livio Melina (Adria, Italia, 1953) es sacerdote y doctor en teología por la Pontificia Universidad Lateranense de Roma. Fue asistente de la Congregación para la Doctrina de la Fe cuando era Prefecto el cardenal Joseph Ratinzger, quien ya siendo Papa, con el nombre de Benedicto XVI, le nombró en el año 2006 presidente del Pontificio Instituto Juan Pablo II.
El Pontificio Instituto Juan Pablo II tiene la misión de enseñar la Fe, mediante el conocimiento de la verdad del matrimonio y la familia, con el auxilio de las diversas ciencias humanas que trabajan en estos campos.
Según el cardenal de Milán Angelo Scola, el contexto histórico actual se caracteriza por un «erotismo penetrante». ¿Es la consecuencia de la llamada «revolución sexual»?
La revolución sexual se puede definir como una serie de rupturas del contexto natural y cultural en el que se vivía la experiencia del amor humano en la tradición católica: ruptura del nexo entre sexualidad y matrimonio (con una sexualidad extraconyugal); ruptura del nexo entre sexualidad y procreación (mediante la contracepción y la reproducción artificial), ruptura del nexo entre sexualidad y amor (con una sexualidad «líquida»). De este modo el sexo se ha convertido en una mina vagante omnipresente, que invade el escenario de la existencia actual con la fuerza de una autoevidencia que se impone. Recuerdo que don Giussani dijo una vez que para destruir la mentalidad cristiana del pueblo, nada más terminar la guerra los comunistas empezaron a difundir la pornografía, chantajeando así al hombre en su punto más débil. En los años sesenta Marcuse señaló el mismo fenómeno de instrumentalización del eros en la sociedad consumista avanzada, que quiere «al hombre a una dimensión»…
En efecto, se alza un fuerte prejuicio puritano sobre el cristianismo: se identifica de hecho al cristianismo con la moral, la moral con un sistema de prohibiciones, y se piensa que esta prohibiciones se dan sobre todo en el ámbito sexual, de manera que al final de esta serie de falsas ecuaciones el cristianismo se equipara a la represión sexual. Como expresó el Papa Benedicto XVI con agudeza en la encíclica Deus caritas est: se dirige al cristianismo la acusación nietzscheniana de haber envenenado la experiencias más bella y atrayente de la vida. Entra entonces una especie de complejo de culpa de los clérigos, ulteriormente acentuado por los deplorables escándalos de pedofilia. De este modo al final no solo se pide a la Iglesia el silencio sobre este tema, sino que también en la Iglesia se termina por pensar que es mejor no hablar de ello para no obstaculizar la evangelización. Y así el tema culturalmente más imponente, educativamente más decisivo, se abandona a la mentalidad mundana que invade también a los fieles, que cuando razonan sobre estas cosas ya no expresan un sensus fidelium teológicamente significativo, sino la mentalidad mundana de la que todos deberíamos convertirnos para unirnos a la novedad de Cristo, que por sí sola nos libera. Jesús no hizo sondeos cuando propuso el perdón de los enemigos, el matrimonio indisoluble, la eucaristía o la palabra de la cruz: sabía perfectamente qué pensaban incluso los discípulos. Dijo más bien: «¿También vosotros queréis marcharos?».
Entonces, ¿qué es lo que está hoy en juego?
Se deberían meditar las palabras del Papa Ratzinger en uno de sus últimos discursos: el del 22 de diciembre de 2012 para felicitar la Navidad a la curia romana. Él dijo que en las mutaciones y deformaciones que amenazan a la familia, con la pretensión de los llamados presuntos «nuevos derechos», con la redefinición del matrimonio, con la abrogación de la paternidad y la maternidad, está en juego nada menos que la identidad humana: sin las relaciones constitutivas que nos dan identidad –hijo, padre, madre, esposo y esposa, hermano y hermana- el hombre es solamente un individuo frágil manipulable por el poder. Pero la cuestión es también radicalmente teológica: porque está en juego el lenguaje originario de lo humano, del que se ha servido Dios en la Revelación para hablarnos. ¿Qué palabras nos quedarán para hablar de Dios sin el léxico de estas relaciones familiares?
Entre las cuestiones públicas más debatidas está ciertamente el tema de la diferencia/indiferencia sexual. Tan es así que, tentados por una cierta educación sentimental, sucede que también a los católicos les cuesta sostener con seguridad que el matrimonio es entre un hombre y una mujer.
La diferencia sexual, que marca al cuerpo hasta en las fibras más íntimas y lo orienta a un modo específico de relación, representa una referencia antropológica fundamental, con un marcado carácter vocacional. Es una llamada: es decir, no es solo un dato biológico casual y tampoco un factor exhaustivamente establecido en al biología. Es invitación a una respuesta y a un camino que pide educación, para asumir la forma de una unión en la que se realice el don de sí en el amor, con carácter de exclusividad, totalidad e irrevocabilidad de una promesa y con una intrínseca sobreabundancia de apertura a la vida en la procreación. La pérdida de la idea de que existe una naturaleza humana común no manipulable, que hay ligámenes originarios que dan identidad y misión a la vida (como sucede en la ideología de género), hace imposible pensar en un bien común de la sociedad. Una cosa es el respeto debido a todas las personas independientemente de su orientación sexual, otra son los derechos de la familia auténtica, base del bien común de la sociedad. ¿Cómo es posible no comprender que es la familia compuesta por hombre y mujer, radicada establemente en el matrimonio y comprometida en la educación de los hijos la que crea aquel «capital social» de comportamientos, de cultura y de virtudes sobre el que se basa el vivir juntos? ¿Cómo no entender que si falta esto se tritura el ligamen social?
Como muestran muchas respuestas al cuestionario de preparación al Sínodo de los obispos sobre la familia, sobre la moral y concepción del hombre, hay gran confusión entre los fieles. Una confusión exasperada por el bombardeo mediático tecnológico cada vez más invasivo.
La moral tiene hoy mala fama en la sociedad y también en la misma Iglesia. El discurso corriente fácilmente tiene como objetivo fácil el «moralismo». Y no sin motivo: cuando se piensa en la moral como en una serie de prohibiciones que limitan la libertad y pretenden violar la conciencia, resulta justificada una instintiva aversión. ¿Pero es de verdad esta la moral? Por otra parte, cuando no se logra distinguir entre moralismo y auténtica experiencia moral, se termina en la arbitrariedad del subjetivismo, en la subordinación a lo que establecen las estadísticas sobre la opinión predominante, o en un nuevo y más opresor legalismo de las reglas («no fumar en los parques públicos», «no ponerse obesos», «no comer carne de animales», «no tirar basura en el contenedor equivocado»…). En la raíz de esta reputación negativa de la moral está la fractura entre la persona y sus acciones. Nuestras acciones, como escribió Karol Wojtyla en Persona y acción, son expresión de nuestra persona y al mismo tiempo nos construyen, son nuestros padres, según la sugerente observación de san Gregorio de Nisa: en efecto, obrando nosotros no solo provocamos cambios en el mundo exterior, sino que nos convertimos en aquello que hacemos, cambiando antes que nada nosotros mismos con nuestras elecciones. Quien roba se convierte en ladrón y quien miente en un embustero. Nosotros no somos un sujeto abstracto construido independientemente de nuestro actuar: somos un yo-en-acción, que realiza libremente el don originario de su ser a través de sus acciones, en las relaciones con los demás y en un contexto cultural que contribuye a configurar. Por esto nuestras acciones tienen siempre una dimensión moral.
Pero la sociedad plural contemporánea está marcada por la coexistencia de diferentes visiones del mundo. ¿Cómo concebir la relación entre la moral y las leyes?
Es una pregunta crucial. En efecto la moral exige poner fundamentarse en una visión global de la vida, en una antropología, en una concepción del hombre y de Dios, mientras las leyes de nuestras sociedades pluralistas tienen necesidad de lograr el consenso de todos. Por otra parte mientras la moral tiene como perspectiva la del bien de la persona, la ley civil mira como ideal a la justicia en la convivencia entre los hombres, que es un objetivo más limitado. La llamada a compartir una serie de principios universales de justicia fundados en la razón común, aun siendo todavía teóricamente argumentable, es pragmáticamente imposible de experimentar, dado el pluralismo y la perplejidad post-moderna sobre la universalidad de la racionalidad humana. ¿Cómo proceder entonces? Me parece que se puede concordar con el cardenal Scola en dos presupuestos para una convivencia pública. En primer lugar se ha de reconocer que, más allá del pluralismo de las visiones, el hecho de la convivencia con los demás representa un bien que hay que preservar y cultivar, y esto exige respeto por la libertad y los derechos de las personas. No es libertad aquella que piensa que puede reírse de todo, también de aquello que es sagrado para el otro. En segundo lugar, sobre tantas cuestiones controvertidas, hay que recorrer pragmáticamente la vía del diálogo abierto entre las diversas identidades: la claridad de proponer la propia visión de las cosas, sin presunción de imponer la propia visión a los demás, pero también sin la censura de una laicidad sospechosa y hostil a la religión, permite una confrontación abierta en la que democráticamente podrá afirmarse la solución concreta que logrará convencer más que la propia bondad.
Frente a la difusión de la mentalidad laicista, que tiende a expulsar a Dios de la vida concreta del hombre, ¿con qué criterio los cristianos deben intentar un pensamiento y una acción pública que ofrecer a la reflexión común?
La afirmación de san Juan Pablo II de que «la fe debe hacerse cultura» no es una opción estratégica válida solo en algunos momentos históricos. Es la descripción de una exigencia intrínseca e irrenunciable de la identidad cristiana, que debe expresarse en el obrar y confrontarse con las grandes cuestiones culturales que se agitan en la sociedad. Si no lo hace, el cristiano no solo incumple su tarea específica de misión en el mundo y se transforma en sal insípido, que antes o después terminará pisoteado por los que pasan, sino que él mismo no conseguirá entender el sentido de la fe que profesa pero que ha relegado al intimismo. Él, sin darse cuenta, sobre las cuestiones antropológicamente y socialmente decisivas terminará con una sumisión a los «esquemas del mundo», como dice san Pablo y como repetía con frecuencia don Giussani siguiendo la famosa Carta a los cristianos de Occidente escrita en los primeros años setenta por el teólogo checo Josef Zverina.
Para los cristianos la razón última de la defensa de los valores es Cristo mismo. ¿Por qué pueden proponerlos a los no creyentes?
En lugar de «valores», prefiero hablar de «bienes». El discurso de los valores evoca la percepción subjetiva de la conciencia, mientras que el bien es algo que objetivamente se da en la realidad y es accesible a la razón según un orden y una jerarquía. La cuestión que usted plantea se refiere al fin y al cabo al nexo entre encuentro con Cristo y experiencia de lo humano. El encuentro con Cristo se verifica en su capacidad de transformar la vida y de hacerla más conforme a lo que el corazón de cada uno espera. Y precisamente así está en grado de convencer de su conveniencia en incluso de su verdad. Es una verificación que cada persona debe hacer continuamente en los desafíos de la propia existencia y que la misma comunidad de los discípulos de Jesús con humilde fiereza puede proponer a la comunidad de los hombres. Y los hombres, también los no cristianos, pueden reconocer así que algunos bienes, que se han revelado históricamente en un contexto cristiano, corresponden verdaderamente a lo que también ellos pueden apreciar como válido y en consecuencia adoptarlos, aun sin llegar a abrazar la fe, que es la fuente de su emergencia histórica. Así ha sucedido históricamente para el valor único y el primado de la persona respecto al Estado, también a partir del testimonio de los mártires cristianos («se debe obedecer a Dios antes que a los hombres»); así ha sucedido para el matrimonio monogámico en el mundo de la Roma antigua, que ha sabido transformar la cultura permisiva de la época, que conocía, legitimaba y practicaba ya el divorcio, el aborto y la homosexualidad. La Epístola a Diogneto, antiguo texto patrístico, habla precisamente de esta «diferencia» cristiana pero también de su capacidad atractiva y transformante. Es un desafío fascinante que se presenta en toda época de la historia y siempre en formas singulares.