(Corriere/RenL) Por la importancia de su contenido en relación a las polémicas del pasado sínodo de la familia, y por la relevancia del entrevistado, reproducimos en su integridad la entrevista concedida por el cardenal Angelo Scola, arzobispo de Milán, al diario italiano Corriere della Sera.
Cardenal Scola, en el Sínodo la Iglesia se ha dividido. Han surgido una mayoría y una minoría. ¿Es normal? ¿O es preocupante?
La palabra división está fuera de lugar. Han surgido posiciones distintas. Ha habido una confrontación, a veces impelente, pero que ha tendido siempre a la comunión. Dejemos de pensar ya en los Concilios.
¿Cuál es su postura?
Personalmente he sugerido que se piense sobre esta cuestión desde la raíz, a la luz de una reflexión antropológica sobre la diferencia sexual y, en el plano teológico, profundizando la relación matrimonio-eucaristía. Y he presentado una propuesta que va en la dirección indicada varias veces también por el Papa de permanecer fieles a la doctrina, pero de acercarse al corazón de la gente y de agilizar las verificaciones de nulidad del matrimonio. He lanzado la idea de implicar de una manera más directa al obispo en los procedimientos.
¿Sin que los fieles tengan que pagar?
Sobre esto circulan varias leyendas urbanas. La Conferencia Episcopal Italiana garantiza desde hace tiempo la financiación de los tribunales y ha introducido abogados de oficio gratuitos. Hoy, en Italia, todo el que lo quiera puede abrir una causa de verificación de nulidad aunque no tenga dinero. Pero si hay abogados que cobran cifras abusivas, hay que actuar duramente contra ello.
Sobre la cuestión de la comunión a los divorciados que se han vuelto a casar, ¿cuál es su posición?
He discutido sobre ello intensamente, en especial con los cardenales Marx, Danneels y Schönborn, que estaban en mi «círculo menor», pero no consigo ver las razones adecuadas de una posición que por una parte afirma la indisolubilidad del matrimonio como algo que está fuera de toda discusión, pero por la otra parece negarla en los hechos, llevando a cabo casi una separación entre doctrina, pastoral y disciplina. Este modo de sostener la indisolubilidad la reduce a una especie de idea platónica, que está en el empíreo y no entra en lo concreto de la vida. Y plantea un problema educativo grave: ¿cómo les decimos a los jóvenes que se casan hoy, para los que el «para siempre» ya es muy difícil, que el matrimonio es indisoluble si saben que, de todas formas, habrá siempre una vía de salida? Es una cuestión que se plantea poco y esto me asombra mucho.
Por lo tanto, en el sínodo, ¿usted ha votado con la minoría?
En todo caso con la mayoría, si bien yo no razonaría en estos términos: sobre las propuestas que no han alcanzados los dos tercios puede haber habido un voto transversal. Ciertamente, la posición del magisterio me ha parecido, decididamente, la más seguida en las relaciones de los «círculos menores».
¿Y si el Papa, al final del sínodo, adoptara una posición que usted no comparte?
Creo realmente que no la adoptará. Pero de este debate ya ha salido, y se reforzará, una atención tanto a los divorciados vueltos a casar como a los homosexuales que no ha habido hasta ahora. Los beneficios del vivo debate sinodal ya son evidentes, sobre todo porque han hecho emerger un contenido fundamental: la familia como sujeto, y no sólo objeto, del anuncio del Evangelio. La familia está llamada a testimoniar la belleza de afrontar la vida diaria con la mirada de la fe: afectos, trabajo, descanso, dolor, mal, procreación y educación, construcción de vida buena. En resumen, a hacer de verdad una experiencia de Iglesia que sale de sí misma.
El Papa podrá dejar inmutada la doctrina, pero es indudable que ha desplazado el acento sobre otros temas, en particular sobre el social.
Tenemos que reconocerlo: el estilo -pero el estilo, decía Lacan, es el hombre- de este Papa ha representado para nosotros europeos una pro-vocación, en el sentido etimológico de la palabra. Nos ha puesto ante la urgencia de asumir nuestro deber de cristianos de manera distinta. Y esto conlleva una saludable dosis de desestabilización, porque si uno no es provocado no cambia. De todas formas, he visto en el Sínodo, pero también en las congregaciones pre-Cónclave, un espesor de comunión milenaria que nos urge a todos a reconocer en el ministerio petrino el pilar que garantiza la unidad de la Iglesia. Podrá haber un diálogo encendido y también una dialéctica y momentos de incomprensión, pero al final todos convergemos allí. El estilo del Papa nos pide a cada uno de nosotros fieles la humildad de escucharlo mucho y de entrar en su perspectiva. Partiendo de su experiencia latino-americana, que tiene detrás una cultura y una teología sobre la cual como mínimo nosotros europeos no estábamos adecuadamente informados, el Papa pone el acento sobre aspectos a los que nosotros tal vez estábamos acostumbrados a enfrentarnos con una modalidad un poco más «sentada», un poco más burguesa.
Usted ha dicho que la Iglesia ha sido lenta en abrirse a los homosexuales. Ruini le ha respondido que la oleada libertaria refluirá, como ha sucedido con la oleada marxista. ¿Esta de acuerdo?
Hace veinte años escribí que la revolución sexual habría puesto a prueba la propuesta cristiana aún más de lo que lo hizo la revolución marxista. Ahora esto se está verificando. Podrá haber un reflujo, de hecho ya se ve alguna señal: por ejemplo en los EEUU han surgido asociaciones de jóvenes que eligen llegar vírgenes al matrimonio. Hay una realidad de base, en nuestras tierras aún relevante, que ve la fidelidad a la familia en términos cada vez más conscientes y se inclina a estilos de fraternidad, a la hospitalidad, a la acogida, a la adopción. Comparto con el cardenal Ruini la idea de que la opinión pública no coincide para nada con la opinión mediática. Pero el camino justo es el camino del pagar en persona. Nosotros, en el respeto de los procedimientos de la sociedad plural, no nos podemos exonerar de tomar una posición pública y, por lo tanto, de proponer leyes que consideramos las mejores. Hoy, el riesgo más grande es destruir la filiación a través del vientre de alquiler, lo que significa traer al mundo a hijos huérfanos de padres vivos, con el enorme fardo de problemas que esto ya está produciendo.
Por lo tanto, en su opinión, ¿tiene aún sentido hablar de valores no negociables? Usted sabe que el Papa no se reconoce en esta expresión.
No quisiera parecer presuntuoso, pero no he usado nunca esta expresión. He hablado siempre de principios irrenunciables. En cualquier caso, con la expresión «no negociables» no se quería decir que no estamos dispuestos a dialogar con todos, sino que hay, de facto, unos principios que para nosotros son irrenunciables, como el oxígeno para la vida. Estoy convencido de que en una sociedad plural es necesaria la operación de la que habla Ratzinger en su diálogo con Habermas. Yo pongo integralmente mi visión dentro de una sociedad que registra la presencia de sujetos con visiones distintas y persigo con constancia la confrontación. Pero a ciertos principios no puedo renunciar: si mi posición no es acogida, recurriré a la objeción de conciencia.
¿A qué puntos se refiere?
Tenemos que decidirnos a pensar como una unidad la terna derechos, deberes, leyes. No se pueden hacer leyes sin hacer referencia a derechos y deberes considerados en conjunto. Hoy no se presenta esta terna de manera unitaria. Cada inclinación subjetiva pretende ser incluso un derecho fundamental. Precisamente mientras se invoca la máxima libertad, se construye una red cada vez más estrecha de leyes que la reducen.
Estamos en vísperas de su discurso de San Ambrosio. Milán vive hoy la degradación de las periferias y la revolución social.
Me remontaré a la tesis del Papa Francisco sobre la «mega-city» de Buenos Aires. La fuerza de Buenos Aires - dice el Papa - es su ser un poliedro: tal vez todas las caras son desiguales, pero el poliedro es uno. Milán no es una «mega-city» pero ya es una metrópolis, en la que ciertos barrios periféricos se han convertido en un concentrado de marginación muy grave. Mis párrocos y Caritas dicen que en esas situaciones ya sólo el 20-25% de la población está constituido por personas estables con una renta segura. Ya no hay un sujeto capaz de contener los fenómenos de ocupación de casas, de los sin techo, de la delincuencia, grande o pequeña. Paradójicamente, en nuestra ciudad el problema puede dominarse menos respecto a los slums, las favelas o las villas miserias, precisamente debido a que los fenómenos de marginación en Milán están difundidos como manchas de leopardo, aquí y allá. Acabo de estar en Baggio y Forlanini y he visto hileras de edificios en los que han explotado estos problemas; pero en Corveto veo otros y en Quarto Oggiaro [todos los citados son barrios de Milán, NdT] otros distintos; con la paradoja escandalosa de que hay casas sin habitantes y habitantes sin casa.
¿Qué impresión le causa Salvini [político y periodista italiano de la Liga Norte], aliado de Marine Le Pen?
Me parece que ahora tiene un proyecto nacional, pero hay que entender cuáles son las exigencias profundas de las que parte su propuesta. Entre nuestra gente hay mucho miedo y sería abstracto considerar que el fenómeno migratorio, con el rápido cruce de estilos de vida tan distintos, no aumente el miedo. Pero el miedo es mal consejero: hay que escucharlo hasta el fondo y dar las razones para superarlo. Si en cambio se cabalga sobre el miedo éste se convierte en rabia y la rabia es el terreno fértil para la ideologia. La rabia puede convertirse en violencia o resignación narcisista. Esto vale para todos, también para nosotros los cristianos.
Artículo publicado originalmente en el Corriere della Sera.
Traducción de Helena Faccia Serrano para Religión en Libertad.