La Iglesia es la Iglesia de la Nueva Alianza, pero vive en un mundo en el cual sigue existiendo inmutada esa «dureza del [...] corazón» (Mt 19, 8) que empujó a Moisés a legislar. Por lo tanto, ¿qué puede hacer concretamente, sobre todo en un tiempo en el que la fe se diluye siempre más, hasta el interior de la Iglesia, y en el que las «cosas de las que se preocupan los paganos», contra las cuales el Señor alerta a los discípulos (cfr. Mt 6, 32), amenazan con convertirse cada vez más en la norma?
Primero de todo, y esencialmente, debe anunciar de manera convincente y comprensible el mensaje de la fe, intentado abrir espacios donde pueda ser vivida verdaderamente. La curación de la «dureza del corazón» sólo puede llegar de la fe y sólo donde ella está viva es posible vivir lo que el Creador había destinado al hombre antes del pecado. Por ello, lo principal y verdaderamente fundamental es que la Iglesia haga que la fe sea viva y fuerte.
Al mismo tiempo, la Iglesia debe seguir intentando sondear los confines y la amplitud de las palabras de Jesús. Debe permanecer fiel al mandato del Señor y tampoco puede ampliarlo demasiado. Me parece que las denominadas «cláusulas de la fornicación» que Mateo añadió a las palabras del Señor transmitidas por Marcos reflejan ya dicho esfuerzo. Se menciona un caso que las palabras de Jesús no tocan.
Este esfuerzo ha continuado en el arco de toda la historia. La Iglesia de Occidente, bajo la guía del sucesor de Pedro, no ha podido seguir el camino de la Iglesia del imperio bizantino, que se ha acercado cada vez más al derecho temporal, debilitando así la especificidad de la vida en la fe. Sin embargo, a su manera ha sacado a la luz los confines de la pertinencia de las palabras del Señor, definiendo así de manera más concreta su alcance. Han surgido, sobre todo, dos ámbitos que están abiertos a una solución particular por parte de la autoridad eclesiástica.
1. En 1 Cor 7, 12-16, San Pablo – como indicación personal que no proviene del Señor, pero a la que sabe estar autorizado – dice a los Corintios, y a través de ellos a la Iglesia de todos los tiempos, que en el caso de matrimonio entre un cristiano y un no cristiano éste puede ser disuelto siempre que el no cristiano obstaculice al cristiano en su fe. De ello la Iglesia ha derivado el denominado «privilegium paulinum», que continúa siendo interpretado en su tradición jurídica (cfr. CIC, can. 1143-1150).
De las palabras de San Pablo la tradición de la Iglesia ha deducido que sólo el matrimonio entre dos bautizados es un sacramento auténtico y, por consiguiente, absolutamente indisoluble. Los matrimonios entre un no cristiano y un cristiano sí que son matrimonios según el orden de la creación y, por tanto, definitivos de por sí. Sin embargo, pueden ser disueltos en favor de la fe y de un matrimonio sacramental.
Al final, la tradición ha ampliado este «privilegio paulino», convirtiéndolo en «privilegium petrinum». Esto significa que el sucesor de Pedro tiene el mandato de decidir, en el ámbito de los matrimonios no sacramentales, cuándo está justificada la separación. Sin embargo, este denominado «privilegio petrino» no ha sido acogido en el nuevo Código, como era en cambio la intención inicial.
El motivo ha sido el disenso entre dos grupos de expertos. El primero ha subrayado que el fin de todo el derecho de la Iglesia, su metro interior, es la salvación de las almas. De ello se deduce que la Iglesia puede y está autorizada a hacer lo que sirve para conseguir este fin. El otro grupo, al contrario, defendía la idea de que los mandatos del ministerio petrino no deben ampliarse demasiado y que es necesario permanecer dentro de los límites reconocidos por la fe de la Iglesia.
Debido a la falta de acuerdo entre estos dos grupos, el Papa Juan Pablo II decidió no acoger en el Código esta parte de las costumbres jurídicas de la Iglesia y siguió confiándola a la congregación para la doctrina de la fe que, junto con la praxis concreta, debe examinar continuamente las bases y los límites del mandato de la Iglesia en este ámbito.
2. En el tiempo se ha desarrollado de manera cada vez más clara la conciencia de que un matrimonio contraído aparentemente de manera válida, a causa de vicios jurídicos o efectivos puede no haberse concretizado realmente y, por lo tanto, puede ser nulo. En la medida en que la Iglesia ha desarrollado el propio derecho matrimonial, ella ha elaborado también de manera detallada las condiciones para la validez y los motivos de posible nulidad.
La nulidad del matrimonio puede derivar de errores en la forma jurídica, pero también, y sobre todo, de una insuficiente conciencia. Respecto a la realidad del matrimonio, la Iglesia muy pronto reconoció que el matrimonio se constituye como tal mediante el consentimiento de los dos cónyuges, que debe expresarse también públicamente en una forma definida por el derecho (CIC, can. 1057 § 1). El contenido de esta decisión común es el don recíproco a través de un vínculo irrevocable (CIC, can. 1057 § 2; can. 1096 § 1). El derecho canónico presupone que las personas adultas sepan ella solas, partiendo de su naturaleza, qué es el matrimonio y, por consiguiente, que sepan también que es definitivo; lo contrario debería ser demostrado expresamente (CIC, can. 1096 § 1 e § 2).
Sobre este punto, en los últimos decenios han nacido nuevos interrogantes. ¿Se puede presumir hoy que las personas sepan «por naturaleza» sobre lo definitivo y la indisolubilidad del matrimonio, asintiendo con su sí? ¿O acaso no se ha verificado en la sociedad actual, al menos en los países occidentales, un cambio en la conciencia que hace presumir más bien lo contrario? ¿Se puede dar por descontada la voluntad del sí definitivo o no se debe más bien esperar lo contrario, es decir, que ya desde antes se está predispuesto al divorcio? Allí donde el aspecto definitivo sea excluido conscientemente no se llevaría a cabo realmente el matrimonio en el sentido de la voluntad del Creador y de la interpretación de Cristo. De esto se percibe la importancia que tiene hoy una correcta preparación al sacramento.
La Iglesia no conoce el divorcio. Sin embargo, después de lo apenas indicado, ella no puede excluir la posibilidad de matrimonios nulos. Los procesos de anulación deben ser llevados en dos direcciones y con gran atención: no deben convertirse en un divorcio camuflado. Sería deshonesto y contrario a la seriedad del sacramento. Por otra parte, deben examinar con la necesaria rectitud las problemáticas de la posible nulidad y, allí donde haya motivos justos en favor de la anulación, expresar la sentencia correspondiente, abriendo así a estas personas una nueva puerta.
En nuestro tiempo han surgido nuevos aspectos del problema de la validez. Ya he indicado antes que la conciencia natural sobre la indisolubilidad del matrimonio es ahora problemática y que de ello derivan nuevas tareas para el procedimiento procesal. Quisiera indicar brevemente otros dos nuevos elementos:
a. El can. 1095 n. 3 ha inscrito la problemática moderna en el derecho canónico allí donde dice que no son capaces de contraer matrimonio las personas que «no pueden asumir las obligaciones esenciales del matrimonio por causas de naturaleza psíquica». Hoy, los problemas psíquicos de las personas, precisamente ante una realidad tan grande como el matrimonio, se perciben más claramente que en el pasado. Sin embargo, es bueno poner en guardia sobre edificar la nulidad, de manera imprudente, a partir de los problemas psíquicos; haciendo esto se estaría pronunciando fácilmente un divorcio bajo la apariencia de la nulidad.
b. Hoy se impone, con gran seriedad, otra pregunta. Actualmente hay cada vez más paganos bautizados, es decir, personas que se convierten en cristianas por medio del bautismo, pero que no creen y que nunca han conocido la fe. Se trata de una situación paradójica: el bautismo hace que la persona sea cristiana, pero sin fe ésta es sólo, a pesar de todo, un pagano bautizado. El can. 1055 § 2 dice que «entre bautizados, no puede haber contrato matrimonial válido que no sea por eso mismo sacramento». Pero, ¿qué sucede si un bautizado no creyente no conoce para nada el sacramento? Podría también tener la voluntad de la indisolubilidad, pero no ve la novedad de la fe cristiana. El aspecto trágico de esta situación se hace evidente sobre todo cuando bautizados paganos se convierten a la fe e inician una vida totalmente nueva. Surgen aquí preguntas para las cuales no tenemos todavía una respuesta. Es, por lo tanto, más urgente aún profundizar sobre ellas.
3. De cuanto dicho hasta ahora surge que la Iglesia de Occidente – la Iglesia católica –, bajo la guía del sucesor de Pedro, por un lado sabe que está estrechamente vinculada a la palabra del Señor sobre la indisolubilidad del matrimonio; sin embargo, por el otro ha intentado también reconocer los límites de esta indicación para no imponer a las personas más de lo que es necesario.
Así, partiendo de la sugerencia del apóstol Pablo y apoyándose al mismo tiempo en la autoridad del ministerio petrino, para los matrimonios no sacramentales ha elaborado ulteriormente la posibilidad del divorcio en favor de la fe. De la misma manera, ha examinado en todos los aspectos la nulidad de un matrimonio.
La exhortación apostólica «Familiaris consortio» de Juan Pablo II, de 1981, ha llevado a cabo un paso ulterior. En el número 84 está escrito: «En unión con el Sínodo exhorto vivamente a los pastores y a toda la comunidad de los fieles para que ayuden a los divorciados, procurando con solícita caridad que no se consideren separados de la Iglesia […]. La Iglesia rece por ellos, los anime, se presente como madre misericordiosa y así los sostenga en la fe y en la esperanza».
Con esto, a la pastoral se le confía una tarea importante, que tal vez no ha sido suficientemente transpuesta en la vida cotidiana de la Iglesia. Algunos detalles están indicados en la propia exhortación. Se dice que estas personas, en cuanto bautizadas, pueden participar en la vida de la Iglesia, que incluso deben hacerlo. Se enumeran las actividades cristianas que para ellos son posibles y necesarias. Sin embargo, tal vez sería necesario subrayar con mayor claridad qué pueden hacer los pastores y los hermanos en la fe para que ellas puedan sentir de verdad el amor de la Iglesia. Pienso que sería necesario reconocerles la posibilidad de comprometerse en las asociaciones eclesiales y también que acepten ser padrinos o madrinas, algo que por ahora no está previsto por el derecho.
Hay otro punto de vista que se difunde. La imposibilidad de recibir la santa eucaristía es percibida de una manera tan dolorosa sobre todo porque, actualmente, casi todos los que participan en la misa se acercan también a la mesa del Señor. Así, las personas afectadas aparecen también públicamente descalificadas como cristianas.
Considero que la advertencia de San Pablo a autoexaminarse y a la reflexión sobre el hecho de que se trata del Cuerpo del Señor debería tomarse otra vez en serio: «Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo» (1 Cor 11, 28 s.) Un examen serio de uno mismo, que puede también llevar a renunciar a la comunión, nos haría además sentir de manera nueva la grandeza del don de la eucaristía y, por añadidura, representaría una forma de solidaridad con las personas divorciadas que se han vuelto a casar.
Quisiera añadir otra sugerencia práctica. En muchos países se ha convertido en una costumbre que las personas que no pueden comulgar (por ejemplo, las personas pertenecientes a otras confesiones) se acerquen al altar, pero mantengan las manos sobre el pecho, haciendo entender de este modo que no reciben el Santísimo Sacramento, pero que piden una bendición, que se les da como signo del amor de Cristo y de la Iglesia. Esta forma ciertamente podría ser elegida también por las personas que viven en un segundo matrimonio y que por ello no están admitidas a la mesa del Señor. El hecho que esto haga posible una comunión espiritual intensa con el Señor, con todo su Cuerpo, con la Iglesia, podría ser para ellos una experiencia espiritual que les refuerce y les ayude.