(Aires de la Mancha/InfoCatólica) «Tenemos muchos problemas. Han fallecido dos personas y 13 se niegan a venir a trabajar, quieren quedarse en cuarentena. Yo he ido cada día y he saludado a todos, me meten miedo, la muerte ronda. Se sospecha de algún caso más de ébola. Esperamos resultados. Es penoso pero hay que estar. Lo comparo a la guerra, aunque esto es más peligroso. El enemigo en casa. Estamos encomendando a Dios que haga su parte, todo, y nosotros a sus órdenes». Estas palabras datan el 11 de julio, cuando el maligno virus ya acechaba al padre Miguel.
Entre rezos y súplicas había despedido, cuatro días antes, el cadáver de una mujer que había contraído la «peste», como él llama a la infección. «Ojalá nos escuchen y la ayuda llegue pronto. Esto puede complicarse. Temo lo peor», confesaba el sacerdote a sus colaboradores en el hospital.
Entonces aún le quedaban fuerzas, las suficientes para aliviar en lo posible las almas y los cuerpos de aquellos negros desvaídos a los que iba administrando la extremaunción poco antes de que fallecieran desangrados por las hemorragias del virus. De cerca, sin marcar distancia con nada ni con nadie. Fiel a la promesa asumida desde que abrazara la orden de San Juan de Dios de jugársela -»hasta morir si fuera preciso»- por los más desgraciados.
El 12 de julio, el religioso toledano insistía en su desesperación en una misiva dirigida a su prima en La Iglesuela. «Seguimos en la lucha sin parar, buscando soluciones, todas de prevención. No hay tratamiento para nada. Cada día más decepciones del personal [médicos, enfermeras, colaboradores] por la falta de medios… Un abrazo y disfruta. Tu primo del alma, Miguel».
En 1976, dos brotes
Mucho antes de que el sacerdote Miguel Pajares llegara a Liberia el virus ya había dado la cara. La primera vez,1976, en dos brotes simultáneos ocurridos en Nzara (Sudán) y Yambuku (República Democrática del Congo). La aldea en que se produjo el segundo de ellos está situada cerca del río Ébola, que da nombre al microorganismo.
Diez días antes de aquel «seguimos en la lucha sin parar» del 12 de julio, el misionero habla de su salud por primera vez. Mal tiene que sentirse para contárselo a sus seres queridos. En su casa de La Iglesuela hay rezos. «Ayer me sentí mal, con fiebre y débil. La analítica dio fiebres tifoideas que comenzamos a tratar ayer por la tarde. La noche no ha bajado la fiebre…»
El 14 de julio, escribe: «Por fin puedo brindaros una realidad que nos viene preocupando desde hace meses, y que cada día tocamos o evitamos tocarla, la epidemia de ébola (…). Os parecerá mentira, pero nos falta lo más elemental para prevención: guantes, vestidos aislantes, máscaras, desinfectantes, etc., dado que no hay tratamiento específico para el ébola (…). El mismo problema lo está sufriendo otro hospital de Sierra Leona, la campaña es común (…). Me gustaría daros mejores noticias. No os asusto con casos alarmantes, prefiero que la esperanza sea nuestro objetivo. Un abrazo fuerte, aunque aquí están prohibidos por la enfermedad».
La muerte de su amigo
El 2 de agosto es un día especialmente dramático para el misionero: «Os comparto nuestro sufrimiento que no acaba. Espero vuestra oración». Patrick Nshamdze, su compañero de lucha, al que atendió al enfermar, ha muerto hace apenas unas horas tras permanecer varios días ingresado. Las palabras de la carta de Miguel también sonaban a despedida. Y en cierto modo, lo eran.
El virus que llevaba combatiendo se le había metido en las entrañas. «El diablo dentro», que diría él este jueves al embarcar en el avión medicalizado que le traía yacente a España. Horas antes, en el hospital de Liberia, se había resistido. No quería abandonar a Juliana, la monja hispanoguineana que lo ayudaba, ni a Chantal (congoleña que ha fallecido) ni a Paciencia (guineana). «Si ellas se quedan, yo me quedo», dijo a los sanitarios españoles enviados al rescate.
Temía lo peor. «Si se quedan aquí no tendrán a nadie que las cuide». Miguel no sabía que el vuelo estaba programado sólo para dos, Juliana y él. A los dos les sedaron y los metieron en una urna de pastico esterilizada. La mujer vino sin que se supiera si tenía ébola. Lo suyo, al final, son fiebres tifoideas.