Señores cardenales, arzobispos y obispos, señor Nuncio, sacerdotes, consagrados y laicos colaboradores de esta Casa, amigos todos que nos seguís a través de los medios de comunicación, señoras y señores:
Doy cordialmente la bienvenida y las gracias a los Hermanos en el episcopado, que hacen el sacrificio de dejar por cinco días sus sedes, que cubren el mapa entero de España, para encontrarnos todos aquí, durante esta semana, en la centésimo primera Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española.
Es la tercera semana del tiempo de Pascua. Hace solo ocho días celebrábamos el domingo de la Octava, bajo el signo de la Divina Misericordia. Haciendo memoria de la liturgia de ese domingo, invocamos sobre nuestra Asamblea la gracia del Dios de misericordia infinita, para que, en esta Pascua y en este encuentro nuestro, se reanime en nosotros la fe y podamos ser instrumentos aptos del Evangelio de la misericordia en favor del Pueblo santo de Dios y de todo el mundo. Así lo deseaba ardientemente el beato Juan Pablo II al establecer la celebración de la Divina Misericordia en el segundo domingo de Pascua, y así lo propone también con renovado empeño el papa Francisco, reiterando su invocación de la misericordia en casi todas sus apariciones: desde el primer ángelus hasta el domingo pasado[1].
I Especial tiempo de gracia para la Iglesia: cambio de pontificado
Desde que, el pasado día 11 de febrero, el papa Benedicto XVI anunció su decisión de renunciar al ministerio petrino, la Iglesia ha vivido un especial tiempo de gracia, desde la nunca vista despedida pública de un papa ejerciendo su ministerio de pastor de la Iglesia universal, hasta la celebración del cónclave, en un clima de extraordinaria expectación mundial, crecida, si cabe todavía más, con la elección del papa Francisco.
1. No hay precedentes de una renuncia como la de Benedicto XVI. Pero esta mera constatación histórica, por llamativa que sea, no implica en modo alguno que el gran papa alemán haya introducido alguna ruptura en la vida de la Iglesia. La renuncia al oficio del obispo de Roma es un hecho no solo perfectamente posible desde el punto de vista teológico, sino también expresamente previsto en el ordenamiento jurídico canónico: «Si el Romano Pontífice renunciase a su oficio, se requiere para la validez que la renuncia sea libre y se manifieste formalmente, pero no que sea aceptada por nadie»[2]
Al hacer uso de esta posibilidad teológica y canónica, el papa Benedicto explicó las razones que le movieron a actuar así: «En el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de san Pedro y anunciar el Evangelio es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado»[3]
Más allá de tantas especulaciones acerca de los motivos de su renuncia, que no pasan de meros supuestos -en muchos casos claramente infundados- hay que atenerse a la limpia explicación dada por el mismo papa Benedicto. No tiene que extrañar demasiado que un anciano de ochenta y seis años, a quien hemos visto claramente disminuido en estos días en sus condiciones físicas, se considere incapaz de seguir ejerciendo el oficio de sucesor de Pedro. Él alude a las transformaciones experimentadas por el mundo y a los enormes desafíos que este presenta a la misión de la Iglesia. En efecto, tanto a causa de las condiciones objetivas de un mundo tan global e intercomunicado, que posibilita y exige a la vez atención continua a todo el orbe e incluso la presencia física en todas partes, como a causa de la perspectiva pastoral abierta por el concilio Vaticano II, que presenta al papa como testigo y maestro vivo y directo de la fe, la forma de ejercer el oficio del obispo de Roma ha experimentado en la última mitad del siglo XX, especialmente con Juan Pablo II, un cambio muy grande. Nunca hasta entonces se había visto al papa ejerciendo como liturgo en clave universal, con continuas celebraciones en Roma seguidas en tiempo real desde todo el mundo; nunca se le había visto ejercer con tanta frecuencia e implicación personal el ejercicio del magisterio y de la catequesis en esas mismas circunstancias; nunca se había visto al papa solicitado por reiterados y agotadores viajes, convocando y guiando a la Iglesia en los más variados escenarios del mundo, como acontece en el caso de las visitas pastorales a numerosas Iglesias particulares o de los Encuentros Mundiales de las Familias y de las Jornadas Mundiales de la Juventud.
En estas circunstancias tan nuevas, se comprende bien la novedad de la renuncia del papa Benedicto. No solo se comprende, sino que se admira como un gesto de excepcional virtud personal. No era fácil dar ese paso; era también un modo de permanecer junto a la cruz del ministerio, como él mismo explicó en su última audiencia pública, en la plaza de San Pedro: «Amar a la Iglesia significa también tomar decisiones difíciles (...). No abandono la cruz, permanezco de otro modo ante el Señor Crucificado»[4]. Era un gesto que implicaba la fortaleza de seguir con rectitud la propia conciencia, sin permanecer inmóvil por miedos o cálculos de ningún tipo; era un gesto que ponía de manifiesto un espíritu acostumbrado al desprendimiento, humilde y generoso, atento al bien de los demás, de la Iglesia y de toda la humanidad.
Al retirarse al silencio de la oración, expresando públicamente su obediencia al próximo papa, Benedicto XVI nos ha dejado a todos, en particular a los pastores, un ejemplo excepcional de virtud. Ha sido como una visibilización de lo que nos había enseñado de diversos modos y volvió a repetirnos en su última catequesis: «Siempre he sabido que en esa barca está el Señor, y siempre he sabido que la barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino suya»[5]. ¡Qué gran lección para la nueva evangelización, de la que somos instrumentos o testigos, pero no señores! Hoy, cuando los desafíos y las dificultades que el mundo presenta a la Iglesia, a sus pastores y a todos los fieles, son tan grandes -como el papa Benedicto recordaba en su Declaración del 11 de febrero- es más necesario que nunca no perder de vista esta verdad: la evangelización es una obra, ante todo del Señor mismo; es Él quien fortalece y guía a su Iglesia; es cierto: todos nosotros somos colaboradores del Evangelio, llamados por el Señor y muy queridos por Él, pero nuestras ideas y nuestros planes no son, en realidad, ni la forma ni el fondo de la evangelización, ni siquiera nosotros mismos somos indispensables.
Todo esto es lo que tratamos de explicar en el encuentro al que convocamos a los periodistas en esta Casa la tarde misma de aquel 11 de febrero. Era necesario prestar nuestra humilde colaboración para iluminar la nueva situación, tan aireada por los medios de comunicación, y para pacificar los espíritus. El encuentro me dio ocasión para leer la breve nota que había publicado por la mañana, manifestando la gratitud de todos nosotros, los obispos de España, por el impagable servicio prestado a la Iglesia por Benedicto XVI, al tiempo que expresando la pena y la filial reverencia con que acogíamos su decisión. «Estamos seguros -escribíamos- de que el Señor bendecirá el costoso paso que [el papa Benedicto] acaba de dar con gracias abundantes para el nuevo papa y para toda la Iglesia»[6].
2. El cónclave, reunido el martes 12 de marzo, fue sin duda la primera de las grandes gracias del Señor para su Iglesia tras la renuncia de Benedicto XVI. Se celebraba también en circunstancias novedosas y bajo la mirada escrutadora de prácticamente todos los medios de comunicación importantes del mundo entero. La situación de sede vacante se había producido esta vez sin el tiempo previo que las semanas o meses inmediatamente anteriores a la muerte del pontífice suelen conceder para la reflexión. A ello se añadía el ambiente de especulaciones que se creó con la renuncia del papa. Por eso, y por otros motivos, algunos pensaban, no sin cierta razón, que la elección del nuevo papa no iba a ser fácil. Sin embargo, el cónclave fue brevísimo: de solo dos días; y el papa Francisco solo necesitó una votación más que el papa Benedicto para salir elegido.
No se lo esperaban los medios de comunicación y muchos de sus comentadores. El nombre del cardenal Bergoglio no había aparecido en ninguna de sus previsiones. El efecto sorpresa, unido a la personalidad del nuevo romano pontífice, dio lugar a que el papa Francisco fuera acogido con juicios por lo general muy favorables por parte de aquellos mismos medios que no habían sido capaces de influir mínimamente en la elección del papa con sus opiniones, valoraciones y previsiones, como tampoco de dar a sus lectores una información suficientemente fundada acerca de la preparación del cónclave. Con todo, hay que agradecer el enorme esfuerzo y el extraordinario trabajo desplegado por los medios, que llevaron la imagen y el hecho de la Iglesia y del papa a la opinión pública de todo el mundo, de modo también nunca visto, como lo hizo el mismo papa Francisco en la memorable audiencia que les concedió el 16 de marzo. Hemos de dar gracias a Dios, en todo caso, por la libertad e independencia mostrada por los cardenales, al tiempo que aprovechamos la experiencia vivida sobre las virtudes y los límites de los medios en lo que se refiere a lo más íntimo y relevante de la vida de la Iglesia. Es ciertamente el Espíritu Santo quien la guía.
Muchos de los miembros de nuestra Conferencia conocimos y tratamos al papa Francisco cuando, como cardenal-arzobispo de Buenos Aires, tuvo la generosidad de venir a darnos los Ejercicios Espirituales, en enero de 2006[7]. Aquel mismo año, algunos tuvimos también la ocasión de gozar de su exquisita hospitalidad en una visita a Buenos Aires. Aquí, en Madrid, quedamos impresionados de la humildad de nuestro director de Ejercicios, al tiempo que vimos en él un jesuita poseído por el amor a la Iglesia, la Esposa de Jesucristo, y profundo conocedor del método ignaciano y del discernimiento de espíritus, que supo animarnos a largas horas de oración y adoración al Señor y a poner ante Él nuestras vidas, sacando a la luz del Amor crucificado todo lo que ha de ser sanado y enderezado en ellas, sin miedos, sin componendas. En su sede bonaerense lo encontramos como pastor entregado en cuerpo y alma a su pueblo; como un obispo que, sin alardes ni concesiones a la opinión publicada, acompaña a sus fieles para llevarles el ungüento de la fe y del amor de Dios allí donde ellos se encuentran. Aquí y allá, siempre afable y atento, con una autenticidad que transparenta un espíritu libre, forjado en la libertad para la que Cristo nos ha liberado.
En estas primeras semanas de su pontificado lo hemos visto y oído invitando a toda la Iglesia a lo esencial. Muchos han subrayado cómo el papa Francisco apareció aquel 13 de marzo en el balcón de las bendiciones de San Pedro con una pequeña pero muy significativa novedad: orando e invitando a la oración; por su predecesor, por la Iglesia, por él mismo. El cardenal Bergoglio no se cansaba nunca de pedir que rezaran por él. Tampoco el papa se cansará de hacerlo. ¡Qué mejor augurio! El papa Benedicto nos dejó bien claro que la oración es tal vez la clave más importante para entender a fondo la figura de Jesús y el ser de la Iglesia[8].
Los días de la Semana de Pasión y de la Semana Santa le hemos oído al papa hablarnos con gran unción de lo esencial del Evangelio: que la Iglesia vive de la misericordia de Dios manifestada en la cruz y Resurrección del Señor y que su misión es llevar esa vida hasta los confines del mundo, hasta las «periferias» de la existencia humana. Que podemos vencer en la batalla de la vida cristiana y no dejarnos engañar por la amargura y la tristeza, obras del Diablo, porque la gracia del Señor es infinitamente más poderosa[9].
En la homilía de la concelebración con los cardenales nos dijo: «El mismo Pedro que ha confesado a Jesucristo, le dice: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Yo te sigo, pero ni hablar de cruz. Esto queda fuera. Te sigo con otras posibilidades, sin la cruz». Cuando caminamos con la cruz, cuando edificamos sin la cruz y cuando confesamos a un Cristo sin cruz, no somos discípulos del Señor: somos mundanos; somos obispos, sacerdotes, cardenales, papas, pero no discípulos del Señor»[10]. Es ponernos a los pastores, sin rodeos, ante el centro del Misterio de Cristo y de la Iglesia.
Luego, en la Misa del inicio del ministerio petrino del obispo de Roma, en la solemnidad de San José, inspirándose en el oficio de «Custodio» del patrono de la Iglesia universal, resumió con palabras sencillas y profundas el sentido de su ministerio: «Velar por Jesús, con María, velar por toda la creación, velar por toda persona -especialmente por los más pobres- velar por nosotros mismos: he aquí un servicio que el obispo de Roma está llamado a desempeñar; pero al que todos estamos llamados, para que resplandezca la estrella de la esperanza; ¡protejamos con amor lo que Dios nos ha dado!»[11]. Hay que notar que, por primera vez en la historia, había venido a Roma, para esta ocasión solemne, un patriarca de Constantinopla, Bartolomé I.
Fue muy bella la homilía de la Misa crismal, centrada en la «unción» de Cristo, simbolizada y anticipada en el ungüento que baja por barba de Aarón y alcanza los bordes de su ornamento (cf. Sal 133). La salvación de Dios ha de alcanzar, por los pastores, hasta «las periferias donde hay sufrimiento, hay sangre derramada, ceguera que desea ver, donde hay cautivos de tantos malos patrones». Después de pedirnos a todos ser «pastores con olor a oveja», el papa continuaba diciendo: «Es bueno que la realidad misma nos lleve a ir allí donde lo que somos por gracia se muestre claramente como pura gracia, en ese mar del mundo actual, donde solo vale la unción -y no la función- y resultan fecundas las redes echadas únicamente en el nombre de Aquel de quien nos hemos fiado: Jesús»[12].
¡Qué hermosa manera de concretar espiritual y prácticamente el programa de la nueva evangelización en el que estamos empeñados! Damos gracias a Dios, porque este admirable cambio de pontificado ha sido y está siendo un momento de gracia y de presencia especial del Espíritu Santo para la Iglesia y para el mundo: desde la renuncia y despedida de Benedicto XVI hasta la elección y primeras semanas del pontificado del papa Francisco. Oremos por el papa y por la Iglesia.
II. Adelante con la nueva evangelización, en el Año de la fe
En esta Asamblea seguiremos tratando de diversas acciones previstas en el Plan Pastoral, que orienta el trabajo de la Conferencia Episcopal en orden a la dinamización de la nueva evangelización en cada una de las Iglesias diocesanas que el Señor nos ha encomendado.
1. Si Dios quiere, publicaremos un Mensaje explicando brevemente el hondo significado de la Beatificación del Año de la fe e invitando a fieles y comunidades a participar espiritualmente en ella y, a todos los que puedan, a acercarse a Tarragona, donde celebraremos esa gran fiesta el domingo 13 de octubre próximo. «Al convocar el Año de la fe -dice el vigente Plan Pastoral- el papa recuerda que «por la fe, los mártires entregaron su vida como testimonio de la verdad del Evangelio, que los había transformado y hecho capaces de llegar hasta el mayor don del amor con el perdón de sus perseguidores». La Iglesia que peregrina en España ha sido agraciada con un gran número de estos testigos privilegiados del Señor, tan unidos a Él, que han compartido de modo muy especial su suerte, al dar la vida, unidos a su muerte salvadora. Los mártires del siglo XX en España son un estímulo muy valioso para una profesión de fe íntegra y valerosa. También son grandes intercesores. Unos mil de ellos ha sido ya canonizados o beatificados»[13]. El próximo otoño, en el lugar y fecha mencionados, serán beatificados otro buen número de mártires de casi de toda España, previsiblemente unos quinientos. Ellos son eminentes testigos de la fe. Ese acto interdiocesano será para nosotros un hito importante del Año de la fe, cuando este ya se vaya acercando a su fin.
2. En el mismo contexto de la Tercera Parte del vigente Plan Pastoral, que subraya la «prioridad del encuentro con Cristo», viene por segunda vez a la consideración de los obispos un proyecto de catecismo destinado a niños y adolescentes, titulado Testigos del Señor, que es continuación del llamado Jesús es el Señor; este, implantado ya en casi todas las diócesis. La nueva evangelización implica profundamente a la catequesis, y esta ha de contar con el imprescindible instrumento que es el catecismo adecuado para cada etapa. «El Año de la fe -escribía el papa- deberá expresar un compromiso unánime para redescubrir y estudiar los contenidos fundamentales de la fe, sintetizados sistemática y orgánicamente en el Catecismo de la Iglesia Católica»[14]. Nuestra Conferencia sigue con su programa de publicar catecismos que adapten el mencionado «catecismo mayor» a las diversas edades y circunstancias; conscientes siempre de que «las dos dimensiones del acto de fe han de ser cultivadas equilibradamente en la acción catequética, si esta quiere contribuir con éxito a la transmisión de la fe: por un lado la dimensión volitiva, del amor que se adhiere a la persona de Cristo y, por otro, la dimensión intelectiva, del conocimiento que comprende la verdad del Señor»[15].
3. Naturalmente, la unión con Cristo a la que tiende la catequesis, tiene su culminación en la participación de la Mesa del Señor en la Eucaristía, la cual va íntimamente unida a la «Mesa de la Palabra». Así llama el Concilio a la proclamación litúrgica de la Sagrada Escritura, especialmente en la santa Misa. Seguimos con la preparación y aprobación de los nuevos Leccionarios del Misal Romano, renovados según la reciente traducción de laSagrada Escritura. Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española. A esta Asamblea viene el Leccionario I, es decir, el dominical y festivo del Ciclo A.
4. «Existe una relación intrínseca -dice el Plan Pastoral- entre llamada a la santidad y misión evangelizadora. Todos los fieles cristianos, por el don de la vida nueva recibida en el bautismo, han recibido la vocación a una vida santa y apostólica». Viene de nuevo para su estudio un documento acerca de la vida consagrada en su relación con los pastores de la Iglesia. La llamada de todos a la santidad y al apostolado adquiere en el modo de vida de especial consagración unos acentos particulares, de especial relevancia para la nueva evangelización. Escribiendo al prepósito general de la Compañía de Jesús, lo ponía de relieve recientemente el papa Francisco con unas palabras sencillas que, con las debidas adaptaciones, podrían entenderse como referidas a todos los consagrados: «Pido al Señor que ilumine y acompañe a todos los jesuitas, de modo que, fieles al carisma recibido y tras las huellas de los santos de nuestra amada Orden, puedan ser con la acción pastoral, pero sobre todo, con el testimonio de una vida enteramente entregada al servicio de la Iglesia, Esposa de Cristo, fermento evangélico en el mundo, buscando infatigablemente la gloria de Dios y el bien de las almas»[16].
III. Graves problemas del presente y responsabilidad de los católicos
1. Lamentablemente hemos de constatar que los problemas sociales a los que nos referíamos en la inauguración de la última Asamblea Plenaria siguen vivos. Persiste la crisis económica con su cortejo de paro -especialmente de desempleo juvenil- y de falta de medios para hacer frente a los compromisos contraídos en la adquisición de viviendas o a la debida atención a los ancianos y a los emigrantes. Persiste la desprotección legal del derecho a la vida de los que van a nacer y persiste una legislación sobre el matrimonio gravemente injusta. Persiste la ausencia de protección adecuada para la familia y la natalidad, en especial, para las familias numerosas. La calidad de la enseñanza sigue dejando mucho que se desear, siendo así que de ella depende en tan gran medida el futuro de la sociedad.
Los pasos dados en estos meses hacia la resolución de estos graves problemas resultan todavía insuficientes. En particular, no es fácil entender que todavía no se cuente ni siquiera con un anteproyecto de Ley que permita una protección eficaz del derecho a la vida de aquellos seres humanos inocentes que no por hallarse en las primeros estadios de su existencia dejan de gozar de ese básico derecho fundamental. Durante los años de vigencia de la actual legislación, que se basa en el absurdo ético y jurídico de que existe un derecho de alguien a quitarles la vida a los seres humanos que van a nacer, en contra de lo que falazmente se había afirmado, el número de abortos ha seguido creciendo hasta alcanzar cifras escalofriantes[17]. Es urgente la reforma en profundidad de la legislación vigente. Se ha de poner coto cuanto antes a este sangrante problema social de primer orden. No solo con medidas jurídicas proporcionadas a los bienes que se hallan en juego, sino también mediante la protección de la maternidad y el fomento de la natalidad. ¡España envejece y se debilita! Pero aunque no fuera así, una conciencia moral y cívica madura no puede permanecer impasible ante la conculcación legalmente amparada del derecho a la vida de un solo ser humano.
Hemos de reiterar también que es urgente la reforma de nuestra legislación sobre el matrimonio. No se trata de privar a nadie de sus derechos, ni tampoco de ninguna invasión legal del ámbito de las opciones íntimas personales. Se trata de restituir a todos los españoles el derecho de ser expresamente reconocidos por la ley como esposo o esposa; se trata de recuperar una definición legal de matrimonio que no ignore la especificidad de una de las instituciones más decisivas para la vida social; se trata de proteger adecuadamente un derecho tan básico de los niños como es el de tener una clara relación de filiación con un padre y una madre, o el de ser educados con seguridad jurídica como posibles futuros esposas o esposos. El legislador, también después de la sentencia del Tribunal Constitucional a este respecto, es libre de legislar de modo justo reconociendo esos derechos de los ciudadanos y, en particular, de los niños. No se trata de algo que supuestamente afectara solo a la vida privada de las personas. Está en cuestión la estructuración básica de la vida social. Sobre el gobierno y el legislador recae en este campo una grave responsabilidad propia y cierta, que no puede ser transferida ni eludida.
Se espera todavía una legislación más justa en lo que se refiere a la libertad de enseñanza y, en concreto, al efectivo ejercicio del derecho fundamental que asiste a los padres en la elección de la formación ética y religiosa que desean para sus hijos. El deterioro progresivo de la situación a este respecto, junto con la imposición de materias impregnadas de relativismo e ideología de género -imposición vulneradora del mencionado derecho fundamental- constituye, sin duda, una de las razones básicas del deterioro de la enseñanza en general y de que buena parte de la juventud se halle tan carente de la formación humana necesaria para afrontar con éxito la vida personal, laboral, social y política.
2. Ante la difícil situación económica por la que atravesamos, las tensiones sociales no parecen disminuir. Es verdad que la inmensa mayoría de nuestros conciudadanos siguen mostrando un admirable espíritu cívico que se muestra en la disposición a asumir sacrificios y a colaborar en la solución de los problemas que sufren las administraciones públicas, las empresas y las familias. Sin embargo, es necesario vigilar para que el delicado equilibrio de la paz social no sufra graves alteraciones que tendrían consecuencias negativas para todos. En particular, hemos de estar atentos a que no padezcan detrimento los bienes de la reconciliación, la unidad y la primacía del derecho, que se han podido tutelar en estos años de un modo suficiente, al amparo de las instituciones y mecanismos previstos en la Constitución de 1978, y con notable beneficio para el bien común. Nadie debería aprovechar las dificultades reales por las que atraviesan las personas y los grupos sociales para perseguir ningún fin particular, por legítimo que fuere, que perdiera de vista los mencionados bienes superiores. Menos aún se podrá tolerar que tales conductas particularistas fueran realizadas por medios contrarios a los derechos fundamentales de nadie y a la legalidad vigente.
Los responsables de la acción política y social han de mantener el espíritu de lealtad, concordia y respeto de la ley -de la ley civil y de la ley moral- sin los cuales su insustituible aportación al bien común quedaría en entredicho. Los medios de comunicación han de ser fieles a la verdad de las cosas, sin ceder a la tentación de acentuar los problemas o de azuzar las diferencias, que una visión poco veraz y poco generosa podría alimentar en ellos, presionados tal vez por las dificultades económicas de las que también son víctimas. Los agentes de la vida económica en el mundo de las finanzas y de la empresa, pero también todos los ciudadanos, en cuanto tenemos responsabilidades económicas, deben ser conscientes de que es el momento de ajustar las conductas a un modo de vida acorde con nuestras verdaderas posibilidades, huyendo de la codicia y de la ambición desmedida, actuando siempre de acuerdo con los imperativos de la honradez y de la auténtica solidaridad.
Una de las formas de responder a la vocación cristiana y a la llamada universal a la santidad, particularmente en el caso de los fieles laicos, es la de la participación en la acción social y política. Hay incluso santos canonizados cuya principal actividad en el mundo ha consistido precisamente en una generosa dedicación a las actividades sociales, políticas y de gobierno. En este campo, la Iglesia declara que no es tarea suya formular soluciones concretas -y menos todavía soluciones técnicas- para los problemas de orden temporal. Por eso, es legítimo el pluralismo social y político entre los católicos. Sin embargo, el pluralismo legítimo no debe ser confundido con el relativismo. «La legítima pluralidad de opciones temporales mantiene íntegra la matriz de la que proviene el compromiso de los católicos en la política, que hace referencia directa a la doctrina moral y social cristiana. Los laicos católicos están obligados a confrontarse siempre con esa enseñanza para tener la certeza de que la propia participación en la vida política esté caracterizada por una coherente responsabilidad hacia las realidades temporales»[18].
Más en concreto, hay que recordar que «cuando la acción política tiene que ver con principios morales que no admiten derogaciones, excepciones o compromiso alguno, es cuando el empeño de los católicos se hace más evidente y cargado de responsabilidad»[19].
Naturalmente, la acción social y política no es el único medio por el que los católicos ejercitan la caridad social, es decir, la acción que brota de su compromiso de fe en favor del bien común. También se ejerce la caridad social a través del ejercicio honrado y laborioso del propio trabajo o profesión, de los deberes para con la familia y de la solidaridad práctica con los más desfavorecidos. En este último campo hemos de agradecer una vez más el trabajo de los voluntarios que dedican su tiempo a las obras por las que diversas instituciones de la Iglesia asisten a los necesitados y a los más afectados por al crisis, en primer lugar, en las diversas Cáritas parroquiales y diocesanas, así como en la federación de estas en Cáritas española; pero son muchas otras las instituciones de servicio de la caridad que promueven los miembros de la vida consagrada, las hermandades, cofradías, etc. Los obispos en sus sedes, presidentes natos de las Cáritas diocesanas y los párrocos, que lo son igualmente de Cáritas parroquial, trabajan y exhortan a todos a trabajar y colaborar con esta institución oficial de la Iglesia y con las demás que se dedican también a procurar la ayuda inmediata que se presta a los hermanos como al Señor mismo.
Conclusión
Vienen también a esta Asamblea las intenciones que nuestra Conferencia ha de confiar al Apostolado de la Oración para el próximo año. El papa Francisco es, sin duda, quien hoy nos recuerda de un modo más autorizado la necesidad de la oración en nuestra vocación personal y para el éxito de la nueva evangelización. Agradecemos su oración, de modo especial, a las comunidades contemplativas; la oración incesante de tantas comunidades ante Jesús sacramentado; la oración de las familias que rezan y alaban juntas al Señor; la oración de los jóvenes, que se preparan para la Jornada Mundial a la que el papa les ha convocado, después de Madrid, en Río de Janeiro; la oración de los enfermos y de los niños. Les encomendamos de nuevo a todos que oren por el papa y por la Iglesia; que oren por los gobernantes y por los que sufren las consecuencias de la crisis moral y económica; que oren por la unidad y la concordia en nuestra patria y por la paz en el mundo entero.
Ponemos en manos de la Virgen María nuestro trabajo de estos días. Que ella nos alcance de su Hijo la inmensa gracia de ser pastores del Pueblo santo de Dios, según el Corazón de Cristo. Muchas gracias.
Emmo y Rvdmo. Sr. D. Antonio Rouco Varela
Cardenal Arzobispo de Madrid y Presidente de la Conferencia Episcopal Española