(Pablo J. Ginés/La Razón) La sensación de impunidad empezó el 11 de mayo del 31, cuando la República aún no había cumplido su primer mes, cuando se quemaron o asaltaron casi cien edificios y ni la Policía ni los bomberos intervinieron.
"Todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano", dijo el Ministro de Guerra, Manuel Azaña, en el Consejo de ministros del 11 de Mayo, según cita Miguel Maura, ministro de Gobernación. Según el historiador Cárcel Ortí, en 1936 existían en España 146 diarios antirreligiosos. En 1931 aplaudieron la quema de conventos porque "había polvorines en ellos". El Heraldo de Madrid decía que los frailes empezaron disparando contra los obreros, bulo que circularía muchos años.
Las leyes anticlericales llegaban una tras otra: fuera los capellanes militares (4 de agosto), prohibición a la Iglesia de vender bienes muebles o inmuebles (21 de agosto), secularización de los cementerios y prohibición de enterrar en iglesias (4 de diciembre).
La Constitución del 9 de diciembre tenía un artículo 26 dirigido a acabar con los jesuitas y "nacionalizar sus bienes" por su "voto especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado". La vitalidad de los jesuitas era extraordinaria, con todo un entramado solidario, intelectual, educativo e incluso sindical que afectaba de forma capilar a toda la vida española.
El 14 de enero de 1932 se retiran los crucifijos de las aulas, pese a las protestas del filósofo agnóstico Miguel de Unamuno que escribe: "¿Qué se va a poner donde estaba el Cristo agonizante? ¿Una hoz y un martillo? ¿Un compás y una escuadra?". El 24 de enero se ordena la disolución de la Compañía de Jesús e incautación de sus bienes: 3.000 jesuitas son expulsados. Eso les salvará cuando lleguen las matanzas.
En 1933 aparece la férrea Ley de Confesiones y Congregaciones religiosas, que nadie consideraría hoy ejemplo de libertad religiosa. En la Revolución de Asturias de octubre de 1934 se destruyen 58 iglesias y mueren 33 clérigos, casi todos maestros de niños de familias obreras.
Poco antes de empezar la Guerra, políticos como la diputada socialista Margarita Nelken, que aún hoy tiene dedicada una calle en Badajoz, incitaban a la violencia: "Necesitamos una revolución gigantesca. Ni siquiera la rusa nos sirve. Queremos llamaradas que enrojezcan los cielos y mares de sangre que inunden el planeta".
El 18 de julio estalla la Guerra Civil. Los eclesiásticos, personas desarmadas, no combatientes, son exterminados al ritmo de 70 personas al día en agosto. No les matan descontrolados: en Cataluña hay 200 comités y patrullas que los cazan. Los anarquistas son los más activos.
Miquel Mir publicó en 2007 el diario del anarquista barcelonés José Serra: "Nos daban las direcciones de personas que pertenecían a organizaciones consideradas sospechosas. (...) Por la noche teníamos órdenes de matar", escribe el pistolero.
"Nuestro lema es: sotana que pillamos, sotana que matamos", dicen en el comité de Alcoy, Alicante, cuando le piden clemencia para el salesiano Álvaro Sanjuán.
El 8 de agosto de 1936, Andreu Nin, líder del POUM, dice: "El problema de la Iglesia lo hemos resuelto yendo a la raíz; hemos suprimido los sacerdotes, las iglesias y el culto". Cuando dice esto, ya hay unos 1.400 clérigos asesinados.
Solidaridad Obrera , el diario anarcosindicalista de Barcelona, incita así el 15 de agosto de 1936: "Hay que extirpar a esta gente; la Iglesia ha de ser arrancada de cuajo de nuestro suelo".
El ministro anarquista Joan Peiró, en su libro "Perill a la retaguardia", es de los pocos que lamentan la matanza y reparte culpas: "Todos los partidos, desde Estat Català al POUM, pasando por Esquerra Republicana y el Partido Socialista Obrero catalán, han dado un contingente de ladrones y asesinos por lo menos igual al de la CNT y la FAI". Ninguno de ellos ha pedido aún perdón.
Mutilaciones, ensañamiento y blasfemias
La historia de las mártires de Astorga, Pilar Gullón, Octavia Iglesias y Olga Pérez, enfermeras católicas asesinadas en Somiedo, Asturias, el 28 de octubre del 36 causó impacto fuera de España. Nunca antes en Europa se había asesinado a enfermeras de la Cruz Roja, mucho menos después de violarlas, mucho menos encargando su fusilamiento a mujeres milicianas. Tampoco el uniforme de la Cruz Roja salvó a Juana Pérez y Ramona Cao cuando los milicianos descubrieron sus rosarios ocultos. Las fusilaron en el Pozo del Tío Raimundo.
Los perseguidores mataron a casi 300 monjas y a muchas laicas: sólo valencianas de Acción Católica ya suman 93. A la profesora de Universidad de Valencia Luisa María Frías la violaron, le sacaron los ojos y le cortaron la lengua porque gritaba «viva Cristo Rey». Por el mismo motivo se la cortaron a Francisca Cualladó. En Canillejas fusilaron a Rita Dolores, monja ciega y diabética de 83 años.
Al cura Daniel Guillermo le amputaron las manos y le ofrecieron fruta, le cortaron los pies y le invitaban a andar. Al cura de Parcent, José Llompart, le pinchaban los ojos con el rosario para sacárselos. Se mutilaron cadáveres y obras de arte como actos de blasfemia.
Los últimos recuentos hablan de 7.000 eclesiásticos y 3.000 laicos asesinados por su fe. Para asombro de historiadores, no se registró ni un sólo caso de apostasía, ni un sólo cristiano renunció a su fe por salvar su vida o propiedades.