(Miriam Díez/Zenit) “Hay que volver a recuperar la verdadera y genuina antropología cristiana desde lo que supone la encarnación de Jesucristo: somos cuerpo; somos alma; somos dualidad inseparable de carne y espíritu”. Lo explicó monseñor Raúl Berzosa en los ejercicios espirituales a los obispos españoles este 2008 y ahora, la editorial Montecarmelo lo ha publicado bajo el título “Orar con San Ireneo”. En esta obra, el obispo auxiliar de Oviedo refuerza la importancia de recuperar a los padres de la Iglesia como “brújula” para devolver al cristianismo su esencia y no dejarlo caer en manipulaciones desencarnadas.
En “Orar con San Ireneo” el obispo Berzosa incluye el testimonio de Petra del Orden, una mujer de Pampliega (Burgos) que supo asumir el cristianismo desde su cuerpo enfermo.
-Usted propone una vuelta a "las fuentes genuinas de la Tradición" ahora que estamos en tiempos de "ultramodernidad" donde el relato cristiano parece perderse en un "nuevo neopaganismo". ¿Qué aporta un padre de la Iglesia como san Ireneo, hoy, en este contexto?
Aportan, al menos, tres realidades: primero, nos recuerdan que la primera iglesia vivía también en una situación de paganismo y supo proclamar con frescura y con obras el cristianismo. Y fue creíble.
Segundo, los santos padres son como la brújula certera, doctrinal y moral, para no perdernos en cada época histórica en modas y en formas de vivencia pseudos-cristiana.
Y, tercero, los santos padres nos muestran, como nos ha recordado el papa Benedicto XVI, que el cristianismo no es teoría, ideología, utopía o buenas intenciones, sino vida y testimonio de personas realizadas. Los santos padres son el cristianismo hecho “vida y realidad”. Y muestran que el cristianismo realiza a la persona y hace que las personas vivan en plenitud.
-El cristianismo se está desencarnando y usted sugiere recuperar el tema de la "Unción de la carne por el Espíritu". ¿Cómo se podría expresar en palabras comprensibles para los jóvenes?
En expresión sencilla, sería recuperar el enorme valor que tenemos cada uno de nosotros, y la humanidad en su conjunto: hemos sido pensados, amados y queridos desde el Hombre Jesús. Y nuestra meta es abrazar con nuestra carne al mismo Dios, y verlo con nuestros ojos y sentirlo con nuestro corazón. En otras palabras, hacer realidad lo que afirmamos: Jesús, el Hijo de Dios, es la verdad que llena nuestra cabeza; la belleza que llena nuestro corazón; y la bondad que hace buenas nuestras obras.
Y quien hace “el milagro” de que podamos abrazar (y ver y sentir) a Dios es el Espíritu Santo.
El mismo que trabajó por dentro la parte humana de Jesús hasta hacer que todo un Dios “se acostumbrara” a vivir en carne humana, y “divinizara y transformara” esa misma carne para hacerla digna de vivir “para siempre en Dios Uni-Trino”.
En resumen, ser cristiano no es otra cosa que experimentar en nuestro ser, en todo lo que somos y como somos, lo mismo que experimentó Jesús en su humanidad, gracias al Espíritu: desde la encarnación hasta la resurrección. El cristianismo diviniza, plenifica, glorifica.
-La carne da a entender la grandeza y dignidad de la criatura humana. ¿Por qué se ve en cambio al cristianismo como enemigo de la carne, todavía hoy?
Porque el cristianismo se ha contaminado de doctrinas gnósticas y platónicas en la antigüedad, donde se veía un dualismo entre espíritu y carne y todo lo sexual se aborrecía; y de doctrinas materialistas (el hombre es una máquina física) y espiritualistas (hay que liberarse del cuerpo y crecer sólo en niveles de conciencia superiores) en la modernidad.
Hay que volver a recuperar la verdadera y genuina antropología cristiana desde lo que supone la encarnación de Jesucristo: somos cuerpo; somos alma; somos dualidad inseparable de carne y espíritu; somos espíritu encarnado; somos carne espiritualizada. Con ello superaremos monismos (materialistas y espiritualistas) y dualismos (separación entre materia y espíritu).
El Papa Benedicto XVI ha vuelto a recordar lo que significa redescubrir y revalorizar todo lo creado mediante un triple movimiento: el cristianismo, en todo lo creado, se encarna (lo asume), lo purifica (lo redime), y lo eleva (hasta “divinizarlo” y hacerlo digno de Dios, especialmente la persona humana). ¿Puede haber algo más bello y que merezca más la pena?...