(María Martínez/Alfa y Omega) Este sábado por la tarde, en Roma, el Papa Benedicto XVI inauguró el Año Paulino, que conmemora los 2.000 años del nacimiento del Apóstol de los gentiles. San Pablo nació en Tarso, en la costa sur de Turquía, y predicó el Evangelio por buena parte de su territorio, de donde dio el salto a Europa. En muchos de los sitios de la península de Anatolia que fueron claves en su vida y sus viajes, hoy en día no quedan cristianos, o son una minoría casi invisible, y desconocida para sus hermanos de Occidente.
No cuesta imaginarse cómo sería en su día. El excelente estado de conservación de las ruinas de la antigua ciudad de Éfeso permite al peregrino situarse en los inicios del cristianismo. En el siglo I d.C., el cercano río Meandros era navegable, y el puerto mercante transformó a esta ciudad algo interior de la costa del Egeo, que llegó a tener 250.000 habitantes, en una de las más importantes del Imperio Romano. Descendiendo por la vía Sacra hasta el centro de la ciudad, donde se conservan la fachada de la biblioteca y el ágora comercial, se dejan a un lado y a otro templos, auditorios, termas y casas (las de los ricos) de hasta tres pisos y con conducción de agua caliente desde las termas.
Aquí instaló San Pablo el centro de su tercer viaje misionero. Había enviado a un matrimonio de colaboradores, Priscila y Aquila, de avanzadilla, para ir construyendo una comunidad que, a su vez, se convirtiera en evangelizadora.
Éfeso, centro misionero
Cuando llegó él, parte del trabajo estaba ya hecho. Aquí pasó dos o tres años: predicó en su teatro, el más grande de Anatolia; se enfrentó a sus orfebres, que vieron peligrar un negocio que se basaba en el culto a la diosa Artemisa; y estuvo en su prisión. Efectivamente, Éfeso se convirtió en ciudad misionera: las de Hierápolis (donde fue martirizado san Felipe), Esmirna, Pérgamo, Filadelfia y Colosas son algunas de sus comunidades hijas. A los habitantes de esta última ciudad les escribió desde aquí, así como a los gálatas y a los corintios.
A finales del siglo XIX, dos misioneros lazaritas descubrieron que, en una aldea de una montaña cercana, todavía vivía gente que podía ser descendiente de estos primeros cristianos efesios. Los dos misioneros habían descubierto, siguiendo la descripción de las visiones de la Beata Anna Katharina Emmerich, las ruinas de una casa. El hecho de que esta población cristiana local siguiera peregrinando allí cada 15 de agosto les ayudó a confirmar que se trataba de la casa donde, según la tradición, la Virgen María vivió sus últimos años acompañada de san Juan. Ya en el siglo V se mencionaba esta tradición en la convocatoria del Concilio de Éfeso, que se celebró a sólo unos centenares de metros de las ruinas de la antigua ciudad. A unos pocos kilómetros, en la ciudad de Selçuk, se erigen las ruinas de la basílica presumiblemente construida sobre la tumba del discípulo amado.
«Es un honor estar en la casa de María», reconoce la Hermana María Antonia Velasco, de las Hermanas Menores de María Inmaculada. Estadounidense de origen hispano, lleva trece años viviendo en la comunidad adyacente. Con otra Hermana, un sacerdote y un religioso, atiende a los muchos peregrinos que llegan a la reconstruida casa de la Virgen. Católicos, pero también musulmanes, como Asli Özben, de 25 años, con su familia, se acercan a este lugar, llamado en turco Casa de la madre María. «La Virgen -explica la Hermana María Antonia- es también una madre en el Islam. Vienen muchos peregrinos musulmanes a rezar, y creo que a ella le alegra mucho. Recibimos a todos los que vienen, de todo el mundo, y de distintas religiones. Todo el mundo es bienvenido en nombre de Cristo; y María, como madre, los encuentra, independientemente de la situación espiritual en la que se hallen».
Esta labor de acogida continuará, de forma especial, en el Año Paulino, una ocasión que «nos invita a mirar a San Pablo y a pedir que nos dé el espíritu y la caridad de los primeros cristianos».
Pisidia e Iconio, ruinas y un puñado de católicos
La sinagoga de Antioquía de Pisidia fue probablmente el primer lugar en la península de Anatolia done se escuchó el Evangelio. San Pablo, que venía con San Bernabé de Chipre, eligió un buen lugar: la ciudad era punto de encuentro de varios caminos importantes, y tenía una gran presencia judía. El lugar donde predicó se encuentra al final del sitio arqueológico, en un pequeño promontorio con el cielo y las montañas de fondo. Cuentan los Hechos de los Apóstoles que la predicación de San Pablo despertó gran interés, y algunos le pidieron que volviera. Como en todo lugar donde había sinagoga, acudían tanto judíos como paganos simpatizantes del judaísmo. Al sábado siguiente, acudió bastante más gente, pero las autoridades judías expulsaron a Pablo. Antioquía de Pisidia fue el lugar donde el Apóstol de las gentes decidió abrir su predicación a los no judíos. Tuvo que huir enseguida a Iconio, pero a pesar de eso floreció en Antioquía una comunidad cristiana que transformó la sinagoga en una iglesia de la que hoy aún se conservan el perímetro de la iglesia y del jardín, y una pila bautismal. En la ciudad más cercana, Yalvaç, no hay cristianos.
En Iconio -hoy Konya-, donde san Pablo viajó a continuación, sí los hay, pero para contarlos bastan los dedos de las dos manos. Durante un par de años, se incorporaron algunos caldeos refugiados de Iraq, pero ya han abandonado la zona. La comunidad, que no tiene sacerdote, está al cargo de las Hermanas Isabella y Serena, de la trentina Fraternidad de Jesús Resucitado. En 1995 sustituyeron a las Hermanitas de Jesús en la iglesia de San Pablo, erigida en 1910 para los trabajadores franceses que había en la zona. «Estamos aquí -explican- como agradecimiento a Turquía, porque nuestra fe nos llegó de aquí. La diócesis de Trento fue catequizada por tres monjes capadocios en el siglo IV».
Gracias a su presencia, la iglesia se puede mantener abierta para los peregrinos, que, desde Pascua hasta octubre, visitan Konya casi cada día. Si está prevista alguna visita los domingos, «avisamos a los cristianos de aquí para que puedan participar en la Eucaristía». Entre semana no, pues algunos viven hasta a hora y media de distancia. Cuando no hay grupo de peregrinos, se contentan con la liturgia de la Palabra.
A pesar de ser dos mujeres, con una comunidad muy dispersa y en una ciudad eminentemente musulmana, afirman no tener problemas: «Nuestra presencia aquí es muy pequeña y discreta. Llevamos ya casi quince años aquí, y con los vecinos, poco a poco, se ha ido construyendo una relación muy amigable. No hacemos mucho ruido, e intentamos no alimentar polémicas». La puerta de su iglesia luce un cartel: Allah sevgidir (Dios es amor). Está, junto con algún otro cartel y folletos explicativos en turco, para quienes se puedan interesar por el catolicismo: «Dos veces a la semana abrimos la iglesia a los visitantes de la ciudad que lo deseen. A veces vienen, y hacen muchas preguntas», sobre todo después del discurso del Papa en Ratisbona.
En Turquía, predicar fuera de un recinto religioso se considera proselitismo, contrario a la laicidad del país. Hay que esperar a que la gente se acerque. «También hay un profesor de Historia de las religiones en la Facultad de Teología islámica que trae a sus estudiantes, y cuando viene el padre de nuestra fraternidad le invita a la Facultad». La visita de Benedicto XVI a Turquía en 2006 fue para esta pequeña comunidad «un evento muy importante». Necesitaban escuchar del Vicario de Cristo que no estaban solos, y lo escucharon: «Nos consoló y animó mucho». Esperan que esto se repita con motivo del Año Paulino. Sería estupendo si, como temen, la iglesia se les quedara pequeña.
Tarso, sin cristianos y sin iglesia
En la plaza de Tarso se extiende una gran pancarta que anuncia el Año Paulino. A su lado, se pueden ver algunas piedras de la casa donde supuestamente nació hace 2.000 años, y el pozo del que solían beber los peregrinos, camino de Jerusalén. Pero aquí no hay cristianos. La iglesia de San Pablo es un museo, y no es la única en el país. Es frecuente ver antiguos edificios cristianos convertidos en museos, o abandonados. A veces, por estar en ciudades deshabitadas debido a la actividad sísmica o a las inundaciones. Otras, porque las comunidades a las que pertenecían desaparecieron al ir descendiendo la población, o tras la expulsión, en 1923, de ortodoxos griegos por el acuerdo de Lausanne tras la Primera Guerra Mundial. El Estado se hizo cargo de muchos de estos edificios y los convirtió en museos.
En el país que fue la puerta por la que el cristianismo entró en Europa, y cuna de santos como San Nicolás, Santa Catalina, o los padres capadocios (San Basilio el Grande, obispo de Cesarea, San Gregorio de Nisa y San Gregorio Nacianceno), los cristianos son una minoría y los católicos, de diversos ritos, una minoría dentro de una minoría, alrededor del 0,4%. La Conferencia Episcopal de Turquía, en una Carta pastoral escrita en febrero pasado con el título Pablo, testigo y apóstol de la identidad cristiana, comparaba esta situación con la de las comunidades de la época de San Pablo: «Precisamente esta situación nos exige una más clara consciencia de nuestra identidad». Al mismo tiempo -recuerda-, los cristianos están llamados a ser hombres de diálogo: «Acostumbrado a encontrarse a hombres de etnias y tradiciones religiosas diversas».
Antioquía de Siria, una isla feliz
Fue el sitio donde los cristianos recibieron este nombre. También la base de operaciones de los tres viajes misioneros de San Pablo, y uno de los centros de la polémica entre los cristianos judaizantes, partidarios de que los conversos siguieran cumpliendo la ley mosaica, y el Apóstol de los gentiles, defensor de la libertad en Cristo: la fe en Él es la única fuente de salvación. A las afueras de la ciudad, en el monte Estrabos, está la iglesia de San Pedro, que recibe este nombre por la visita del primer Papa a esta comunidad. Hoy en día sólo se la identifica como iglesia por la fachada, del siglo XIX, pero en época de San Pedro y San Pablo no era más que una gruta, con un pasadizo natural que les permitía huir si era necesario.
En cualquier caso, Antioquía de Siria es una isla feliz dentro de Turquía, asegura María Grazia Zambon, una laica consagrada de Milán que hace seis años quiso, después de una visita, seguir acompañando a esta comunidad. «Aquí siempre ha habido una gran comunidad cristiana». Diez familias católicas, en Turquía, es bastante. Hay también unos mil ortodoxos de lengua árabe, y judíos. «Todos vivimos en paz». Tienen un coro interreligioso, y celebran juntos desde el nacimiento de Mahoma hasta la fiesta de San Pedro y San Pablo. Con los ortodoxos comparten la Navidad (en la fecha católica) y la Pascua (en la fecha ortodoxa).
Sin embargo, reconoce que los cristianos turcos «con frecuencia se sienten abandonados», y afirma que la Iglesia en Occidente tiene una responsabilidad en acompañarlos, «viniendo y tomando conciencia» de su existencia. Por ello, espera que durante el Año Paulino «se den a conocer los lugares paulinos, pero también la realidad de los cristianos. Es un gran apoyo no sentirse solos». Un primer paso en esto fue «la gran resonancia que tuvo el viaje del Papa Benedicto XVI, que les transmitió el mensaje Estoy con vosotros». Pero este viaje no tuvo repercusión sólo entre los cristianos, sino en todo el pueblo turco: «Antes de él -afirma María Grazia- era un Papa odiado, pero después es un Papa amigo».
Su comunidad es difícil de encontrar. «Las iglesias no se pueden ver desde la calle» -explica-, y hay que callejear para encontrar el pequeño recinto blanco, dentro del cual «se puede predicar». Pero es una comunidad viva. Hay un sacerdote capuchino, y pueden celebrar misa los domingos. Además, todos los días por la tarde se juntan para leer la Biblia, y hay grupos para las distintas edades. Mientras habla María Grazia, en la capilla hay una docena de personas, desde niños a ancianos, rezando el Via Crucis y Vísperas. Nada más salir, dos niñas traen con cuidado unos platos. Orar y compartir, como sus antecesores que encendieron la llama de la fe en este lugar, a las puertas de Turquía.