El primer párrafo de Amoris Laetitia afirma que «el deseo de familia permanece vivo, especialmente entre los jóvenes». No obstante, durante todo mi noviazgo, mi deseo de contraer nupcias no ha sido a veces vibrante. Según mi arzobispo, el cardenal O’Malley, busco la felicidad, pero me conformo con divertirme. Al contemplar mi entorno y la destrucción causada en él por el divorcio, me pregunto cómo puedo albergar esperanza alguna de evitarlo. Amoris Laetitia está repleta de palabras alentadoras para personas como yo, y sí me consuela, pero también me preocupa. No porque haga un llamado a la misericordia y al discernimiento, o porque reconozca el desarreglo y complejidad de la vida moderna. Todo esto es esencial para la labor pastoral, y en realidad para cualquier creyente.
El problema de Amoris Laetitia es que nos pide que imitemos las obras de Jesucristo, a la vez que echa a un lado sus palabras. El Papa Francisco con frecuencia refiere cómo Jesucristo «nunca perdía la cercanía compasiva con los frágiles, como la samaritana o la mujer adúltera», para contrastarlo con aquellos que postulan un ideal exigente o que lanzan doctrinas como si fuesen piedras (27, 38, 49, 64, 289, 294, 305). Sin embargo, nunca cita directamente las palabras que Jesús dirigió a sus interlocutores. Jesús le dijo a la samaritana que el hombre con quien vivía en ese momento no era su marido, la llamó al arrepentimiento y a recibir el agua viva que mana de Él (Jn 4, 18). Con la mujer pillada en adulterio es aún más directo: «Vete, y desde ahora no peques más» (Jn 8, 11).
En un documento con una gran variedad y número de citas bíblicas el Papa Francisco en ningún momento cita directamente las palabras de Jesucristo acerca del divorcio, las que aparecen en el Sermón de la montaña (Mt 5, 31-32), y en dos discusiones con los fariseos (Mt 19, 4-9 y Lc 16, 18). Amoris Laetitia señala que Jesucristo habló del plan original de Dios para el hombre y la mujer incluyendo la indisolubilidad de su unión, y de que esa unión no puede ser deshecha (62). Pero no cita completas las palabras de Jesucristo: «Pero yo os digo que quien repudia a su mujer, salvo el caso de adulterio, y se casa con otra, comete adulterio...»
Quizá el Papa Francisco desea que Jesucristo no hubiera proferido esas palabras. Yo ciertamente así lo deseo. Me resultaría más fácil comprender los recasamientos múltiples de mis padres. Deseo que los Evangelios fueran distintos en otros casos. Deseo que el Evangelio de Lucas hablara de los ricos y los pobres en términos menos tajantes. Quisiera odiar «virtuosamente» a los enemigos de Dios.
No obstante, a pesar de que no siempre me gustan, necesito desesperadamente las palabras de Cristo. Es una de las formas en las que se hace presente en mi vida. Las palabras de Jesucristo no me muestran cómo ser diplomático o agradable, sino algo mucho más tremendo. Me enseñan cómo puedo ser perfecto de la misma manera que mi Padre es perfecto, qué distancia me queda para que esa perfección se convierta en realidad y cuánto necesito de la gracia divina para alcanzar mi meta. Deus caritas est, tiene razón: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (1). El objetivo de las palabras de Jesucristo no es un ideal, sino un encuentro en el que nos transformamos en algo más parecido a Él.
Amoris Laetitia, en cambio, trata las enseñanzas de Jesucristo acerca del matrimonio de tres maneras: como una exhortación a un ideal –noble pero demasiado difícil para muchos– (298, 307); como una referencia a una doctrina o un deber (134); o insistiendo en él cómo una cuestión moral, sin tener en cuenta su peso abrumador sobre la conciencia (37). Por poner solo un ejemplo, Francisco escribe que «es mezquino detenerse sólo a considerar si el obrar de una persona responde o no a una ley o norma general, porque eso no basta para discernir y asegurar una plena fidelidad a Dios en la existencia concreta de un ser humano». Y agrega que el discernimiento pastoral debe incluir la idea de santo Tomás de Aquino de que los principios generales son necesarios, pero que éstos se desvirtúan conforme los aplicamos a cuestiones más y más específicas (AL 304; ST I-II, 94, 4).
El pasaje citado está tomado del tratado de santo Tomás acerca de la ley natural. En él propone que los principios racionales de la ley natural son universalmente aplicables. Por ejemplo, los bienes prestados a otros deben ser devueltos a su dueño. Si bien esto es cierto en la mayoría de los casos, señala santo Tomás, no es cierto en todos. Podría ser que el dueño vaya a utilizarlos de manera nociva. Por eso es por lo que necesitamos el discernimiento, para determinar en qué caso los principio universales no son aplicables a una situación concreta.
Sin embargo, Jesucristo hizo de la indisolubilidad matrimonial no una cuestión de ley natural, sino de ley divina. Santo Tomás argumenta que la ley divina nos conduce a la felicidad eterna junto a Dios, que ella aclara sin dudas qué hacer y qué evitar, gobierna el corazón y prohíbe todo pecado (I-II, 91, 4). El propósito de la ley natural es hacernos perfectos, para poder cumplir así con el destino al que Dios nos llama: la comunión eterna junto a Él. La Nueva Ley de Jesucristo nos indica lo que es necesario para nuestro destino, tanto como lo que se opone a éste. Y lo que es aún más maravilloso es que la Nueva Ley es la gracia misma del Espíritu Santo habitando en nosotros. Todo esto ocurre por medio de los sacramentos, incluyendo el «matrimonio indisoluble» (I-II 106, 1-2).
En otras palabras, santo Tomás corrige la manera en la que Amoris Laetitia se refiere a la indisolubilidad. La Nueva Ley de Jesucristo nos enseña que no se trata de una ley natural, de un deber, de una cuestión moral o de un ideal. Se trata de algo que da vida, que es perfecto, que recrea el alma y deleita el corazón (cf. Sal 19, 7-8). Las enseñanzas de Jesucristo aclaran cuál es el camino a la perfección que Dios desea para nosotros, y a la vez hace de ese camino un sacramento, un vehículo mediante el cual el Espíritu Santo llena nuestros corazones de amor y obra esa perfección en nosotros.
Francisco desea que la Iglesia sea un hospital de campaña para los pecadores (291). El primer objetivo de un buen hospital es identificar qué padece el enfermo, y eso es precisamente lo que hace un buen párroco. Las palabras de Jesucristo repetidas con amor no son instrumentos de tortura, son el bisturí en la mano de un cirujano. Las palabras de Jesucristo son duras: el que no me ame más que a todos los demás no puede ser mi discípulo. Carga tu cruz y sígueme. Pierde tu vida para que puedas encontrarla. Pero solo diciéndome esas palabras puede la Iglesia empezar a curar mis heridas.
El problema no es si la Iglesia teme ensuciarse los zapatos o no (308), sino determinar si el hospital de campaña es capaz de diagnosticar la enfermedad real según los criterios de salud que Jesucristo nos ha dejado en los Evangelios. ¿Impide el pecado sexual la acción del Espíritu Santo de la misma forma que desatender a los pobres? ¿Por qué no? El Papa Francisco dice sin reparos: «Cuando aquellos que comulgan se resisten a dejarse impulsar en un compromiso con los pobres y sufrientes, o consienten distintas formas de división, de desprecio y de inequidad, la Eucaristía es recibida indignamente» (186). No hay aquí ningún llamamiento al discernimiento, a la casuística o al acompañamiento: hay simplemente una declaración de lo absoluto. ¿No debería el Sermón de la montaña ser proclamado del mismo modo, con resolución y diligencia ante todo, y también con amor y con el modo apropiado?
El Papa Francisco insiste en que el esfuerzo por apoyar al matrimonio e impedir su ruptura es más importante que el cuidado pastoral de matrimonios fallidos, y en que la Iglesia no debe ser tibia en sus enseñanzas sobre el matrimonio (307). No obstante, para que mi matrimonio se pueda sostener como una imagen de Jesucristo necesito alimento sólido, no leche. Necesito acercarme a Jesucristo a través de sus palabras, proclamadas como palabras suyas y no como normas de la Iglesia, sin que importe que sean incómodas, para que me consuelen y me fortalezcan. Mi súplica al Papa Francisco, a mi propio arzobispo y a todos los sacerdotes a los que guían, es la misma que la de aquellos griegos a Felipe: «Señor, queremos ver a Jesús» (Jn 12, 21). Pero para poder verlo deben decirme qué es pecado, y que debo «irme y no pecar más». La Iglesia no debe enfundar la espada del Espíritu Santo, que es la palabra de Dios.
Nathaniel Peters
Publicado originalmente en First Things
Traducida por Enrique Treviño del equipo de traductores de InfoCatólica