16.11.16

LIII. Vías para llegar a Dios

Caminos para el conocimiento de Dios

El creyente, para conocer, entender y desarrollar lo revelado –y obtener así verdades explícitas, que estaban implícitas, pero que serán para él nuevas–, dispone de dos fuentes de conocimiento. Dado que ha tenido lugar la revelación, dispone de dos medios para el conocimiento de Dios. Uno, las fórmulas reveladas, que son una fuente derivada y conceptual. Otro, Dios mismo, que es la fuente primordial y real.

Las dos fuentes son distintas, pero, como es patente, no son independientes. No lo son en su origen, porque la primera, la revelación, que está constituida por expresiones conceptuales y siempre parciales de la divinidad, brota de la segunda, de Dios, que es quien revela. Tampoco son independientes en su posesión por el hombre, porque no cabe posesión de la segunda, la Divinidad por la gracia, sin la fe en los enunciados revelados, sin la primera. Son imprescindibles como mínimo dos generalísimos, como son la existencia de un Dios sobrenatural y que es remunerador.

Por existir dos fuentes, hay dos víaspara el conocimiento de Dios. Explica Santo Tomás que: «De dos maneras conocemos la bondad y voluntad divinas. La una es especulativa, y en este sentido es ilícito dudar y también probar o experimentar si la voluntad de Dios es buena o suave. La otra, en cambio, es un conocimiento afectivo o experimental de la bondad y voluntad divinas, que se da cuando alguien experimenta en sí mismo el gusto de la divina dulzura y complacencia en la voluntad divina, conforme a lo que de Hieroteo dice Dionisio (De Div. Nom. 6, 2), que «aprendió las cosas divinas por propia experiencia»[1].

La primera es la de las fórmulas reveladas. Dado que, en ella, se comparan tales fórmulas entre sí, se utiliza el raciocinio. Es la vía, por tanto, de la razón, o la lógica. Esta vía racional permite la existencia de la Teología especulativa, la sabiduría suprema o ciencia de los sabios.

La segunda es la vía afectiva, la de la Divinidad misma. En ella, se entra en contacto inmediato con ella por los hábitos sobrenaturales, los de la gracia, –la virtud de la fe, las otras virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo-. Es así la vía de la connaturalidad, por ser experimental o del corazón. Vía, que da lugar a la Teología mística, la ciencia de los santos.

Las dos vías son distintas, pero las dos parten de la fe y se continúan por y con ella. Además, hay como un faro que con su luz sirve de señal o de guía a una y a otra vía. Este potente farol es la autoridad infalible de la Iglesia, asistida por el Espíritu Santo, única causa principal del conocimiento de lo revelado.

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3.11.16

LII. Autoridad de la Iglesia

Las tesis teológicas

En la etapa de la ley evangélica, después de Jesucristo y sus apóstoles, con quienes se termina la revelación, el crecimiento en el contenido de la fe se hace por explicitación. El modo de explicitar es aplicar el conocimiento racional a lo revelado implícitamente, que permite el desarrollo de la fe. Con raciocinios, o más concretamente por deducciones, se obtienen conclusiones, obtenidas de modo racional, y, por tanto, de manera científica.

Estas conclusiones, propias de la sabiduría teológica, son en sí mismas como las científicas. Aunque el punto de partida de la teología sea la fe revelada, que es sobrenatural, su metodología, para obtener conclusiones implícitas en ella, es totalmente racional o natural.

En el conocimiento teológico, por su raíz y fundamento sobrenatural, sin embargo, debe tenerse siempre en cuenta, por una parte, que, como ha declarado la Iglesia: «La doctrina de la fe que Dios ha revelado es propuesta no como un descubrimiento filosófico que puede ser perfeccionado por la inteligencia humana, sino como un depósito divino confiado a la esposa de Cristo para ser fielmente protegido e infaliblemente promulgado. De ahí que también hay que mantener siempre el sentido de los dogmas sagrados que una vez declaró la Santa Madre Iglesia, y no se debe nunca abandonar bajo el pretexto o en nombre de un entendimiento más profundo»[1].

La Teología se puede servir de toda clase de ciencias -metafísicas, físicas, y también morales-, cuyas conclusiones se emplearán como premisas en sus razonamientos. No obstante, el punto de partida de la teología no son las ciencias humanas, sino las proposiciones de fe o reveladas. Su finalidad no es, con la utilización de premisas de fe, deducir de las premisas de razón, sino al revés, servirse de las premisas de la razón para deducir o explicar la virtualidad contenida en la premisa teológica. No son las tesis teológicas instrumentos de las científicas, sino que estas últimas, al ser utilizadas, son meros instrumentos para desarrollar lo que las tesis reveladas no expresan directamente.

En realidad las premisas de razón o científicas son objetivamente o en sí mismas innecesarias. Si las necesita el teólogo es sólo por la debilidad de la inteligencia humana, que no puede ver intuitivamente, o de un solo golpe, lo que en las verdades reveladas está realmente incluido. Afirma Santo Tomás de la Doctrina Sagrada o Teología que: «Esta ciencia puede tomar algo de las disciplinas filosóficas, y no por necesidad, sino para explicar mejor lo que esta ciencia trata. Pues no toma sus principios de otras ciencias, sino directamente de Dios por revelación. Y aun cuando tome algo de las otras ciencias, no lo hace porque sean superiores, sino que las utiliza como inferiores y serviles, como la arquitectura tiene proveedores, o como lo civil tiene lo militar. La ciencia sagrada lo hace no por defecto o incapacidad, sino por la fragilidad de nuestro entendimiento, pues, a partir de lo que conoce por la razón natural (de la que proceden las otras ciencias) es conducido, como llevado de la mano, hasta lo que supera la razón humana y que se trata en la ciencia sagrada»[2].

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17.10.16

LI. La salvación y la Iglesia

La fe antes de la Encarnación

En todos los contenidos de la fe necesarios para la salvación, tanto los conocidos por los gentiles o por los distintos creyentes, sostiene Santo Tomás que se encuentra afirmado, por lo menos implícitamente, el misterio de Cristo. Argumenta: «Pertenece al objeto propio y principal de la fe aquello por lo que consigue el hombre la bienaventuranza. Más el camino por el que llegue el hombre a la bienaventuranza es el misterio de la encarnación y de la pasión de Cristo, según este testimonio: «No hay en el cielo otro nombredado a los hombres por el que nosotros debamossalvarnos» (Act 4,12). Por eso ha sido necesario en todo tiempo y para todos ser creído el misterio de la encarnación de Cristo si bien de modos diversos según los distintos tiempos y personas». Se ha conocido la Encarnación de dos maneras: de modo implícito y de modo explícito, y en este último en varios grados.

Por todos los creyentes, fue conocida la Encarnación de manera explícita, pero en distintos niveles. Primero, en el estado de inocencia o de justicia original, se conoció explícitamente, pero sólo en parte, porque: «Antes del pecado tuvo el hombre fe explícita en la encarnación de Cristo en cuanto que iba ordenada a la consumación de la gloria, mas no en cuanto ordenada a la liberación del pecado por la pasión y la resurrección, pues el hombre no podía conocer con antelación su futura caída en el pecado. Parece, sin embargo, que tuvo presciencia de la encarnación de Cristo por las palabras que dijo: «Por eso dejará el hombre a su padre ya su madre, y se adherirá a su mujer, y vendrána ser los dos una sola carne»(Gn 2,24); palabras que comenta así San Pablo: «Granmisterio es éste, lo digo respecto a Cristo y ala Iglesia»(Ef 5,32); y no es creíble que este sacramento fuera ignorado por el primer hombre».

Perdido el estado de inocencia y ya en el estado de naturaleza caída, se continuó este conocimiento explícito. Sin embargo de manera completa, porque: «Después del pecado fue creído explícitamente el misterio de Cristo no sólo en cuanto a su encarnación, sino además en cuanto a su pasión y resurrección, por las que es liberado el género humano del pecado y de la muerte. De otra forma no se hubiera podido prefigurar la pasión de Cristo con ciertos sacrificios antes de la ley y bajo la ley».

Precisa Santo Tomás que este conocimiento no llegaba a todos. Las distintas personas, los adultos y los niños, no la conocían por igual, porque: «El significado de estos sacrificios era conocido por los mayores explícitamente. Los menores conocían algo bajo el velo de tales sacrificios, creyendo que habían sido dispuestos divinamente en orden al Cristo que habría de venir».

Sobre el grado de plenitud del conocimiento de los hombres del misterio de Cristo, antes de su venida, indica además que: «cuantos más cercanos a Cristo, más distintamente conocían lo concerniente a sus misterios»[1]. La razón que da es la siguiente: «La consumación última de la gracia fue realizada por Cristo. Por eso el tiempo de Cristo es llamado «plenitud de los tiempos». De ahí que los más cercanos a Cristo, sean anteriores, como Juan Bautista; sean posteriores, como los apóstoles, conocieron más plenamente los misterios de la fe. Es lo que ocurre también en el hombre: su perfección está en la juventud, y cuanto más cercano, bien por razón de procedencia o de posterioridad, se halle a la juventud más perfecto será su estado»[2].

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3.10.16

L. La unicidad de la fe en la Historia humana

La fe en Cristo

Al comenzar a comentar el capítulo quinto de la Epístola a los romanos, en su comentario a este escrito de San Pablo, Santo Tomás indica que: «Habiendo mostrado el Apóstol la necesidad de la gracia de Cristo, porque sin ella ni el conocimiento de la verdad les sirvió a los gentiles, ni la circuncisión y la ley a los judíos para la salvación, aquí empieza a encarecer la virtud de la gracia»[1].

Como en el primer versículo de este capítulo de la Epístola se lee: «Justificados, pues, por la fe, estemos en paz con Dios por nuestro Señor Jesucristo»[2], el Aquinate escribe: «Así es que primero dice: tenemos dicho que se les reputa a justicia la fe a todos los que creen en la resurrección de Cristo, la cual es la causa de nuestra justificación. «Justificados, pues, por la fe», en cuanto por la fe de la resurrección participamos de su efecto», «para que estemos en paz con Dios», esto es, sujetándonosle y obedeciéndolo»[3].

En el siguiente versículo explica San Pablo que todo ello es posible por Cristo: «Por quien tenemos acceso a la virtud de la fe a esta gracia, en la cual estamos firmes y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de los hijos de Dios»[4]. Explica Santo Tomás, por: «Cristo «tenemos acceso», o sea, como por un mediador. «Mediador entre Dios y los hombres (1 Tm 2, 5). «Y así por Él unos y otros tenemos en un mismo espíritu el acceso al Padre» (Ef 2, 18). Acceso, digo «a esta gracia», esto es, al estado de gracia. «La gracia y la verdad han venido por Jesucristo» (Jn 1, 17). «En la cual» esto es, por la cual gracia no sólo resucitamos de los pecados, sino que también «estamos firmes», fijos y erectos por amor a las cosas celestiales. «Firmes estaban nuestros pies en tus atrios» (Sal 121, 2). Y todavía más: «Nosotros nos enderezamos y en pie nos mantenemos» (Sal 19, 9)».

Precisa seguidamente el Aquinate: «Y esto en virtud de la fe, por la cual obtenemos la gracia, no porque la fe preceda a la gracia, sino que más bien en virtud de la gracia viene la fe. «Gratuitamente habéis sido salvados por medio de la fe» (Ef 2, 8), esto es, porque el primer efecto de la gracia en nosotros es la fe»[5]. La gracia de Dios es la que causa la fe, que nos salva, no a la inversa, y por la fe se obtienen la gracias de la justificación y de la salvación.

La fe en Cristo es la condición necesaria y universal para la justificación. Por ello: «En El han creído no sólo los hombres que han existido después de su Encarnación sino también los que la precedieron, porque así como nosotros creemos que El nació y padeció, así también aquéllos creyeron que nacería y que padecería. Por lo tanto, una misma es nuestra fe y la de ellos. «Teniendo el mismo espíritu de fe» (2 Co 4, 13). Así es que de esta manera se prueba que la gracia de Cristo se transmite para la justificación de muchos por lo posterior, o sea, por el reino de vida»[6].

El crecimiento en la fe

Se desprende de la afirmación de la posesión del «mismo espíritu de fe»[7], en todos los hombres, que reciben la gracia de Cristo y son justificados, independientemente de que hayan vivido antes o después de su venida, que la fe es una. Santo Tomás trató directamente la cuestión de la unicidad de la fe y a la vez el problema del hecho histórico del desarrollo de la doctrina de la fe.

El crecimiento del contenido de la fe se dio primero durante el Antiguo Testamento hasta Jesucristo y los apóstoles, y seguidamente también en la Iglesia, después de Cristo y sus apóstoles. Este progreso histórico implica que los fieles anteriores de un momento determinado del desarrollo sucesivo de la fe conocían y creían una parte de ella, y los posteriores conocerán y creerán otra parte, que antes era desconocida.

En la Iglesia, hay, por tanto, definiciones dogmáticas nuevas. El problema del progreso del dogma, ya que no parece posible afirmar su unidad si se desarrolla y crece, lo presenta el Aquinate, en la Suma teológica, en la siguiente objeción: «En las ciencias elaboradas por el hombre, han sido susceptibles de aumento en el decurso de los tiempos debido al deficiente conocimiento en los que primero las inventaron. Así lo afirma Aristóteles en el libro II de la Metafísica. (c. 1, n. 1 y 3). Pero en el caso de la fe, la doctrina no ha sido invención humana, sino dada por Dios. «Es un don de Dios»(Ef 2,8), dice el Apóstol. Por lo tanto, no siendo posible en Dios defecto alguno de conocimiento, parece que el conocimiento de las verdades de fe debiera ser perfecto desde el principio, y que no haya aumentado en el transcurso del tiempo»[8].

La respuesta de Santo Tomás, después de explicar en el cuerpo del artículo en que sentido progresa la fe, es la siguiente: «El progreso en el conocimiento se produce de dos maneras. Una, por parte del que enseña, el cual, sea uno solo, sean varios, avanza en el conocimiento según la sucesión del tiempo. Tal es la razón del progreso en las ciencias inventadas por la razón humana. La segunda, es por parte del que aprende. El maestro que conoce bien su oficio no lo transmite de una vez al alumno, ya que éste no podría recibirlo; se lo transmite poco a poco, adaptándose a su capacidad. Esta es la forma como progresaron los hombres en el conocimiento de la fe en el transcurso de los tiempos. Por eso compara el Apóstol la etapa del Antiguo Testamento con la de la niñez (Ga 3, 24ss; 4)»[9].

En este lugar citado de la Epístola a los Gálatas, San Pablo escribe al principio del mismo: «La ley fue nuestro pedagogo que nos condujo a Cristo, para que por la fe seamos justificado. Mas venida la fe ya no estamos bajo el pedagogo»[10].

Al comentar el capítulo de estos versículos de la Epístola escribe Santo Tomás: «La ley sirve a las promesas de Dios en general en cuanto a dos cosas. Primero, porque manifiesta los pecados. «Por la ley se nos ha dado el conocimiento del pecado» (Rm 3, 20). En seguida, porque manifiesta la humana flaqueza en cuanto no puede el hombre evitar el pecado si no es por la gracia, la cual no se daba mediante la ley. Y así como estas dos cosas, el conocimiento de la enfermedad y la impotencia del enfermo, seriamente inducen a acudir al médico, así también el conocimiento del pecado y de la propia impotencia inducen a buscar a Cristo. Por lo tanto de esta manera la ley sirvió a la gracia, en cuanto proporcionó el conocimiento del pecado y la experiencia de la propia impotencia».

Podría decirse que la ley tenía una primera función negativa, porque hacia que los hombres tuvieran conciencia de que eran pecadores, aunque, también era positiva, porque, al reconocer que eran pecadores, sabían que necesitaban la misericordia de Dios. Tenía también una segunda función totalmente positiva, porque encaminaba hacia Cristo. Sobre ella, escribe más adelante el Aquinate: «el oficio de la ley fue oficio de pedagogo. Y por eso se dice el texto de San Pablo:»la ley fue nuestro pedagogo», porque mientras el heredero no puede obtener el beneficio de la herencia, o bien por falta de edad o de alguna otra perfección necesaria, es protegido y cuidado por algún instructor, que recibe el nombre de pedagogo, de país, paidós, niño, y ago, conducir».

Antes de la venida de Cristo, la ley conducía hacia la gracia, «porque aquella gracia podría librar de los pecados, y tal gracia es por la fe en Jesucristo». Era necesaria esta función de tutela: «porque los judíos, como niños sin razón, gracias a la Ley se apartaban del mal, por temor a la pena, y se movían al bien por el deseo y la promesa de los bienes temporales. Pues a los judíos les estaba prometida la bendición del futuro descendiente que obtendría la herencia, pero aún no llegaba el tiempo de la consecución de esa herencia. Por lo cual era necesario que se conservaran hasta el tiempo del futuro descendiente y se apartaran de las cosas ilícitas, cosa que se lograba por la ley».

Con la metáfora del pedagogo, San Pablo quiere mostrar que: «por el hecho de que bajo la ley estábamos guardados, la ley fue nuestro pedagogo, o sea, que nos dirigió y guardó para Cristo, en el camino hacia Cristo. Y esto para que fuéramos justificados por la fe de Cristo. «Era Israel un niño, yo le amé» (Os, 11, 1). «Me castigaste, Señor, y yo he aprendido (Jr 31, 18). «Concluimos que es justificado el hombre por la fe, sin las obras de la ley» (Rm 3, 28)».

La ley no realizaba la tarea pedagógica de manera perfecta, porque, en primer lugar: «aunque la ley fuera nuestro pedagogo, sin embargo, no conducía a la perfecta herencia, porque, como se dice en Hb 7, 19: «La ley no condujo ninguna cosa a perfección».

En segundo lugar, por ello: «Su oficio cesó al venir «la fe». Y esto lo dice así: «más venida la fe», la de Cristo, «ya no estamos bajo el pedagogo», o sea, bajo coacción, la cual no es necesaria para el libre. «Cuando yo era niño, hablaba como niño; sentía como niño, pensaba como niño; al hacerme hombre, dejé de lado las cosas de niño» (1 Co 13, 11) «Si alguno vive en Cristo. Es una criatura nueva; lo viejo pasó. Y he aquí que todo es nuevo» (2 Co 5, 17)»[11].

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19.09.16

XLIX. La necesidad de la fe de Abraham

La obra buena de la fe

En su comentario a la Epístola a los Gálatas, Santo Tomás refiere la interpretación de la Glosa (Glossa ordinaria), muy conocida y utilizada en su época, sobre el pasaje de San Pablo: «el hombre no se justifica por las obras de la ley»[1]. Las obras que no justifican serían las obras ceremoniales, realizadas según las leyes rituales de la ley de Moisés. San Pablo no se referiría para nada a las obras morales, las que resultan de la ley oral natural, que estaba en el Decálogo.

Según esta interpretación, que había hecho tradicional la Glosa, enseñaría San Pablo que los cristianos no necesitarían cumplir la ley ceremonial, que era como figura del advenimiento de Cristo. Además, incluso los justos del Antiguo Testamento no lo eran por los preceptos ceremoniales, sino por el cumplimiento de la ley moral, aunque, para ellos, el cumplir estos mandatos ceremoniales, por no vivir en el tiempo de la Nueva Alianza, era un acto de obediencia necesaria.

Como San Pablo añade, en este mismo versículo, el hombre se justifica «por la fe en Jesucristo», la misma fe sería consideraba por como acto salvador. Según esta interpretación tradicional sería una obra de la ley moral. Se explicaría, porque la fe es un acto de justicia del hombre con respecto a Dios. La fe sería una «buena obra», y, por tanto, meritoria por sí misma ante Dios. Por la fe, el hombre se somete, por su entendimiento, que es lo más excelso que posee, a la revelación de Dios y tal supeditación es una obra buena, que merece ante Dios.

En este mismo sentido habría que entender lo que de que dice San Pablo más adelante en esta misma epístola, después de afirmar la insuficiencia de las leyes ceremoniales y la bondad moral de la fe: «Según está escrito, “creyó Abraham a Dios, y se le reputó por justicia” (Gn 15, 6)»[2]. Puede ser una confirmación de la interpretación de la Glosa, porque parece decir que por su fe Abraham alcanzó la justicia

En su comentario a este versículo Santo Tomás explica: «En lo cual débese notar que la justicia consiste en el pago de lo debido; y el hombre debe algo a Dios, y algo a sí mismo, y algo al prójimo, esto es por Dios. Luego la justicia perfecta es pagarle a Dios lo que le corresponde. Porque si te pagas a ti mismo o le pagas al prójimo lo debido, y no lo haces por Dios, más bien eres perverso que justo, por poner el fin en el hombre».

Los deberes para con Dios, primer principio y último fin del hombre, abarcan a toda su actividad: «porque de Dios es cuanto hay en el hombre, tanto el entendimiento como la voluntad y el cuerpo mismo; pero en cierto orden, porque las cosas inferiores se ordenan a las superiores, y las exteriores a las internas, a saber, al bien del alma, siendo en el hombre lo supremo la mente. Por lo cual lo primero en la justicia del hombre es que la mente del hombre se subordine a Dios, y esto se hace por la fe. “Cautivamos todo pensamiento a la obediencia de Cristo” (2 Co 10, 5)». Los deberes que se refieren directamente a Dios son las virtudes teologales, que tienen por objeto a Dios en sí mismo, y por las que le damos el entendimiento y la voluntad, pero la primera es la fe, porque el entendimiento es la primera facultad.

La fe es la primera virtud en la vida sobrenatural ya que: «en todas las cosas se debe decir que Dios es el primer principio en la justicia». Además: «quien le da a Dios lo sumo que en sí mismo es, subordinándole la mente, es justo a la perfección. “Los que se rigen por el espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios” (Rm 8, 14). Y por eso dice: “creyó Abraham a Dios” (Ga 3, 6), esto es, sujetó su mente a Dios por la fe. “Confía en Dios, y El te sacará a salvo” (Eclo 2, 6). “Vosotros los temerosos del Señor, aguardad con paciencia su misericordia (Eclo 2, 7)»[3].

Con su fe, Abraham «sujetó» su entendimiento, aceptó el testimonio de Dios, ofreció su entendimiento, lo más valioso que poseía, del que dice, el mismo Santo Tomás, que: «es sumamente amado por Dios entre todo lo humano»[4], «se le reputó por justicia»[5]. Afirmación que significa, explica el Aquinate, que: «la misma creencia y la propia fe fue para él y es para todos los demás causa suficiente de justicia; y lo que se le reputa a justicia exteriormente por los hombres, interiormente es dado por Dios, quien por la caridad operante justifica a los que tienen fe, perdonándoles los pecados»[6].

Primacía de la gracia

En el Comentario a la Epístola a los Romanos, escrito unos diez años más tarde que el anterior, Santo Tomás, se ocupa extensamente del versículo paralelo a la epístola anterior: «¿Qué es, pues, lo que dice la Escritura? “Abraham creyó en Dios y le fue imputado para justicia” (Gn 15, 6)»[7].

Su explicación comienza con el comentario de estos dos versículos inmediatos: «¿Qué diremos luego que obtuvo Abraham, nuestro Padre según la carne? Porque si Abraham fue justificado por obras de la Ley, tienen de que gloriarse, pero no en Dios»[8].

Observa respecto al primero: «Si Abraham hubiese sido justificado por obras de la Ley, no tendría gloria ante Dios; luego no fue justificado por las obras (…) Y es claro que el ser justificado no lo obtuvo por las obras de la Ley; tiene ciertamente una gloria, la que le dan los hombres que ven los hechos exteriores, pero no ante Dios, que ve en lo oculto, según aquello del Primer libro de los Reyes: “Dios mira el corazón” (1 Re 16, 7); y en la Primera carta a los corintios: “Que nadie ponga su gloria en los hombres” (1 Co 3, 21). De aquí que contra algunos se dice en el Evangelio de San Juan: “Amaron más la gloria de los hombres que la gloria de Dios” (Jn 12, 43)».

Aun si se admite que las obras de la ley no justifican, se podría todavía afirmar tal como se plantea en la siguiente objeción, que refiere Santo Tomás: «La costumbre de las obras exteriores engendra el hábito interior, por el cual asimismo se dispone debidamente el corazón del hombre para obrar bien con prontitud y deleitarse en las buenas obras, como enseña el Filósofo (II Ethic)». Las buenas obras no tendrían un carácter radical en cuanto que, aunque no causan la justificación, si predisponen a ella.

La respuesta del Aquinate es rotundamente negativa. Argumenta: «Tal cosa cabe en la justicia humana, por la cual se ordena el hombre al bien humano. En efecto, el hábito de tal justicia se puede adquirir con obras humanas, pero la justicia que tiene su gloria en Dios se ordena al bien divino, o sea, al bien de la gloria futura, que excede a toda facultad humana, según aquello de: “Lo que ojo no vio, ni oído oyó, ni entró en pensamiento humano, esto tiene Dios preparado para los que le aman” (1 Co 2, 9). Y por esto las obras humanas carecen de capacidad para engrandar tal hábito de justicia, sino que es necesario que sea justificado, primero, interiormente el corazón del hombrepor Dios, para que haga obras proporcionadas con la gloria divina».

Las buenas obras ni justifican ni predisponen a la justificación. A la inversa, la justificación es la que cambia el «corazón» o el interior más profundo del hombre, y le predispone y capacita para hacer buenas obras, que revelan, por tanto, no la gloria del hombre, sino la gloria de Dios. Explica el Aquinate que San Pablo prueba que: «Abraham tenía su gloria en Dios (…) al añadir: «”Pues ¿qué dice la Escritura?” (Rm 4, 3) (…) ¿Qué dice, en efecto, la Escritura? “Y le creyó Abraham a Dios” (Gn 15, 6; Rm 4, 3), que le prometía la multiplicación de su estirpe. “Créele a Dios y El te sacará a salvo” (Eclo 2, 6)».

Sobre el final de este versículo de San Pablo, escribe Santo Tomás: «Y le fue imputado a justicia” (Rm 4, 3)” se entiende que por Dios. “Abraham fue hallado fiel en la prueba que de él se hizo” (I Mach 2, 52) Y así es manifiesto que en Dios, por quien se le imputó a justicia el hecho de creer, es donde tiene su gloria».

La fe de Abraham tenía su origen en Dios, que le había justificado y así manifestaba la gloria divina. Abraham había sido hecho justo en su alma, justicia que le empujaba a expresarla en obras, que así eran obras justas. Permanecía «fiel» a su fe, porque no ponía obstáculos o impedimentos Precisa, por ello, Santo Tomás: «Mas débese considerar que la justicia que Dios hace constar por escrito no la considera en alguna obra externa sino en la fe interior del corazón, que sólo Dios ve». La fe interior, la primera obra de la justificación, es la de que se habla en la Escritura.

Otra advertencia, que hace seguidamente el Aquinate, es la siguiente: «es triple el acto de fe, a saber, creer que Dios existe, creerle a Dios y creer en Dios». Explica que: «creer que Dios existe indica la materia de la fe, en cuanto es la virtud teológica que tiene Dios por objeto. Y por eso este acto aún no tiene a Dios por objeto. Y por eso este acto aún no toca la característica de la fe, porque si alguien cree que Dios existe por algunas razones humanas y por señales naturales, aún no se dice que tenga fe«. En si mismo el conocimiento de la existencia de Dios es objeto de la razón natural, que puede descubrir y estar cierto de que Dios existe.

Tampoco es propiamente fe, el tercer acto de fe, porque: «creer en Dios indica el ordenamiento de la fe a su fin, que es por la caridad, y porque creer en Dios es lo mismo que creer ir hacia Dios, cosa que hace la caridad»

En cambio, el segundo: «El acto de creerle a Dios se pone como propio del acto de fe, indicando su característica». De manera que «la fe de la que hablamos», se da cuando se: «cree lo que es dicho por Dios, lo cual se designa diciendo que se le cree a Dios y con esto es con lo que se caracteriza la fe»[9],

La fe efecto de la justificación

En los dos siguientes versículos, al que se afirma que la fe de Abraham fue imputada a justicia, dice San Pablo: «Ahora bien, a aquel que trabaja la retribución no se le asigna como gracia, sino como deuda. Mas al que no trabaja, sino que cree en Aquel que justifica al impío, su fe se le reputa por justicia, según el beneplácito de la gracia de Dios»[10].

Al comentar el primero, explica Santo Tomás: «En seguida, cuando dice: “Ahora bien, a aquel que trabaja” (Rm 4, 4), indica la predicha autoridad en cuanto a esto que dice: “le fue imputado a justicia”, y se toca en la Glosa una doble exposición de estas palabras».

En la primera, la Glosa interpreta estas palabras «en cuanto que se refieren a la merced final, y en primer lugar, muestra como se relaciona ella con las obras, y en segundo lugar cómo con la fe»[11]. Al decir «a aquel que trabaja» se indicaría que recibe la «retribución» como «deuda» por sus obras. «Mas al que no trabaja», la recibiría como «gracia» por su fe.

La Glosa, en segundo lugar, interpreta que San Pablo con las palabras: «aquel que trabaja», como en la anterior interpretación: «indica la predicha autoridad en cuanto quien obra, esto es, obras de justicia, la merced de eterna retribución, de la que se dice en Is 40, 10: “He aquí que lleva consigo su recompensa”». Ahora, en cambio, no se sostendría que se indica lo mismo respecto «al que no trabaja, sino que cree»[12], porque su fe: «no se le imputa como gracia tan sólo, sino como deuda, según aquello de Mt 20, 13: “¿No conviniste conmigo en un denario?». En esta otra interpretación, por tanto, se retribuye al que tiene fe no sólo como gracia, sino también como remuneración por la obra de la fe, a la que se debe esta gracia de salvación.

A estas dos interpretaciones, en las que se considera que las buenas obras merecen una retribución, y, que, por tanto, se tiene una deuda con ellas, se les puede objetar que: «Por el contrario tenemos lo que se dice más adelante (Rm 6, 23): “La gracia de Dios es vida eterna”; y en Rm 8, 18: “Los padecimientos del tiempo presente no son dignos de ser comparados con la gloria venidera”. Así en tales circunstancias, la dicha retribución no se hace por deuda sino por gracia».

Precisa Santo Tomás, en primer lugar, que: «debemos decir que las obras humanas se pueden considerar de dos maneras. O según la substancia de las obras, y así no tienen nada condigno para que se les pague con la merced de la eterna gloria. O según su principio, en cuanto se hacen por impulso de Dios conforme al designio de Dios predestinante y en cuanto a esto se les debe la dicha merced por deuda, porque, como más adelante se dice (Rm 8, 14, 17): “Todos cuantos son movidos por el Espíritu de Dios estos son hijos de Dios; y si hijos, también herederos”».

Las obras humanas en sí mismas, o según su «substancia», no tienen ningún derecho a la salvación, no son meritorias de condigno o por justicia. Así parecen tomarse en la explicación de la Glosa. Sin embargo, si se tomarán en otro sentido, en cuanto a su «principio», que está en la previa gracia de Dios, entonces es cierto que merecen por justicia la salvación

Este segundo sentido es el que utiliza San Pablo, en estos dos versículos, para referirse a las buenas obras, porque, en el último: «cuando dice: “Mas al que no trabaja” indica la relación que tiene la merced eterna con la fe, diciendo: “Mas al que no trabaja”, esto es, con obras exteriores, como por ejemplo porque ya no tiene tiempo de obrar, como es claro en el bautizado que al instante muere, “que cree en Aquel que justifica al impío”, o sea, en Dios de quien se dice adelante (Rm 8, 18): “El Dios que justifica le reputará su fe”, esto es, la fe sola sin obras exteriores “a justicia”, de modo que por ella se diga que él es justo y reciba el premio de la justicia como si hubiese hecho obras de justicia, según aquellos de Rm 10, 10: “Porque con el corazón se cree para justicia”, y esto según el designio de la gracia de Dios, esto es, según la promesa de Dios de salvar por su gracia a los hombres. “Los que son llamados santos según su designio (Rm 8, 28). “Del que todo lo hace conforme al consejo de su voluntad” (Ef 1, 11)». Con fe, recibida de Dios, y sin necesidad de buenas obras, porque la fe todavía no ha podio causarlas, se merece la salvación, tal como Dios ha prometido.

San Pablo con este sentido de las buenas obras: «se refiere a la justificación del hombre. Así es que dice: “Ahora bien, a aquel que trabaja” (Rm 4, 3) esto es, si alguien se justificare por las obras, la propia justicia se imputará como “salario, no por gracia sino por deuda”. “Y si es por gracia ya no es por obras; de otra manera la gracia dejaría de ser gracia” (Rm 11, 6)». La justicia, o justificación de Dios, que se manifiesta en la fe no es debida a las obras, en cuanto a la substancia, porque entonces ya no se sería por gracia, sino por salario o por deuda.

Lo confirma lo que añade San Pablo respecto al que no tiene obras buenas en cuanto a la substancia u obras previas a la fe. «“Mas al que no trabaja”, esto es, que no puede por sus meras obras ser justificado, “pero que cree en aquel que justifica al impío”, se le reputará esta su fe a justicia conforme al designio de la gracia de Dios, no ciertamente de modo que por la fe merezca la justicia, sino porque el propio creer es el primer acto de justicia, que Dios obra en él»

La fe no debe entenderse como una mera buena obra que merezca la gracia y pueden ya realizarse obras procedentes de esta fe. Santo Tomás deja muy claro que la fe, que es el inicio de las obras meritorias, no es merecida por ser una gracia. El hecho de tener fe, de haberla recibido de Dios, es la señal manifestativa que se ha recibido también la justificación, «En efecto, por el hecho de que cree en Dios justificante, está bajo su justificación, y así recibe su efecto».

A diferencia de su anterior Comentario a la Epístola a los gálatas, Santo Tomás ahora afirma de manera explícita su interpretación, que ha desarrollado más extensamente frente a las de la Glosa. Declara como conclusión «Y esta exposición es la literal y conforme a la intención del Apóstol, quien hace hincapié en lo que se dice en Gn 15, 6: “Y creyó él en Yahvéh, el cual se lo reputó por justicia”, lo cual se suele decir cuando aquello que es menos por parte de alguien se le reputa gratuitamente como si hiciese todo. Y por eso dice el Apóstol que esta imputación no tendría lugar si la justicia fuese por las obras, pues tendrá lugar sólo la que es por fe»[13]. Una fe, que es dada por Dios, y que requiere que la libertad humana no le ponga impedimentos, para que continúe su regeneración y actuación. A esta fe fiel, Dios la considera meritoria de la salvación, como una obra justa, aunque la justicia haya sido obrada por Dios.

La promesa de Dios

La salvación está vinculada a la fe, no a las obras, que aparecen por el cumplimiento de la ley. Por ello, un poco más adelante, escribe San Pablo, frente a los que establecían que las bendiciones, que Dios prometió a Abraham, se cumplirían con la observancia de la ley: «Y así no fue en virtud de la ley la promesa hecha a Abraham, o a su posterioridad, de tener al mundo por herencia suya, sino en virtud de la justicia de la fe. Porque si por la ley son los herederos, inútil es la fe, y la promesa es abolida. Porque la Ley produce la cólera. Pues donde no hay ley no hay tampoco prevaricación»[14].

Explica Santo Tomás que en el primer versículo, San Pablo: «Niega que tal promesa sea hecha por la ley. Lo cual no se dice ciertamente por la promesa misma, porque en el tiempo de la promesa aún no se daba la ley, sino por el cabal cumplimiento de la promesa de modo, que el sentido sea que la tal promesa se le hizo a Abraham, no como si tuviera que ser cumplida por la ley (…) Por lo contrario, afirma que la dicha promesa se debe cumplir por la justicia de la fe».

La promesa no tiene como condición la ley. «Si la promesa hecha a Abraham, pudiera ser cumplida por la ley, la fe de Abraham creyente en la promesa sería inútil, porque la promesa hecha a él sería abolida (…) Así es que “si por la ley son herederos” (Rm, 4, 14), o sea, si para que algunos participan de la herencia prometida se requiere que esto lo consigan por la observancia de la ley, “inútil es la Fe”, o sea, vana es la fe con la que Abraham le creyó a Dios prometedor (…) Y por qué sea vana, lo enseña agregando “es abolida”, o sea, es anulada la promesa porque no consigue su efecto».

Además, la ley no sólo no es la condición de la promesa, sino que también «impide la consecución de la herencia, puesto que “la ley produce la cólera” (Rm 4, 15) (…) o sea, el castigo, porque por la ley los hombres se hacen dignos del castigo de Dios».

Con una interpretación parecida a las referidas de la Glosa: «Podría alguien entender que la ley produce la cólera en cuanto a las prescripciones ceremoniales observadas en el tiempo de la gracia». San Pablo podría referirse al cumplimiento de las antiguas leyes ceremoniales o rituales, vigentes desde Moisés hasta Cristo, todavía en la época de la ley evangélica o de la gracia.

Réplica Santo Tomás que: «esto debe entenderse también en cuanto a las prescripciones morales; no que los preceptos morales de la ley prescriban algo que a quienes los observen los haga dignos de la cólera de Dios, sino circunstancialmente, porque habiéndolos ordenado no proporciona la ley la gracia para cumplirlos, según aquello: “La letra mata, más el espíritu da vida” (2 Co 3, 6). Porque el espíritu ayuda interiormente a nuestra flaqueza». La ley, en cambio, no ayuda a su cumplimiento y el hombre no la puede observar por sí mismo.

Añade Santo Tomás que cuando a continuación San Pablo : «dice “donde no hay ley no hay tampoco prevaricación” (Rm 4, 15) enseña de que manera produce la cólera (…) porque si alguien no habiendo ley puede pecar contra lo que naturalmente es justo que se deba hacer, sin embargo, no se le llama prevaricador, si no es transgrediendo la ley».

San Pablo no llama prevaricador o que infringe la ley al que meramente está sujeto a la ley natural, salvo que no la cumpla. Aunque todo hombre esté sujeto a la ley natural, no se le llama prevaricador. «Sin embargo se puede decir que todo pecador es un prevaricador en cuanto es un trasgresor de la ley natural». Aquí el Apóstol se refiere al prevaricador, que además está bajo la ley escrita, porque: «más grave es transgredir a la vez la ley natural y la ley escrita que la sola ley de la naturaleza». Los dos incumplimientos, de la ley natural y de la ley escrita, provocan la cólera de Dios. Sin embargo, San Pablo en este versículo esta mencionando a la segunda, porque: «por haberse dado la ley sin la gracia adyuvante, la prevaricación aumentó y mereció mayor cólera»[15].

Fidelidad de Dios

En el versículo siguiente, San Pablo escribe: «Así que es por la fe, para que fuese de gracia, a fin de que la promesa permanezca firme para toda la posterioridad, no sólo para la que es de la ley, sino también para la que sigue la fe de Abraham, el cual es el padre de todos nosotros»[16].

Indica Santo Tomás que San Pablo: «Habiendo demostrado que la promesa hacha Abraham y a su descendencia no puede cumplirse por medio de la ley, aquí enseña que tiene que ser cumplida por la fe (…) “Así que es por la fe”, a saber, conseguimos la promesa para ser herederos del mundo “Esta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe” (1 Jn 5, 4)».

Nota además el Aquinate: «Y esto lo confirma por el recurso contrario al que arriba tomara. Porque está dicho que si la justicia se diera en virtud de la ley, la promesa sería abolida; pero si es por la fe, permanece firme la promesa por la virtud de la divina gracia que justifica al hombre por la fe». La gracia de la fe, que justifica o hace justo al pecador, por ser de Dios, permite que se mantenga la promesa divina.

Esta es la enseñanza de San Pablo, porque añade Santo Tomás: «Y esto lo dice así: “a fin de que la promesa permanezca firme”, no en verdad en virtud de acciones de los hombres que pueden faltar sino según la gracia, que es infalible. “Mi gracia te basta” (2 Co 12, 9). “Todas cuantas promesas hay en él”, o sea, en Cristo, “están” (2 Co 1, 20), o sea, son verdaderas».

Por la fe se obtiene la promesa: «“para toda la posterioridad”, esto es, para todo hombre que de cualquier manera sea descendencia de Abraham». Debe tenerse en cuenta, por una parte, que: «hay cierta descendencia carnal, según aquello de Jn 8, 33: “Nosotros somos la descendencia de Abraham”. Hay otra que es la descendencia espiritual, según Mt 3, 9: “Poderosos es Dios para que de estas piedras”, o sea, de los gentiles, “nazcan hijos de Abraham”». Por otra, que: «la descendencia carnal de Abraham no guardó sino la ley; pero su fe la imitó la descendencia espiritual».

Al decir San Pablo que la promesa se cumple “para toda la posterioridad” confirma que se cumple en los que tienen fe, porque: «si por la mera ley fuese la promesa, no se cumpliría en toda la descendencia, sino tan sólo en la carnal», en los que sólo cumplen la ley. En cambio: «es evidente que lo que se cumpla por la fe, que es común a todos, se cumple en toda descendencia»[17]. La fe puede ser para todos, tanto para judíos, sujetos a la ley escrita, como para los gentiles, que sólo tienen la ley natural.

El versículo termina con la conclusión sobre Abraham: «el cual es el padre de todos nosotros»[18]. Con ello, indica Santo Tomás, San Pablo: «prueba lo que antes se asentara, a saber, que la descendencia de Abraham no es solamente la que lo es por la ley sino también la que lo es por la fe según la autoridad de la Escritura, cuyo sentido propone en primer lugar, diciendo “el cual”, a saber, Abraham, “es el padre de todos nosotros”, esto es, de todos los creyentes, tanto judíos como gentiles»[19].

En segundo lugar, el sentido se encuentra también en el versículo siguiente, que continua el anterior. Se dice en el mismo: «según está escrito: “padre de muchas naciones te establecí” (Gen 17, 5) ante Dios, a quien creíste, el cual da vida a los muertos, y llama las cosas que no son, del mismo modo que las cosas que son»[20].

Comenta el Aquinate: «se dice “te establecí”, como si ya se hubiese cumplido lo que mucho después se cumpliría; pero es que las cosas que en sí mismas son futuras, son presentes en la providencia de Dios según aquello del Eclo (23, 29): “Porque todas las cosas antes de ser creadas fueron conocidas del Señor Dios, y aun después que fueron acabadas». Dios conoce en su eternidad las cosas presentes, también las que para nosotros son futuras e igualmente las pasadas, que ya no existen el presente, pro si en la eternidad

El Aquinate añade a continuación: «Y por eso dice el Apóstol que estas palabra: “te establecí” débense entender “ante Dios”, o sea, en su presencia, a quien le creíste. En efecto, Abraham había creído que Dios preanunciaba las cosas futuras como si las viera presentes, porque, como se dice en Hb 11, 1: “La fe es la substancia de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve”». La fe en sí misma no es un sentimiento, ni un mero acto de la voluntad, sino que es un acto del intelecto que tiene por objeto lo real o subsistente, que es lo sobrenatural esperado, y que, además, comunica la misma certidumbre que nos proporciona la argumentación más convincente.

Al decir San Pablo, en este mismo versículo: “el cual da vida a los muertos”, según Santo Tomás: «enseña por quien ha de ser cumplida tal promesa, diciendo ”el cual”, a saber, Dios “da vida a los muertos”, o sea, a los judíos –que estaban muertos por los pecados obrados contra la ley- los vivifica por la fe y la gracia, para que obtengan la promesa de Abraham. “Como el Padre resucita a los muertos y les devuelve la vida” (Jn 5, 21), “Y llama las cosas que no son”, o sea, que llama a los gentiles, a saber, a la gracia, “del mismo modo que las que son” (Rm 4, 17), o sea, como a los judíos. “Llamaré pueblo mío al que no es mi pueblo” (Rm 9, 25)». Indica a los gentiles por las cosas que no son, porque estaban del todo apartados de Dios. Porque como se dice en I Co 13, 2: “Si no tengo caridad nada soy”. Y así mediante tal llamada se cumple también en los gentiles la promesa de Abraham»[21].

La grandeza de la fe

En el versículo que sigue San Pablo se refiere directamente a Abraham: «El cual, esperando contra toda esperanza, creyó que vendría a ser padre de muchas naciones, según lo que se le había dicho (Gen 15, 5): Así será descendencia “como las estrellas del cielo y las arenas del mar”»[22].

Santo Tomás encuentra en este y los siguientes textos de San Pablo las características de la fe de Abraham. «Al decir: “el cual contra toda esperanza” enaltece la fe de Abraham. Y lo primero manifiesta la grandeza de su fe; lo segundo su eficacia o fruto: “por lo cual también le fue imputado a justicia “ (Rm 4, 22)».

Respecto a la magnitud de la fe de Abraham, lo primero que hace San Pablo es «indicar la grandeza de la fe de Abraham, diciendo: “El cual”, o sea Abraham, con esta esperanza “creyó que vendría a ser padre de muchas naciones”, pero contra toda esperanza».

Sobre esta última afirmación aclara que: «acerca de lo cual débese considerar que la esperanza entraña cierta expectación de un bien futuro». La esperanza, que es una espera confiada, implica la confianza en alcanzar un bien deseado con total certeza. Respecto a esta certeza: «a veces es en virtud de una causa humana o natural, según aquello de 1 Co 9, 19: “El que ara debe arar, con esperanza”».

Además de esta esperanza natural o adquirida, hay otra esperanza, porque: «a veces la certeza de la expectación es por causa divina, según aquello del Sal 30, 1: “Señor, en Ti, tengo puesta mi esperanza”». Esta esperanza sobrenatural o teologal era la de Abraham. «Así es que el bien de que Abraham sería el Padre de muchas naciones lo tenía como cierto por parte de Dios que se lo prometía, aunque lo contrario aparecía por causa natural o humana creyó con la esperanza de la promesa divina». A su esperanza basada en Dios causada por su gracia, se oponía la carencia de esperanza natural o humana.

Sobre la promesa divina, que esperó Abraham, nota Santo Tomás que, en el versículo comentado, San Pablo: «la indica luego diciendo: “según lo que se le había dicho” a saber: “tu descendencia será como las estrellas del cielo y las arenas del mar”. Utiliza a estas dos cosas por la semejanza con una innumerable muchedumbre»[23]. Por la abundancia de las estrellas en el cielo y de la arena, en la tierra, son sinnúmero.

La razón más concreta de esta comparación se encuentra en la misma Escritura: «porque en cuanto a las estrellas se dice en el Dt 1, 10: “el Señor Dios vuestro os ha multiplicado, y en el día de hoy sois como las estrellas del cielo”. En cuanto a las arenas se dice en I Re 4, 20: “Judá e Israel son innumerables como las arenas del mar”».

También se encuentra en la Escritura el sentido de esta doble comparación, porque: «se puede observar cierta diferencia entre una y otra cosa, de modo que las estrellas se comparen con los justos, que son de la descendencia de Abraham. “Quienes hubiesen enseñado a muchos la justicia brillarán como estrellas por toda eternidad” (Dn 12, 3) y en cambio las arenas se comparan con los pecadores, porque como las del mar serán ahogados por los oleajes del mundo. “Yo soy el que al mar le puse por término la arena” (Jr 5, 22)»[24].

La firmeza de la fe

Después de encomiar la fe de Abraham, al mostrar su grandeza, San Pablo destaca su firmeza en el versículo siguiente, añade: «Y no flaqueo en la fe, ni consideró a su propio cuerpo sin vigor, teniendo unos cien años, ni el estéril seno de Sara»[25].

Al comentar estas palabras de San Pablo, declara Santo Tomás: «cuando dice “y no flaqueo en la fe” muestra la firmeza de Abraham, la cual primeramente indica diciendo: “y no flaqueó”, pues así como es claro que no flaquea la templanza que no sea vencida por las grandes concupiscencias, así también es claro que no flaquea, sino que es fuerte, la fe que no es dominada por las grandes dificultades. “Resistidle firmes en la fe” (1 P 5, 9)». La fe firme es sólida, fuerte y estable ante todos los obstáculos y problemas. Siempre se mantiene y permanece frente a las dificultades y contrariedades.

Cuando en este lugar, San Pablo dice «”Ni consideró” etc., expresa las dificultades, por las que se ve que su fe no flaqueaba. Y lo primero por parte del propio Abraham, diciendo: “ni consideró”, esto es, para reconocer la promesa, “su propio cuerpo sin vigor”, esto es, que ya estaba extinguida en él la fuerza generativa por la ancianidad. De aquí que diga: “teniendo unos cien años”. En efecto, teniendo Abraham cien años de vida nació Isaac, como se lee en Gn 21, 5. Un año antes se le había prometido un hijo, según Gn 18, 10: “Yo volveré a ti por este tiempo y Sara tendrá un hijo”».

Como se dice en la Escritura que, después de la muerte de Sara, Abraham tuvo de Keturá varios hijos (Gn 25, 1-4; y 1 Cro 1, 32-34), se podría presentar la siguiente objeción a este suceso milagroso: «Parece que su cuerpo no carecía de vigor en cuanto a la fuerza generativa, porque todavía después de la muerte de Sara tomó esposa a Keturá la cual le dio varios hijos, como se dice en Gn 25, 1-4. Pues dicen algunos que estaba extinguida en él la fuerza generativa en cuanto a engendrar de mujer anciana, más no para engendrar un hijo de una joven. En efecto, suele suceder que los ancianos engendren hijos de mujeres jóvenes, más no de mujeres ancianas, las cuales son menos aptas para concebir».

Sin embargo, precisa Santo Tomás que: «Es mejor decir que milagrosamente se le había restituido a Abraham al vigor generativa tanto en cuanto a Sara como en cuanto a todas la mujeres».

Otra dificultad, la segunda, con la que se encontró la fe de Abraham, pero que tampoco le afectó, fue: «por parte de la mujer, diciendo: “ni el estéril de seno de Sara”, o sea, que no lo tuvo en cuenta para no creer. Dice que ella era estéril en cuanto al acto de concebir, de una parte por esterilidad de otra parte por senectud. Pues ya le habían cesado las reglas, como se dice en Gn 18, 11. Y por eso dice Is 51, 2: “Poned vuestros ojos en Abraham vuestro padre y en Sara que os parió”, para mostrar del uno y de la otra la extinción del vigor y la frigidez; y un poco antes se dice: “Mirad a la piedra de donde fuisteis cortados y a la cueva del lago de donde fuisteis excavados” (Is 51, 1)»[26]

En contraposición a la negación de este versículo comentado, dice San Pablo en el siguiente: «Sino que ante la promesa de Dios no vaciló por incredulidad, sino que fue fortalecido por la fe, dando gloria a Dios»[27].

Sobre «la promesa de Dios» explica Santo Tomás que se refiere a su: «reiterada promesa o la multitud de la descendencia que prometiera, primero según el Gn 15, 5, diciendo: “Mira al cielo y cuenta, si puedes, las estrellas”; y más adelante (Gn 17, 4): “y vendrás a ser padre de muchas naciones”;, y de nuevo en Gen 22, 17: “Multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo”».

También la promesa de Dios puede referirse a la «reiterada promesa de la exaltación de su descendiente, porque como dijera: “Multiplicaré tu descendencia”, al instante agrega: “Tu posterioridad poseerá las ciudades de tus enemigos y en tu descendiente serán benditas todas las naciones de la tierra» (Gn 22, 17-18)».

En cualquier caso, Abraham mantuvo su fe firme, o sin dudas, en lo que le aseguraban las palabras divinas. «Y ante esta promesa de Dios Abraham ciertamente “no vaciló”, esto es, no dudó con desconfianza, no desconfió de la divina verdad de la promesa. “Quien anda dudando es semejante a la ola del mar, cuando la mueve el viento y la trae acá y allá” (St 1, 6)»[28].

En lugar de dudar o desconfiar de la verdad, que se le prometía, por el contrario, Abraham creyó firmemente, como se dice finalmente en el versículo «Sino que fue fortalecido por la fe»[29] (Rm 4, 20). La gracia de la fe, a la que no resistió, hizo que se fortificará en ella. Tal como explica Santo Tomás seguidamente: «o sea que se adhirió firmemente a la fe. “Resistidle firme en la fe” (1 Pd 5, 9)».

La fe firme de Abraham, que le permitía creer que era el mismo Dios quien justificaba, se apoyaba, por un parte, en el poder de Dios. Lo afirma San Pablo, porque, como nota Santo Tomas: «Consecuentemente, cuando dice “dando gloria a Dios”, indica la razón de la firmeza de su fe, diciendo: “Fortalecido, digo, por la fe, dando gloria a Dios”, por cuanto consideró su omnipotencia. “Grande es su poderío” (Sal 146, 5)»[30].

Además de apoyarse en el poder salvífico de Dios que le alcanzaba a él y a su inmensa descendencia, lo hacía también en la fidelidad de Dios a sus promesas. Abraham, como se afirma en versículo, que sigue, estaba: «Plenamente persuadido de que cuanto promete Dios, poderoso es para cumplirlo»[31].

Santo Tomas lo comenta con la cita de un texto bíblico paralelo: «”Con sólo quererlo lo puedes todo (Sb 12, 18). De lo cual se desprende claramente que todo aquel que no es firme en la fe de Dios, cuanto es en sí de divina gloria lo cercena o bien en cuanto a su verdad, o bien en cuanto a su poder»[32]. El no que acepta o se adhiere firmemente a la fe que recibe de Dios, y. con ello, como se dice también en el anterior versículo, no manifiesta la gloria de Dios, recorta los atributos de Dios., en cuanto a su veracidad y a su omnipotencia.

Doble efecto de la fe

En los tres versículos siguientes, San Pablo se ocupa de los efectos de la gran y firme fe de Abraham. Los presenta de esta manera: «Por lo cual también le fue imputado a justicia. Y no para él solamente se escribió que le fue imputado a justicia. Sino también para nosotros, a quienes ha de imputársenos, a los que creemos en Aquel que resucitó a Jesucristo Señor nuestro de entre los muertos»[33].

El comentario de Santo Tomás es el siguiente: «En seguida, cuando dice “también le fue imputado a justicia” exalta la fe de Abraham en cuanto a su efecto. Y lo primero indica el efecto que en él mismo tuvo, diciendo: “por lo cual”, o sea, por haber creído Abraham esto mismo tan perfectamente, “le fue imputado a justicia”». El Aquinate cita a continuación este texto paralelo del Antiguo Testamento: «¿Acaso Abraham no fue hallado fiel en la tentación y esto le fue imputado a justicia?[34].

El primer efecto de la justificación por la fe, como fue recibida y aceptada por Abraham, es que de pecador se ha pasado a ser justo y tratado por Dios como tal o imputado o declarado justo- Con la justificación, por tanto, el pecador no es solamente perdonado y declarado justo, sino que se le declara justo, porque se le ha hecho justo. Dios no tiene en cuenta su culpabilidad, porque la ha eliminado o borrado. Es un inculpado, a quien no se le imputa la culpa, no porque haya sido indultado, sino mucho más, es porque ha sido absuelto en la sentencia o «imputación» de Dios.

El otro efecto de la fe de Abraham es que se da en todos los creyentes. Comenta Santo Tomás sobre tal efecto: «Lo segundo es indicar el efecto que su fe tiene también en otros. Y acerca de esto hace tres cosas. Lo primero es señalar la semejanza del efecto, diciendo: “Y no para él solamente se escribió que le fue imputado a justicia” (Rm 4, 23)»[35].

Añade San Pablo a estas últimas palabras: «Sino también para nosotros, a quienes ha de imputársenos, a los que creemos en Aquel que resucitó a Jesucristo Señor nuestro de entre los muertos»[36]. Explica Santo Tomás que tales palabras, son para que no se crea que: «solamente a Abraham se le reputara la fe a justicia, sino que esto se escribió “también para nosotros” (Rm 4, 24). Así es que se escribió en atención a él, para que nos sirva de ejemplo, y en atención a nosotros, para que sea para nosotros en esperanza de la justificación». A la fe aceptada por Abraham debe asemejarse la nuestra, porque tiene el efecto de servirnos de ejemplo y de permitirnos esperar el favor de la justificación.

Además de la semejanza en las consecuencias de la fe se da también, en segundo lugar, en los objetos. Nota Santo Tomás que San Pablo la indica a continuación, al escribir : «”a los que creemos en Aquel que” (Rm 4, 24) muestra la semejanza de la fe. Pues se le reputó a Abraham a justicia el creer que su cuerpo sin vigor y el estéril seno de Sara se podrían vivificar para la procreación de los hijos. Y también a nosotros se nos reputará a justicia el creer en Aquel que resucitó a nuestro Señor Jesucristo de entre los muertos: en Dios Padre, a Quien él mismo le dice (Sal 40, 11): “mas tú, Señor, ten piedad de mí, y resucítame”. Y por ser la misma la virtud del Padre y la del Hijo, él mismo resucitó también por su propia virtud. Y que esta fe justifique lo dice más adelante el Apóstol (Rm 10, 9): “Si confesares con tu boca a Jesús como Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo”»[37]. Así como Abraham creyó que podría tener un hijo y fue justificado, nosotros somos justificados por la fe en la resurrección de Cristo.

La justificación y la resurrección de Cristo

En tercer lugar, al decir San Pablo en el siguiente y último versículo: «El cual fue entregado a causa de nuestros pecados, y resucitó para nuestra justificación»[38], según Santo Tomás: «indica la causa por la que justifica la fe en la resurrección de Cristo».

Lo justifica así: «”El cual”, esto es, Cristo, “fue entregado”, o sea, a la muerte, por Dios: “Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que por todos nosotros lo entregó” (Rm 8, 32); y por Sí mismo: “Se entregó a Sí mismo por nosotros” (Ef 5, 2); y por Judas: “Quien me entregó a ti tiene mayor pecado” (Jn 19, 11); y por los judíos: “y lo entregarán a los gentiles para que lo escarnezcan” (Mt 20, 19). “Y resucitó para nuestra justificación”, esto es, para resucitándonos justificarnos. “A fin de que como Cristo resucito de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en nueva vida (Rm 6, 4)»[39].

Al estudiar, en la Suma teológica, las consecuencias teológicas del dogma fundamental de la resurrección de Cristo, y tratar la cuestión de su necesidad, da cinco razones que hicieron necesario que Cristo resucitase. «Primera, para la manifestación de la divina justicia, a la que pertenece ensalzar a los que por Dios se humillan (…) Segunda, para la instrucción de nuestra fe, pues con la resurrección se confirma nuestra fe en la divinidad de Cristo (…) Tercera, para levantar nuestra esperanza, pues viendo a Cristo resucitado, que es nuestra cabeza, esperamos que nosotros también resucitaremos».

La siguiente es para darnos ejemplo, porque nosotros debemos resucitar espiritualmente con la vida de la gracia, que recibimos. Escribe el Aquinate: «Cuarta para información de la vida de los fieles, según la sentencia de San Pablo a los Romanos:

“como Cristo resucito de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rm 6, 4). Y más adelante: “Cristo resucitado de entre los muertos, ya no muere” (Rm 6, 9); “así vosotros haceos cuenta que estáis muertos al pecado, pero vivos para Dios” (Rm 6, 11)»[40]. Muertos al pecado debemos resucitar con Cristo a una nueva vida, de manera que, como dice el Aquinate, al comentar estos versículos: «en lo presente vivamos con inocencia, y en lo futuro alcancemos una gloria semejante”[41].

La última razón, conexionada con la anterior, es la de completar la redención. «Quinta, para complemento de nuestra salud, pues así como soportó tantos males y se humilló hasta la muerte para librarnos de ellos, así según lo que dice el Apóstol a los Romanos: “se entrego por nuestros delitos y resucito para nuestra justificación” (Rm 4, 25)»[42].

De estas últimas palabras de San Pablo se desprende que en la redención de Cristo, los actos de su muerte y de su resurrección tienen a su vez dos objetos distintos: la expiación de nuestros pecados y nuestra justificación. Al comentarlas, nota Santo Tomás: «Y como por nuestros delitos fuera entregado a la muerte, se ve claro que con su muerte nos mereció la aniquilación de los pecados; pero resucitando no mereció, porque en estado de resurrección no fue viador sino comprensor», porque Cristo vive ya con un cuerpo glorioso.

Debe afirmarse, por consiguiente, que al igual que: «se dice que la muerte de Cristo, con la cual se extinguió en El la vida mortal, es la causa de la extinción de nuestros pecados: se dice que su resurrección por la cual revertió a la nueva vida de la gloria, es la causa de nuestra justificación, por la cual cobramos la novedad de la justicia»[43].

Idéntica es la conclusión en la Suma teológica. Aunque pueda parecer que no era necesaria la resurrección para la justificación, porque «bastaba para esto la pasión de Cristo, por la que fuimos libres de la pena y de la culpa[44], asegura el Aquinate que: «La pasión de Cristo, hablando propiamente, obró nuestra salud por la remoción de los males; pero la resurrección obró por la incoación de los bienes de que es modelo»[45]. Con la resurrección se incoa o inicia la justificación, el reinado de la gracia de Dios en nosotros, que se completará o culminará en el reino de los cielos, el reino de la gran justicia[46].

Eudaldo Forment



[1] Ga 2, 16.

[2] Ga 3, 6.

[3] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Gálatas, c. 3, lec. 3

[4] IDEM, Comentario a la ética de Nicómaco de Aristóteles, X, 13.

[5] Ga 3, 6.

[6] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Gálatas, c. 3, lec, 3

[7] Rm 4, 3.

[8] Rm 4, 1-2.

[9] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 4, lec, 1.

[10] Rm 4, 4,5.

[11] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 4, lec, 1.

[12] Rm 4, 5

[13] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 4, lec, 1.

[14] Rm 4, 13-15.

[15] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 4, lec, 2.

[16] Rm 4, 16.

[17] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 4, lec, 3.

[18] Rm 4, 16.

[19] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 4, lec, 3.

[20] Rm 4, 17.

[21] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 4, lec, 3.

[22] Rm 4, 18.

[23] Rm 4, 18.

[24] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 4, lec, 3.

[25] Rm 4, 19.

[26] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 4, lec, 3.

[27] Rm 4, 20.

[28] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 4, lec, 3.

[29] Rm 4, 20

[30] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 4, lec, 3.

[31] Rm 4, 21.

[32] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 4, lec, 3.

[33] Rm 4, 22-24.

[34] I Mac 2, 52,

[35] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 4, lec, 3.

[36] Rm 4, 24.

[37] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 4, lec, 3.

[38] Rm 4, 25.

[39] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 4, lec, 3.

[40] IDEM, Suma teológica, III, q. 53, a. 1, in

[41] IDEM, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. VI, lec. 1.

[42] IDEM, Suma teológica, III, q. 53, a. 1, in.

[43] IDEM, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 4, lec, 3.

[44] IDEM, Suma teológica, III, q. 53, a. 1, ob. 3.

[45]Ibíd., III, q. 53, a. 1, ad 3.

[46] Cf. IDEM, Exposición de la oración dominical o padrenuestro, 2.