LI. La salvación y la Iglesia

La fe antes de la Encarnación

En todos los contenidos de la fe necesarios para la salvación, tanto los conocidos por los gentiles o por los distintos creyentes, sostiene Santo Tomás que se encuentra afirmado, por lo menos implícitamente, el misterio de Cristo. Argumenta: «Pertenece al objeto propio y principal de la fe aquello por lo que consigue el hombre la bienaventuranza. Más el camino por el que llegue el hombre a la bienaventuranza es el misterio de la encarnación y de la pasión de Cristo, según este testimonio: «No hay en el cielo otro nombredado a los hombres por el que nosotros debamossalvarnos» (Act 4,12). Por eso ha sido necesario en todo tiempo y para todos ser creído el misterio de la encarnación de Cristo si bien de modos diversos según los distintos tiempos y personas». Se ha conocido la Encarnación de dos maneras: de modo implícito y de modo explícito, y en este último en varios grados.

Por todos los creyentes, fue conocida la Encarnación de manera explícita, pero en distintos niveles. Primero, en el estado de inocencia o de justicia original, se conoció explícitamente, pero sólo en parte, porque: «Antes del pecado tuvo el hombre fe explícita en la encarnación de Cristo en cuanto que iba ordenada a la consumación de la gloria, mas no en cuanto ordenada a la liberación del pecado por la pasión y la resurrección, pues el hombre no podía conocer con antelación su futura caída en el pecado. Parece, sin embargo, que tuvo presciencia de la encarnación de Cristo por las palabras que dijo: «Por eso dejará el hombre a su padre ya su madre, y se adherirá a su mujer, y vendrána ser los dos una sola carne»(Gn 2,24); palabras que comenta así San Pablo: «Granmisterio es éste, lo digo respecto a Cristo y ala Iglesia»(Ef 5,32); y no es creíble que este sacramento fuera ignorado por el primer hombre».

Perdido el estado de inocencia y ya en el estado de naturaleza caída, se continuó este conocimiento explícito. Sin embargo de manera completa, porque: «Después del pecado fue creído explícitamente el misterio de Cristo no sólo en cuanto a su encarnación, sino además en cuanto a su pasión y resurrección, por las que es liberado el género humano del pecado y de la muerte. De otra forma no se hubiera podido prefigurar la pasión de Cristo con ciertos sacrificios antes de la ley y bajo la ley».

Precisa Santo Tomás que este conocimiento no llegaba a todos. Las distintas personas, los adultos y los niños, no la conocían por igual, porque: «El significado de estos sacrificios era conocido por los mayores explícitamente. Los menores conocían algo bajo el velo de tales sacrificios, creyendo que habían sido dispuestos divinamente en orden al Cristo que habría de venir».

Sobre el grado de plenitud del conocimiento de los hombres del misterio de Cristo, antes de su venida, indica además que: «cuantos más cercanos a Cristo, más distintamente conocían lo concerniente a sus misterios»[1]. La razón que da es la siguiente: «La consumación última de la gracia fue realizada por Cristo. Por eso el tiempo de Cristo es llamado «plenitud de los tiempos». De ahí que los más cercanos a Cristo, sean anteriores, como Juan Bautista; sean posteriores, como los apóstoles, conocieron más plenamente los misterios de la fe. Es lo que ocurre también en el hombre: su perfección está en la juventud, y cuanto más cercano, bien por razón de procedencia o de posterioridad, se halle a la juventud más perfecto será su estado»[2].

La fe después de la Encarnación

Los apóstoles, por ser maestros supremos de la revelación definitiva de Cristo y fundamento de la Iglesia, recibieron por luz infusa un conocimiento explícito de la revelación divina. Tal conocimiento fue mucho mayor que el de los teólogos y hasta de la misma Iglesia entera hasta el fin de los siglos. Todas las verdades definidas por la Iglesia, en un momento de la historia, resultado de explicitar lo implícito en la revelación y las que explicitará en el futuro, estaban en la mente de los Apóstoles. Conocían todas estas verdades no de una manera mediata ni virtual o implícita, sino de manera inmediata y actual o explícita, por la luz divina infusa, que iluminaba de golpe, por simple inteligencia, toda implícitud o virtualidad, que tienen las verdades reveladas para nosotros.

En lugar del conocimiento por simple inteligencia del depósito revelado, que tuvieron los apóstoles, por la luz infusa dada por Dios y que les permitió abarcar de una sola vez todo el sentido de lo revelado, los demás hombres tenemos que conocerlo por conceptos parciales y humanos. Tales conceptos contienen implícita o virtualmente mucho más contenido de lo que expresan, y exigen trabajo y tiempo para comprenderlos de algún modo. Si se compara este conocimiento con el de los apóstoles es una disminución. Por ello: «No es de esperar un estado en el que la gracia del Espíritu Santo sea poseída con más perfección que hasta aquí, sobre todo por los apóstoles, que «recibieron las primicias del Espíritu», esto es, «primero que los otros y con más abundancia que ellos», como dice la Glosa sobre Rom 8, 23»[3].

No es extraño que los apóstoles tuvieran un completo conocimiento de lo revelado de un modo milagroso, porque: «Dios mismo, para mostrar su omnipotencia, infunde en los hombres hábitos que ellos pueden adquirir por virtud natural. Un ejemplo de ello fueron los dones de inteligencia de las Escrituras y de lenguas infundidos por Dios a los apóstoles, y que pudieron haberlas adquirido –si bien no con tanta perfección- por el estudio y la práctica»[4].

Por último, después de Cristo, el conocimiento de la Encarnación ya es conocido por todos, porque: «en el tiempo de la gracia revelada, mayores y menores están obligados a tener fe explícita en los misterios de Cristo, sobre todo en cuanto que son celebrados solemnemente en la Iglesia y se proponen en público, como son los artículos de la encarnación (…) En cuanto a otras consideraciones sutiles sobre artículos de la fe, hay quienes están obligados a creer de manera más o menos explícita, según el estado y oficio de cada cual»[5].

Frente a esta tesis de la necesidad de la fe en el misterio de la Encarnación para la salvación se puede presentar la siguiente dificultad: «Muchos gentiles han alcanzado la salvación –escribe Dionisio– por ministerio de los ángeles (De Caelesti Hierarchia, c. 9, 4). Más los gentiles no tuvieron fe en Cristo ni explícita ni implícita, pues no les fue hecha ninguna revelación. Luego parece que no ha sido necesaria para todos la fe explícita en el misterio de Cristo»[6].

También para los gentiles, Santo Tomás continua manteniendo la tesis de necesidad del conocimiento de Cristo para la salvación, aunque para ellos estaría contenido implícitamente. Observa, al resolver esta dificultad, que: «muchos gentiles recibieron revelación acerca de Cristo, como consta por las cosas que predijeron sobre Él. Así, en Job se dice: «Porque lo sé, mi Redentor vive» (Job 19,25). La sibila, según testimonio de San Agustín, predijo algo sobre Cristo (Contra Fausto, 13, c. 15). Hallamos también en las historias de los romanos que en tiempo de Constantino y de Irene, su madre, se halló un sepulcro en que yacía un hombre teniendo en el pecho una lámina de oro con esta inscripción: «Cristo nacerá de una virgen y creo en El. ¡Oh Sol!, en tiempo de Constantino y de Irene me verás de nuevo» (Teófanes, ChronographiaAnnorum DXXVIII, 773). Más, si algunos a quienes no fue hecha la revelación se salvaron, no lo han sido sin la fe en el Mediador. Pues, si bien no tuvieron fe explícita, la tuvieron implícita en la divina providencia, creyendo ser Dios el liberador de los hombres según su beneplácito y conforme El mismo lo hubiere a algunos revelado, según las palabras de Job: «El nos da inteligencia mayor que a las bestias de la tierra» (Job 34, 11)»[7]. En la fe en Dios providente, los gentiles tenían también implícita la del Salvador.

Toda esta doctrina confirma lo que mantenía San Agustín, y que cita Santo Tomás[8], al escribir: «quede en salvo la fe, por la que creemos que nadie, ya sea de mucha, poca o reciente edad, se libra del contagio de la muerte antigua y de la atadura del pecado, que contrajo en su primer nacimiento, sino por el único mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús (Cf. 1 Tim 2, 5)»[9].

La necesidad del conocimiento del misterio de la Encarnación se extiende al de la Trinidad, porque: «El misterio de Cristo no puede explícitamente creerse sin la fe en la Trinidad. El misterio de Cristo, en efecto, incluye el haber tomado carne el Hijo de Dios, haber renovado el mundo por la gracia del Espíritu Santo y haber sido concebido también del Espíritu Santo. Por lo tanto, del mismo modo que el misterio de Cristo antes de El fue creído con fe explícita por los mayores y por los menores de un modo implícito y como entre sombras, otro tanto sucede con el misterio de la Trinidad. Por consiguiente, después de la divulgación de la gracia, todos vienen obligados a creer con fe explícita el misterio de la Trinidad. Pues todos los renacidos en Cristo consiguen esto por la invocación de la Trinidad, según consta en San Mateo: «Id, pues, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19)»[10].

La conservación del prototipo

La explicación de Santo Tomás del desarrollo de las verdades cristianas queda confirmada con la de otros autores posteriores. Desde sistemas teológicos distintos, y, por tanto, con otros lenguajes teológicos y filosóficos, se expresó la misma doctrina. Una de las explicaciones más destacable es la del beato John Henry Newman (1801-1890). Su obra Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana tiene especial importancia, porque fue escrita en 1845, cuando todavía no había vuelto a la Iglesia Católica. Ofrece, en ella, una visión de alguien que examina la doctrina católica, sin profesarla, y además, desde un ámbito externo a la misma como el anglicanismo, y, sin embargo, muestra una plena comprensión del desarrollo de la verdad revelada.

Newman afirma que se da: «La conexión íntima, o mejor la identidad del cuerpo doctrinal conocido hoy día con el nombre de católico con la primitiva enseñanza apostólica, substancialmente profesada en la Cristiandad de Oriente y en la de Occidente (…) Indudablemente es el sucesor, representante y heredero de la religión de Cipriano, Basilio, Ambrosio y Agustín».

Añade que debe probarse esta tesis, porque una: «cuestión que se puede suscitar es si dicha fe católica, tal como se sostiene hoy día es tanto lógica como históricamente la representante de la fe antigua».

Hay que confirmar que la actual doctrina católica, por un lado: «No es más que el crecimiento legítimo y el complemento, es decir, el desarrollo natural y necesario de la doctrina de la Iglesia primitiva»[11]. Por otro, que no puede pensarse que: «los desarrollos de la Iglesia romana no son más o menos que lo que se suele llamar sus corrupciones»[12]. Para ello, es preciso determinar las notas características que debe tener el fiel desarrollo intelectual de una doctrina en general, y que sirven para distinguirla de lo que sería su corrupción.

La primera característica es la: «preservación del tipo» o de la propia naturaleza, tal como ocurre en el desarrollo de los seres vivos, porque en su «crecimiento físico: las partes y las proporciones de la forma desarrollada, aunque alteradas, corresponden a las pertenecientes a sus rudimentos. El animal adulto tiene la misma hechura que tenía al nacer, los pollitos no se hacen peces al crecer, ni el niño degenera en un animal, salvaje o doméstico, del que es señor por herencia»[13].

Indica seguidamente que: «Vicente de Lerins adopta este ejemplo en diversas referencias a la doctrina cristiana: «Que la religión de las almas» dice «imite el modo de desarrollarse los cuerpos, cuyos elementos, aunque con el paso de los años se desenvuelven y crecen, sin embargo, permanecen siendo siempre ellos mismos. Hay gran diferencia entre la flor de la infancia y la madurez de la ancianidad; no obstante, quienes ahora son viejos los mismos que fueron adolescentes. El aspecto y el porte de un individuo cambiará, pero se tratará siempre de la misma naturaleza y de la misma persona. Los miembros de un lactante son pequeños y más grandes los de los jóvenes, y siguen siendo los mismos. Tantos miembros tienen los adultos cuantos tienen los niños; y si algo nuevo aparece en edad más madura, ya preexistía en el embrión; así, nada nuevo se manifiesta en el adulto que ya no se encontrase de forma latente en el niño» (Commonitorium, 23)»[14].

En este lugar del Commonitorio, de este Padre de la Iglesia del siglo V, se añade: «No cabe ninguna duda de que éste es el proceso regular y normal del progreso, según el orden preciso y bellísimo del crecimiento: el crecer en la edad revela en los grandes las mismas partes y proporciones que la sabiduría del Creador había delineado en los pequeños. Si la forma humana adoptase con el tiempo un aspecto extraño a su especie, si se le añadiese o se le quitase algún miembro, necesariamente todo el cuerpo moriría o se haría monstruoso, o al menos se debilitaría. Estas mismas leyes de crecimiento debe seguir el dogma cristiano, de modo que con el paso de los años se vaya consolidando, se vaya desarrollando en el tiempo, se vaya haciendo más majestuoso con la edad, pero de tal manera que siga siempre incorrupto e incontaminado, íntegro y perfecto en todas sus partes y, por así decir, en todos sus miembros y sentidos, sin admitir ninguna alteración, ninguna pérdida de sus propiedades, ninguna variación en lo que está definido».

Esta argumentación San Vicente de Lerins esta condensada en su famosa frase: «In eodem dogmate, eodem sensu, eodemque sententia». Se encuentra en su conclusión: «Así, pues, crezcan y progresan de todas las maneras posibles la inteligencia, el conocimiento, la sabiduría, tanto de la colectividad como del individuo, de toda la Iglesia, según las edades y los siglos; con tal de que eso suceda exactamente según su naturaleza peculiar en el mismo dogma, en el mismo sentido, según una misma interpretación»[15].

En el desarrollo de una doctrina, precisa a continuación Newman, hay cambios, pero sólo en lo que es accidental, no en cuanto a lo substancial. De manera que: «Una idea, pues, no siempre porta en sí misma la imagen externa. Sin embargo, esta circunstancia no tiene fuerza para debilitar el argumento en pro de su identidad substancial, pues se extrae de su apariencia superficial, pero la identidad substancial permanece. Al contrario por esa misma razón la unidad de tipo se convierte con mucho en la garantía más segura de la salud y firmeza de los desarrollos cuando, a pesar de su número o importancia, se conserva con persistencia»[16].

Continuidad y asimilación

La segunda propiedad de un desarrollo verdadero es la: «continuidad de los principios», porque: «la destrucción de las leyes o de los principios especiales de un desarrollo supone su corrupción (…) La continuidad o la alteración de los principios sobre los que se ha desarrollado una idea es una segunda marca de la distinción entre un desarrollo fiel y una corrupción»[17].

La tercera es el «poder de asimilación». La razón es porque: «Las doctrinas y opiniones que se relacionan con el hombre no se emplazan en el vacío, sino en el atestado mundo, se abren camino por sí mismas mediante la interpretación, y se desarrollan por la absorción (…) A la esencia de un desarrollo fiel corresponde un poder ecléctico, conservador, asimilador, sanativo, formativo y unificador que constituye una tercera prueba de un auténtico desarrollo»[18].

Esta asimilación supone que se conserve la propia naturaleza y para ello lo asimilado no puede ser inconexo o extraño con el sujeto. Debe existir una afinidad entre ambos. Si la asimilación es entre ideas, tiene que darse una identidad implícita. No, en cambio, entre lo completamente diferente, lo que Santo Tomás denominaba un concepto diverso.

Escribe el Aquinate al comentar el Prólogo de Pedro Lombardo a su libro de las Sentencias: ««En Apocalipsis, 22, 18, se dice: «Si uno añade a estas cosas, Dios añadirá sobre él las plagas». Respondo: añadir puede entenderse de dos modos: añadir algo contrario o diverso, y esto es erróneo y presuntuosos; o exponiendo y explicando lo que está implícito en el texto, y esto es laudable»[19].

La distinción entre conceptos explicativos, y conceptos diversos[20]permite comprender el desarrollo de las verdades asimiladas o contenidas implícitamente en otras.En los conceptos explicativos, uno sale por completo del otro con sólo que la inteligencia penetré en todo su contenido. Por ejemplo, los conceptos de espiritualidad y de inmortalidad son explicativos, en el primero se descubre el segundo.

En los conceptos diversos, no salen ni pueden salir unos de otros, no son explicativos, pero tampoco se oponen entre sí o se destruyen unos a otros, como si fueran contradictorios, que uno sea la negación del otro, o contrarios, que son los que se oponen por estar en los extremos un mismo género. Son simplemente diversos; por ejemplo, los conceptos de sabor y color. En cambio, en los conceptos opuestos, aunque tampoco salen unos de los otros, se destruyen mutuamente, por ejemplo, los conceptos contradictorios de verdad y falsedad y los contrarios de blanco y negro.

Los conceptos explicativos no son diversos, ni contradictorios, ni contrarios y, por estar en relación de inclusión, no son extraños entre sí, son, como indica Newman conceptos afines. En cambio, en los diversos, contradictorios y contrarios, por excluirse mutuamente no hay inclusión, y no son así semejantes. La asimilación de ideas, que describe Newman, sería, por consiguiente, en el lenguaje del Aquinate, una relación entre conceptos explicativos, resultado de una explicación de lo implícito o de la evolución de conceptos mutuamente incluidos.

El pasado y el futuro

La cuarta peculariedad de los auténticos desarrollos es la «sucesión lógica». La razón que da Newman es porque: «La lógica es la organización del pensamiento, y, al ser tal, supone una seguridad para la fidelidad de los desarrollos intelectuales y es innegable la necesidad de usarla al menos hasta el punto que sus reglas no sean transgredidas»[21]. De manera que: «Una doctrina, profesada en sus años de madurez por una filosofía o una religión, es probable que sea un desarrollo verdadero y no una corrupción, en proporción a como parezca ser el resultado lógico de su enseñanza original»[22].

La quinta nota indicada por Newman, que es otra prueba de un desarrollo sano o fiel a su identidad, es la: «anticipación de su futuro». Se explica porque: «Cuando una idea vive, es decir, es influyente y efectiva, no cabe duda de que se desarrollará de acuerdo con su propia naturaleza, las tendencias que se verifican a largo plazo pueden mostrarse bajo circunstancias favorables tanto pronto como tarde; y como la lógica es la misma en todas las épocas, los casos de un desarrollo que está por venir, aunque vagos y aislados, pueden manifestarse desde el mismo principio, si bien se necesita un lapso de tiempo para llevarlos a la perfección»[23].

La sexta particularidad es que se trata de un desarrollo que realiza al mismo tiempo una: «acción conservadora de su pasado». El desarrollo verdadero es también «una adición o crecimiento» y no en cambio «una destrucción»[24], porque: «un desarrollo verdadero se puede describir como el que conserva la trayectoria de los desarrollos antecedentes al ser realmente aquellos antecedentes y algo más; es una adición que ilustra y no oscurece, que corrobora y no corrige el cuerpo de pensamiento del que procede, y esta es su característica al ser contrastado con una corrupción»[25]. Las ideas que se «adicionan» no son nuevas en sentido objetivo, sino que, en lenguaje tomista, son su explicación o explicitación.

La última y séptima característica de un desarrollo fiel de una doctrina es, según Newman, el «vigor perenne», porque: «mientras las ideas viven en las mentes humanas siempre se están ampliando en desarrollos más completos: no permanecerán más estacionarias durante su corrupción que antes de ella, y la disolución es aquel estado ulterior al que tiende la corrupción. Por lo tanto, la corrupción no puede permanecer mucho tiempo y la duración constituye una prueba más de un desarrollo verdadero»[26].

Podría decirse que las siete notas, en definitiva, desglosarían el famoso criterio de San Vicente de Lerins sobre el progreso doctrinal de la tradición: «quod ubique, quod semper, quod ab ómnibus». Lo expone en el siguiente pasaje del principio de su Commonotorio:«Es sumamente necesario, ante las múltiples y enrevesadas tortuosidades del error, que la interpretación de los Profetas y de los Apóstoles se haga siguiendo el sentir católico. En la Iglesia Católica hay que poner el mayor cuidado para mantener lo que ha sido creído en todas partes, siempre y por todos. Esto es lo verdadera y propiamente católico, según la idea de universalidad que se encierra en la misma etimología de la palabra. Pero esto se conseguirá si nosotros seguimos la universalidad, la antigüedad, el consenso general. Seguiremos la universalidad, si confesamos como verdadera y única fe la que la Iglesia entera profesa en todo el mundo; la antigüedad, si no nos separamos de ninguna forma de los sentimientos que notoriamente proclamaron nuestros santos predecesores y padres; el consenso general, por último, si, en esta misma antigüedad, abrazamos las definiciones y las doctrinas de todos, o de casi todos, los Obispos y Maestros»[27].

Dos hermenéuticas

Sostiene Newman en «los desarrollos sanos de una idea»[28] se debe mantener la substancia o contenido original y lo que se debe desarrollar o cambiar es su explicación o explicitación. Por el contrario, con el desarrollo substancial habría «corrupción o decadencia».

Las siete notas expresan esta tesis, porque: «para garantizar su propia unidad substancial, se debe ver que es una en tipo, una en su sistema de principios, una en su poder unitivo en relación con el exterior, una en su secuencia lógica, una en el testimonio de sus etapas anteriores a favor de las posteriores, una en la protección que sus etapas posteriores extienden sobre sus anteriores, y una en su unión del vigor con la continuidad, es decir, su tenacidad»[29].

Newman, por tanto, al igual que Santo Tomás, advierte, por una parte que la evolución de la doctrina cristiana es un desarrollo de lo que ya estaba implícito al principio. Por otra, que para la explicitación se asimilan otros elementos para ayudar a esta explicación.

También queda ratificada esta doctrina sobre el desarrollo de las verdades cristianas por el reciente magisterio de la Iglesia. El papa Benedicto XVI, que, en su pontificado procuró la correcta comprensión del Concilio Vaticano II, distinguió, entre la «hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura» y la «hermenéutica de la reforma», que fue la del Concilio.

Sobre el primer tipo de interpretación, la «hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura», explicaba el Papa que: «A menudo ha contado con la simpatía de los medios de comunicación y también de una parte de la teología moderna». Sobre el segundo, que denomina «hermenéutica de la reforma», es la interpretación «de la renovación dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado; es un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla, pero permaneciendo siempre el mismo, único sujeto del pueblo de Dios en camino».

Notaba también Benedicto XVI que, en la época posconciliar: «Se han confrontado dos hermenéuticas contrarias y se ha entablado una lucha entre ellas. Una ha causado confusión; la otra, de forma silenciosa pero cada vez más visible, ha dado y da frutos».

La hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura lleva el peligro de establecer una ruptura entre lo que se ha llamado la iglesia preconciliar y la iglesia posconciliar. Desde ella: «Los textos del Concilio como tales no serían aún la verdadera expresión del espíritu del Concilio. Serían el resultado de componendas, en las cuales, para lograr la unanimidad, se tuvo que retroceder aún, reconfirmando muchas cosas antiguas ya inútiles».

Según esta interpretación: «En estas componendas no se reflejaría el verdadero espíritu del Concilio, sino en los impulsos hacia lo nuevo que subyacen en los textos: sólo esos impulsos representarían el verdadero espíritu del Concilio, y partiendo de ellos y de acuerdo con ellos sería necesario seguir adelante. Precisamente porque los textos sólo reflejarían de modo imperfecto el verdadero espíritu del Concilio y su novedad, sería necesario tener la valentía de ir más allá de los textos, dejando espacio a la novedad en la que se expresaría la intención más profunda, aunque aún indeterminada, del Concilio. En una palabra: sería preciso seguir no los textos del Concilio, sino su espíritu».

No se explica, sin embargo, cómo se determinaría este espíritu del concilio. Sin embargo, desde la interpretación en la Iglesia de la discontinuidad o ruptura, indicaba Benedicto XVI: «Se tergiversa en su raíz la naturaleza de un concilio como tal. De esta manera, se lo considera como una especie de Asamblea Constituyente, que elimina una Constitución antigua y crea una nueva».

Surge así una patente dificultad: «La Asamblea Constituyente necesita una autoridad que le confiera el mandato y luego una confirmación por parte de esa autoridad, es decir, del pueblo al que la Constitución debe servir. Los padres no tenían ese mandato y nadie se lo había dado; por lo demás, nadie podía dárselo, porque la Constitución esencial de la Iglesia viene del Señor y nos ha sido dada para que nosotros podamos alcanzar la vida eterna y, partiendo de esta perspectiva, podamos iluminar también la vida en el tiempo y el tiempo mismo».

Por otra parte, y como reacción, podría pensarse que es posible una interpretación opuesta basada en la continuidad total o repetición de las respuestas del concilio Vaticano II. Sin embargo, tampoco es posible, porque es evidente que el Concilio dio nuevas respuestas, de lo contrario no hubiera tenido sentido su celebración.

La respuesta, y desde los mismos contenidos del Concilio, a toda interpretación ajena a ellos, es la de «hermenéutica de la reforma». El Concilio realizó según esta lectura ceñida a los textos conciliares, un proceso de renovación y maduración en el «sujeto-Iglesia», que «crece» y se «desarrolla», y, por tanto, sin afectar a un «único sujeto»[30] o dicho, con lenguaje tomista, a una única substancia en la que se realizan cambios accidentales.

La distinción en la fe

Enseña también Santo Tomás que el desarrollo o maduración en la fe no se da solamente en la Iglesia, sino también individualmente en cada uno de los creyentes. Debe ser así, porque: «en la fe se da lo poco y lo mucho, como nos consta por las palabras del Señor a San Pedro:»Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?» (Mt 14, 31); y a la mujer de que habla San Mateo: «¡Oh mujer!, grande es tu fe» (Mt 15, 28). Luego la fe puede ser mayor en uno que en otro»[31].

Pueden darse distintos grados de la virtud teologal o hábito sobrenatural de la fe, porque: «La magnitud de un hábito puede considerarse bajo dos aspectos. Uno, por parte del objeto; otro, según la participación del mismo en el sujeto. A su vez el objeto se le puede considerar también bajo un doble aspecto: o según la razón formal, o atendiendo materialmente a las cosas propuestas para creer. El objeto formal de la fe es único y simple, es decir, la Verdad primera (…) Desde este punto de vista, la fe no se diversifica en los creyentes, sino que es específicamente una en todos».

En cambio: «las verdades materialmente propuestas para creer son muchas, y pueden ser creídas más o menos explícitamente. Bajo este aspecto puede un hombre creer explícitamente más cosas que otro, y por eso puede en uno haber mayor la fe conforme a una mayor explicación de la misma», o en el sentido de que conoce un mayor desarrollo del contenido de la fe.

Si en la fe en sentido objetivo puede y debe incrementarse, en cuanto a un mayor conocimiento de lo que está implícito en la fe de todos, y, por tanto, con más o menos contenidos explícitos, también en la fe en sentido subjetivo, porque: «considerando la fe según su participación en el sujeto, puede esto acontecer doblemente, en cuanto (…) el acto de fe procede del entendimiento y de la voluntad. Por consiguiente, puede ser en uno, la fe mayor por parte del entendimiento, a causa de su mayor certeza y firmeza, y por parte de la voluntad, a causa de su mayor prontitud, entrega y confianza»[32]. Se puede crecer en asentimiento y confianza.

Sobre este doble crecimiento en la fe en el sujeto, o en su entendimiento y en su voluntad, también notaba Benedicto XVI que: «La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo (…). Como afirma san Agustín, los creyentes «se fortalecen creyendo»(De la utilidad de creer, 1,2) (…) La fe sólo crece y se fortalece creyendo; no hay otra posibilidad para poseer la certeza sobre la propia vida que abandonarse, en un in crescendo continuo, en las manos de un amor que se experimenta siempre como más grande porque tiene su origen en Dios»[33].

Si las verdades de la fe, en cuanto contienen implícitamente otras verdades, de una manera parecida a los primeros principios con respecto a los conocimientos obtenidos por la mera razón[34], podría inferirse que como: «el entendimiento de los principios se halla igualmente en todos hombres (…) también la fe se encuentra de modo igual en todos los fieles»[35].

Nota Santo Tomás que no es así y que debe mantenerse que hay diferentes grados de fe, porque: «El entendimiento de los principios es privativo de la naturaleza humana, y se encuentra igual en todos. Más la fe es obra del don de la gracia, que no se halla en todos en igual grado (…) Sin embargo, unos conocen mejor que otros las virtualidades de los principios, debido a la mayor capacidad de su entendimiento»[36].

La distinción en gracia

La fe, efecto de la gracia de Dios, se comporta igual que esta última, que admite diversidad. Santo Tomás después recordar lo que dice San Pablo: «A cada uno se ha dado la gracia en la medida del don de Cristo»[37], argumenta seguidamente: «Lo que se da con medida no se da igual a todos. Luego no todos tienen igual grado de gracia»[38].

Explica seguidamente que: «el hábito puede tener una doble magnitud: una por parte del fin u objeto, y en este sentido se dice que una virtud es más noble que otra conforme se ordena a un bien mayor; otra por parte del sujeto, que participa más o menos el hábito inherente. Atendiendo a la primera magnitud, la gracia santificante no puede ser mayor y menor, pues la gracia, por su misma naturaleza, une al hombre con el sumo bien, que es Dios».

En cambio: «por parte del sujeto, la gracia puede ser mayor o menor, puesto que uno puede ser iluminado por la luz de la gracia con más perfección que otro». La gracia en todos los hombres, que la reciben y aceptan, es igual en todos. Es de la misma especie para todos porque no hay en ellos diversidad de fines más o menos alto o digno, sino que en todos ordena a Dios, el fin más alto. Sin embargo, en cuanto la gracia es una participación de la naturaleza divina, se posee en distintos grados.

Podría pensarse que «La razón de esta diversidad se debe en parte a quien se prepara a la gracia, puesto que quien mejor se prepara más plenitud recibe».

Por el contrario, advierte Santo Tomás que, aunque es cierto que hay distintas preparaciones a la gracia: «no es ésta la razón primaria de esta diversidad, porque la preparación a la gracia no es del hombre, sino en cuanto que su libre albedrío es preparado por Dios».

El hombre se prepara a la gracia con su libre albedrío, en cuanto puede elegir entre aceptar o impedir la gracia, que Dios le da. Sin embargo, esta capacidad de elección de la gracia es posible por la misma gracia, que ha regenerado al libre albedrío humano y le ha permitido ser verdaderamente libre y poder elegir o no la gracia ofrecida. «De aquí que la causa primaria se de esta diversidad se ha de tomar por parte del mismo Dios, que dispensa de diversas maneras los dones de su gracia».

Dios es la causa de la gracia concedida y del grado de la misma y en esta causalidad no tiene nada que ver el hombre. Sobre las razones de estas diferencias, sólo se puede decir que son «para que, por la diversidad de grados, resplandezcan la belleza y perfección de la Iglesia, como también puso diversos grados de seres para que resultara la perfección del universo».

Concluye finalmente el Aquinate: «De donde el Apóstol, después que había dicho: «a cada uno de nosotros se le ha dado la gracia según la medida con que la da Cristo» (Ef 4, 7), enumeradas diversas gracias añade: «para la perfección consumada de los santos, para le edificación del cuerpo de Cristo (Ef 4, 12)»[39].

En su Comentario a la Epístola a los Efesios, explica el Aquinate que, en este pasaje, San Pablo, con las palabras, «»a cada uno de nosotros se le ha dado la gracia» (es) como si dijera: no hay nadie entre nosotros que no haya participado de la gracia y comunión divina (Jn 1, 16); pero es cierto también que esta gracia no se da a todos por un mismo rasero o de una misma forma, sino «a medida de la donación gratuita de Cristo», esto es, según que Cristo es para cada uno el dador y tasador de la gracia. «Tenemos, por tanto, dones diferentes, según la gracia que nos es concedida» (Rm 12,6). Esta diferencia no viene del hado, ni del mérito, ni de la causalidad, más de la donación de Cristo, esto es, según que Cristo nos la mide con la debida proporción: que a El sólo, y a nadie más, «Dios no le escatimó el espíritu» (Jn 3, 34), sin ponerle tasa; «según la medida de fe que Dios ha repartido a cada cual» (Rm 12, 3): «cada uno recibirá su propia merced» (I Co. III, 8), y además: «a cada uno según su capacidad» (Mt 25, 15); que, como queda al arbitrio de Cristo dar o no dar, así también dar menos o más»[40].

Sean los que sean los grados de las gracias recibidas siempre son bastantes para salvarse. Al comentar el Aquinate lo que dice San Pablo «Yo rogué, pero el Señor me dijo «Mi gracia te basta»[41], explica que es: «como si dijera: No necesitas que la flaqueza del cuerpo se te retire, porque no es peligrosa; porque no irás a dar a la impaciencia confortándote mi gracia; ni siquiera la flaqueza de la concupiscencia, porque no te arrastra al pecado, puesto que mi gracia te protege. «Siendo justificados gratuitamente» (Rm 3, 24). Y ciertamente basta la gracia de Dios para evitar los males, para obrar el bien y para conseguir la vida eterna «Por la gracia de Dios soy lo que soy» (I Co 15, 10). «La vida eterna es una gracia de Dios» (Rm 6, 23)»[42].

El conocimiento de la posesión de la gracia

Sostiene Santo Tomás que no se puede ser consciente de la posesión de la gracia de Dios, de saber si se está en gracia. Lo justifica, por una parte, con la siguiente cita del Eclesiastés: «Los justos y los sabios, y sus obras están en manos de Dios, y con todo eso no sabe el hombre si es digno de amor o de odio»[43]. Razona a continuación: «Pero la gracia santificante hace al hombre digno del amor de Dios. Luego nadie puede saber si posee la gracia santificante»[44].

Por otra parte, explica que: «De tres maneras puede conocerse una cosa. Primero, por revelación; de esta manera puede uno conocer que está en gracia. A veces se lo revela Dios a algunos por un privilegio especial, para que la seguridad les infunda gozo aún en esta vida y con más confianza y energía realicen grandes obras y soporten los males de la vida. Así se le dijo a San Pablo: «Te basta mi gracia» (2 Co 12, 9)»[45].

Como consecuencia nadie puede estar seguro de su perseverancia final y, por tanto, de su salvación. En el Concilio de Trento se definió que: «Si alguno dijere con absoluta e infalible certeza que ha de tener ciertamente hasta el final el gran don de la perseverancia, sin saberlo por especial revelación, sea excomulgado»[46].

Se sabe que a muchos santos, Dios ha revelado que irán al cielo. En cambio, nunca ha revelado a nadie su condenación. Una razón podría ser que ello llevaría sin duda a la desesperación, que es un pecado mortal.

Añade Santo Tomás que «De otro modo conoce algo el hombre por sí mismo y con certeza. De esta manera nadie puede saber que está en gracia, pues no puede tenerse certeza de una cosa a no ser que pueda ser juzgada por su propio principio; así tenemos certeza de las conclusiones demostrativas por los principios universales indemostrables, pero nadie pueda saber que tiene la ciencia de alguna conclusión si ignora el principio. Siendo, pues, el principio de la gracia y su objeto el mismo Dios que por su excelencia nos es desconocido, según lo de la Escritura: «Mira, Dios es tan grande que rebasa nuestra ciencia» (Jb 36, 26)».

Debe inferirse, por tanto, que: «no puede conocerse con certeza su presencia o ausencia en nosotros, según dice Job: «Si viene a mí, no le veo, y si se marcha, no lo advierto» (Jb 9, 11). Por consiguiente, el hombre no puede juzgar con certeza si él posee la gracia, según aquello del Apóstol: «Ni aun a mi mismo me juzgo; quien me juzga es el Señor (1 Co 4, 3)».

Por último, Santo Tomás da unas señales del estado de gracia, pero que no proporcionan una certeza absoluta. Sin embargo, llevan a la esperanza en la misericordia de Dios para obtener la perseverancia final. Por tanto, pueden considerarse como algunas de las señales de predestinación. «En tercer lugar, se conoce algo a modo de conjetura mediante algunos signos. En este sentido puede uno conocer que está en gracia, en cuanto que experimenta que se goza de Dios y desprecia las cosas mundanas y en cuanto que no tiene conciencia de pecado mortal. De este modo se puede entender lo que contiene el texto sagrado: «Al que venciere le daré del maná escondido, que nadie conoce sino el que lo recibe» (Ap 2, 17), porque quien lo recibe lo conoce por cierta experiencia de dulcedumbre, que no experimenta quien no lo recibe».

Precisa el Aquinate, sobre la conjetura o suposición de salvación, que: «Este conocimiento es, no obstante, imperfecto. De aquí que diga el Apóstol: «De nada me remuerde la conciencia, mas no por eso me creo justificado» (1 Co 4, 4), porque, como se dice en el Sal 18, 13: «¿quién será capaz de conocer sus delitos? Absuélveme Señor de los que se me ocultan»[47].

En su comentario a la Primera epístola a los corintios, al ocuparse del pasaje que cita en esta precisión, explica el Aquinate que con las palabras «de nada me remuerde la conciencia» (1 Co 4, 4), San Pablo: «indica que no tiene conciencia de algún pecado mortal. También confiesa Job: «Me aferraré a mi justicia y no la negaré, porque mi corazón nada me arguye en toda mi vida» (Jb 27, 6). Con ello, se quiere decir que, sin embargo, no es suficiente para tenerme por justo, pues pecados, cuya existencia ignoro, pueden hallarse tras siete llaves en mi ser ocultos, según aquello del Salmo: «¿hay quién entienda lo que son delitos?», y lo de Job: «aun cuando yo fuese inocente, eso mismo lo ignorará mi alma» (Jb 9, 21).

El versículo de San Pablo termina con la aportación del motivo: «pues el que me juzga es el Señor» (1 Co 4, 4). En el versículo anterior había dicho: «Por lo que a mí toca, muy poco se me da el ser juzgado por vosotros o en cualquier juicio humano, pues ni aun yo me atrevo a juzgar de mí»[48].Comenta Santo Tomás: «A quien le esté reservado este juicio es lo que concluye diciendo, en tercer lugar: «pues el que me juzga es el Señor», esto es, a quien toca juzgar si soy ministro fiel, o no lo soy, es solamente a Dios, porque éste es un asunto íntimo dentro del círculo de la intención del corazón, que sólo Dios puede pesar dándole su justo valor y estimación, según dicen los Proverbios: «Todos los caminos del hombres están patentes a sus ojos, el Señor pesa los espíritus» (Pr 16, 2) o juzga los interiores; y Jeremías: «Perverso es el corazón de todos los hombres e impenetrable ¿Quién podrá conocerlo? Yo, el Señor, que escudriña los corazones, y sondea los sentimientos, que doy a cada uno según sus obras y según el fruto de sus intenciones,» (Jr 17, 9)»[49].

En definitiva, ante el trascendental y tremendo, por no decir pavoroso, problema de la salvación, el verdadero problema de cada hombre, siempre hay que acudir a la Santísima Virgen, que no tiene el papel de juzgar a nadie, de unir la justicia con la misericordia, sino solo de tener compasión y misericordia, como «abogada de los pecadores». Así lo hacia Santo Tomás, como queda reflejado en su oración a la Bienaventurada Virgen María, que termina con el siguiente párrafo:

«Oro para que al fin de mi vida, Madre única,

Puerta del cielo y abogada de los pecadores,

A mí tu indigno siervo

No me permitas desviarme de la santa fe católica,

Sino que me socorras con tu gran piedad y misericordia,

Y me defiendas de los malos espíritus;

Y por la gloriosa Pasión de tu Hijo bendito,

Así como por tu propia intercesión,

Recibida con esperanza,

Me impetres de El perdón de mis pecados,

Y, muriendo en tu amor y el suyo, me dirijas

Por el camino de la salvación y la felicidad.

Amen»[50].

Eudaldo Forment



[1] SANTO TOMÁS, Suma teológica, II-II, q. 2, a. 7, in c.

[2] Ibíd., II-II, q. 1, a. 7, ad 4.

[3]Ibíd., I-II, q. 106, a. 4., in c.

[4]Ibíd., I-II, q. 51, a. 4, in c..

[5] Ibíd., II-II, q. 2, a. 7, in c.

[6] Ibíd., II-II, q. 2, a. 7, ob. 3.

[7] Ibíd., II-II, q. 2, a. 7, ad 3.

[8] Cf. Ibíd.., II-II, q. 2, a. 7, sed c.

[9] SAN AGUSTÍN, Epístola 190, A Optato, 2, 5

[10] Ibíd., II-II, q. 2, a. 8, in c.

[11]John Henry Newman., Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana, Salamanca, Universidad Pontificia de Salamanca, 1997, pp. 199.

[12] Ibíd., p. 200.

[13] Ibíd., pp. 201-202.

[14]Ibíd., pp. 203.

[15]San Vicente de Lerins, Commonitorio (Apuntes para conocer la fe verdadera), n. 23.

[16]John Henry Newman., Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana, op. cit., p. 208.

[17] Ibíd., p. 214.

[18] Ibíd., p. 215.

[19] SANTO TOMÁS, Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, I Sent., División del texto del Prólogo de Pedro Lombardo.

[20]Cf. SANTO TOMÁS, Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, I Sent., División del texto del Prólogo de Pedro Lombardo.

[21]John Henry Newman, Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana, op. cit,, p.218.

[22] Ibíd., p. 223.

[23] Ibíd, p. 224.

[24] Ibíd.. p. 229.

[25]John Henry Newman., Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana, op. cit.,, pp. 228-229.

[26] Ibíd.., op. cit,, pp. 231-232.

[27]San Vicente de Lerins, Commonitorio (Apuntes para conocer la fe verdadera), n. 2.

[28]John Henry Newman., Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana, op. cit.,, p. 201.

[29] Ibíd, pp. 233-234.

[30]Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana, 22-12-2005.

[31] SANTO TOMÁS, Suma teológica, II-II, q. 5, a. 4, sed c.

[32] Ibíd., II-II, q. 5, a. 4, in c.

[33] BENEDICTO XVI, Constitución apostólica “Porta Fidei”, n. 7.

[34] Cf. SANTO TOMÁS, Suma teológica, II-II. q. 1, a. 7, in c.

[35] Ibíd.., II-II, q. 5, a. 4, ob. 3.

[36] Ibíd.., II-II, q. 5, a. 4, ad 3.

[37] Ef 4, 7.

[38] SANTO TOMÁS, Suma teológica, I-II, q. 112, a. 4, sed c.

[39]Ibíd., I-II, q. 112, a. 4, in c.

[40] IDEM, Comentario de la Epístola de San Pablo a los Efesios, c. 4, lec. 3

[41] 2 Co 12, 9.

[42] SANTO TOMÁS, Comentario de la Segunda Epístola de San Pablo a los Corintios, c. 12, lec. 3.

[43] Ecle 9, 1.

[44] SANTO TOMÁS, Suma teológica, I-II, q. 112, a. 5, sed c.

[45] Ibíd., I-II, q. 112, a. 5, in c.

[46] CONCILIO DE TRENTO, Decreto sobre la justificación, can 16.

[47] SANTO TOMÁS, Suma teológica, I-II, q. 112, a. 5, in c.

[48]1 Co 4, 3.

[49] SANTO TOMÁS, Comentario a la Primera Epístola a los Corintios, c. 4, lec. 4.

[50] IDEM, Oraciones (Trad. y Edic. Rafael Tomás Caldera y Carlos Augusto Casanova), Caracas, Editorial Ex Libris, 1997, «Oración a la Bienaventurada Virgen María», p. 38.

2 comentarios

  
Esron ben Fares
Primero se definió el dogma de la Inmaculada Concepción (1854) y luego el de la Asunción (1950). Aquí se ve evidentemente el desarrollo lógico de la doctrina.

Es necesario resaltar que definir un dogma no significa inventarlo.

Una prueba de ello es que los españoles fundaron la ciudad de Asunción (Paraguay) el 15 de Agosto del año 1537, es decir, 413 años antes de que el dogma fuese oficialmente promulgado.
18/10/16 7:01 AM
  
El Indalecio
Seguramente adelanto lo que el sabio autor nos dirá más adelante: Que fuera de la Iglesia católica no hay salvación". Es lo mismo que fuera de Cristo no hay salvación.
18/10/16 10:57 PM

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