(Ecclesia) El Ministerio de Educación y de Formación Profesional del Gobierno de España, tras varios amagos, anuncia ahora, por entregas y un tanto a hurtadillas…, su deseo de derogar la vigente Ley Orgánica de Educación, la LOMCE, y de elaborar una nueva ley. Todo parece indicar que los borradores que Educación ha publicado, no sin precipitación y escasísimo diálogo con los distintos agentes y sectores del mundo educativo, contarían, de cara a su tramitación parlamentaria, con el apoyo de Unidos-Podemos, y que recabaría asimismo el refrendo de los partidos nacionalistas y soberanistas, mediante determinadas concesiones en materias lingüísticas.
Es innegable el legítimo derecho del Gobierno a reformar y emanar leyes, una vez aprobadas por las Cortes Generales. Pero también es innegable que la reciente historia de las leyes orgánicas de educación en España es la historia de un fracaso, tanto por su proliferación -siete en apenas cuatro décadas de democracia (LOECE, 1980; LODE, 1985; LOGSE, 1990; LOPEG, 1990; LOCE, 2002; LOE, 2006; y LOMCE, 2013)- como por sus escasos frutos y resultados. Por ello, la sociedad y la comunidad educativa vienen tomando conciencia creciente de la necesidad de un pacto de Estado sobre educación. Al afecto, hace casi dos años, se puso en funcionamiento una subcomisión parlamentaria, integrada por las distintas fuerzas políticas, subcomisión que unilateralmente abandonó el PSOE en marzo pasado.
Más allá de otros aspectos técnicos y pedagógicos que no son de nuestro ámbito de valoración, desagrada comprobar la falta de diálogo verdadero con que, al menos hasta ahora, se está procediendo y la muy exigua voluntad de búsqueda del consenso y de los criterios que auspician un pacto escolar de Estado. Pero, con todo, lo que más nos llama la atención y nos alarma es que, una vez más, sobre todo cuando hay gobiernos socialistas, la gran perjudicada de la nueva ley que ahora se anuncian sea la clase de Religión. Y junto a ella, la enseñanza concertada, singularmente si se llevará a efecto en la ley la supresión del concepto de «demanda social», que permite ofertar más plazas a estos centros, si así lo piden las familias.
Sobre ambos temas, la clase de Religión (tanto la católica como la de cualquier otra confesión) como las trabas a la enseñanza concertada y al libre ejercicio de su oferta de plazas escolares a tenor de las demandas de las familia, ya reflexionó uno de los Editoriales de ecclesia del pasado verano, a propósito de unas declaraciones en el Congreso de la ministra de Educación (ver número 3.945-46, página 5).
Y al igual que entonces, también ahora lo primero y fundamental que hay que tener en cuenta es que ni la clase de Religión ni la enseñanza concertada son un privilegio o una concesión, sino un derecho fundamental que ha de ser, como los demás derechos fundamentales, inalienable. Son la expresión de un derecho constitucional (artículo 27) y la manifestación de un clamor ciudadano, que apoya con el 65% de los alumnos la asignatura de Religión católica y que, en el caso de la enseñanza concertada –a no confundir con la enseñanza privada- es demandada por más de un 26% de la sociedad y cuyos resultados académicos son habitualmente superiores a los de la enseñanza estatal o pública.
En relación con los recortes que la futura nueva ley de educación pretende infringir a la asignatura de Religión –desaparecería de Bachillerato, dejaría de ser plenamente evaluable y se quedaría sin asignatura «espejo» o alternativa como ocurre ahora con Valores-, estos planteamientos son sencillamente inaceptables. Y lo son por varias razones. La primera de ellas es, obviamente, la vulneración que conllevaría de los vigentes Acuerdos Iglesia-Estado, que prescriben la oferta de esta asignatura «en condiciones equiparables a las demás disciplinas fundamentales».
Pero es también inaceptable por otras razones de peso. ¿Una asignatura de Religión así de devaluada es la que quieren los padres y alumnos, que en un 65% de los casos la asumen libremente? ¿El derecho de los padres a educar a sus hijos según sus creencias se respeta suficientemente de este modo? ¿No se desequilibra el conjunto de las asignaturas al recortar tan sustancialmente a una de ellas y se perjudica, además, la igualdad y equidad tanto entre los docentes como entre los alumnos? Y, en suma, ¿por qué y a quién molesta tanto esta asignatura?