(Zenit/InfoCatólica) Profundizó en la cultura de lo provisional, los motivos de alegría del cristiano, la pobreza, la castidad, la fecundidad pastoral y pidió una vida coherente y devoción a la Virgen.
La cultura de lo provisional
«Mons. Fisichella me dijo, no sé si será verdadero, que todos ustedes tienen el deseo de consagrar su vida para siempre a Cristo» dijo el papa que suscitó fuertes aplausos. «Ustedes ahora aplauden porque es tiempo de bodas, pero cuando termine la luna de miel ¿qué sucederá?». Recordó que un seminarista decía «quiero servir a Cristo por diez años» y después iniciar otra vida.
«También nosotros estamos bajo la presión de la cultura del provisional», recordó, me caso mientras dure el amor, soy monja o religioso pero no sé qué pasará. «Esto no va con Jesús» reiteró. Reconoció que «¡una elección definitiva hoy es más difícil que en mis tiempos! Porque «somos víctimas de una cultura de lo provisional», y les invitó a que reflexionaran sobre como «no aceptar esta cultura».
Y sobre el tema recordó una poesía en español: «Esta tarde Señora la promesa es sincera, pero por las dudas no te olvides las llaves afuera». Y alertó que «si uno deja siempre la llave afuera no va, tenemos que aprender a cerrar la puerta desde dentro». Y recomendó que si no estoy seguro me tomo un tiempo y comunicando con Jesús, «cuando me siento seguro, cierro la puerta».
La alegría
Comentando la alegría que encontraba en la sala se preguntó: ¿La alegría de un seminarista nace de haber ido a bailar el fin de semana con los amigos? O se centra en "el tener", por ejemplo en tener el último modelo de teléfono móvil, o la moto más rápida... El coche que se hace notar, «les digo verdaderamente, a mí me hace mal cuando veo a un cura o una monja con un coche último modelo. ¡No se puede! El coche es necesario, pero uno más humilde «y si te gusta un coche bonito, piensa solamente en cuantos niños en el mundo mueren de hambre».
Precisó que la verdadera alegría no viene del tener, sino del encuentro de las relaciones con los otros, del sentirse amados y comprendidos. Porque la alegría nace de la gratuidad de un encuentro. La alegría «del encuentro con Jesús» y de «sentirse amados por Dios».
«Cuando uno se encuentra–prosiguió el santo padre–con un seminarista o una novicia demasiado triste uno piensa algo aquí no funciona, porque falta la alegría del Señor, que lleva el servicio, del encuentro de Jesús que te lleva a encontrarse con los otros» y mencionó el dicho de santa Teresa «Un santo triste es un triste santo». E invitó a no ser de esos «con cara de pepinos en vinagre».
Fecundidad pastoral y celibato
El papa indicó: «Un cura o monja sin alegría es triste» e indicó un problema de insatisfacción. Profundizó que es un problema de celibato, porque los religiosos tienen que castos y al mismo tiempo fecundos, porque tienen que ser padres o madres de la propia comunidad.
Coherencia y autenticidad
El santo padre subrayó además la importancia de la coherencia y autenticidad, recordó como Jesús apaleaba a los hipócritas y la doble cara. «Si queremos jóvenes coherentes seamos nosotros coherentes» dijo. Hacer como san Francisco, recordó el santo padre, porque él invitaba a enseñar el evangelio, también con la palabra. O sea principalmente con la autenticidad de vida.
Pobreza
«En este mundo en que la riqueza hace tanto mal es necesario que nosotros seamos coherentes con nuestra pobreza». Cuando se ve que una institución o una parroquia piensa primero en el dinero... no hace bien, es una incoherencia. Porque «es en nuestra vida donde los otros tienen que leer el evangelio».
Transparencia con el confesor
Y el papa preguntó ¿hay aquí en el aula alguien que no haya nunca pecado? E invitó a tener transparencia con el confesor «y no tengan miedo de decir, padre he pecado». Porque «Jesús sabe la verdad y te perdona siempre, pero quiere que le digas lo que Él ya sabe». Qué triste, constató, «cuando un sacerdote o monja peregrina en los confesionarios para esconder su verdad».
Preparación en diversas dimensiones de la vida
El pontífice invitó a prepararse culturalmente «para dar razón sobre la fe y la esperanza». El contexto en el que vivimos «nos pide dar las razones, no dar nada por descontado», dijo.
Vida comunitaria
Una preparación que una las diversas dimensiones de la vida, en particular la «vida espiritual, intelectual, apostólica, la vida comunitaria». Y precisó: «Es mejor el peor seminario que ningún seminario, porque es necesaria la vida comunitaria».
No hablar mal de los otros
Recordó también las relaciones de amistad y fraternidad y del daño de los ‘chismes’ en una comunidad. Y esto en nuestro mundo clerical y religioso es común. También yo caí en eso, tantas veces y me avergüenzo de esto, no está bien, el ¿has oído...? Es un infierno eso en una comunidad. Si tengo un problema con alguien se lo digo de frente y no por detrás.
Una vez una monja me dijo que había hecho la promesa al Señor de nunca hablar mal de los otros. Y si hay que decirlo hacerlo al superior. Nunca a quien no puede ayudar. Fraternidad.
Advirtió además del peligro de dos extremos: sea el aislamiento como la disipación y que la verdadera amistad evita esto.
Dos dimensiones: trascendencia y el prójimo
«Salid para predicar el evangelio y para encontrar a Jesús» dijo. Una salida es la trascendencia y la otra es hacia los demás para anunciar a Jesús. Una sola no va.
Y recordó a madre Teresa de Calcuta que «no tenía miedo de nada, porque esa monja se arrodillaba dos horas delante del Señor».
Una Iglesia más misionera
Querría una iglesia más misionera y menos tranquila. Y recordó su emoción al saludar a religiosos que están en lugares de evangelización. Dad la contribución a una Iglesia fiel al camino de Jesús. No aprendais de nosotros, ese deporte que los viejos practicamos muchas veces, el del lamento, el culto de la diosa lamentación.
Y dio algunos consejos finales: Sed capaces de encontrar a las personas más desaventajadas; no tengais miedo de ir contra corriente; rezad el rosario; tened a la Virgen con vosotros en vuestra casa como el apóstol san Juan y rezad también por mí, que soy un pobre pecador, pero vamos adelante. Y concluyó invitando a no ser «ni solterones ni solteronas» sino a tener fecundidad apostólica.
Homilía del Santo Padre en la Misa con los seminaristas, novicios y novicias
Queridos hermanos y hermanas:
Ya ayer tuve la alegría de encontrarme con ustedes, y hoy nuestra fiesta es todavía mayor porque nos reunimos de nuevo para celebrar la Eucaristía, en el día del Señor. Ustedes son seminaristas, novicios y novicias, jóvenes en el camino vocacional, provenientes de todas las partes del mundo: ¡representan a la juventud de la Iglesia! Si la Iglesia es la Esposa de Cristo, en cierto sentido ustedes constituyen el momento del noviazgo, la primavera de la vocación, la estación del descubrimiento, de la prueba, de la formación. Y es una etapa muy bonita, en la que se ponen las bases para el futuro. ¡Gracias por haber venido!
Hoy la palabra de Dios nos habla de la misión. ¿De dónde nace la misión? La respuesta es sencilla: nace de una llamada que nos hace el Señor, y quien es llamado por Él lo es para ser enviado. Pero, ¿cuál debe ser el estilo del enviado? ¿Cuáles son los puntos de referencia de la misión cristiana? Las lecturas que hemos escuchado nos sugieren tres: la alegría de la consolación, la cruz y la oración.
1. El primer elemento: la alegría de la consolación. El profeta Isaías se dirige a un pueblo que ha atravesado el periodo oscuro del exilio, ha sufrido una prueba muy dura; pero ahora, para Jerusalén, ha llegado el tiempo de la consolación; la tristeza y el miedo deben dejar paso a la alegría: «Festejad… gozad… alegraos», dice el Profeta (66,10). Es una gran invitación a la alegría. ¿Por qué? ¿Cuál es el motivo? Porque el Señor hará derivar hacia la santa Ciudad y sus habitantes un «torrente» de consolación, de ternura materna: «Llevarán en brazos a sus criaturas y sobre las rodillas las acariciarán; como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo» (v. 12-13). Todo cristiano, sobre todo nosotros, estamos llamados a ser portadores de este mensaje de esperanza que da serenidad y alegría: la consolación de Dios, su ternura para con todos. Pero sólo podremos ser portadores si nosotros experimentamos antes la alegría de ser consolados por Él, de ser amados por Él. Esto es importante para que nuestra misión sea fecunda: sentir la consolación de Dios y transmitirla. La invitación de Isaías ha de resonar en nuestro corazón: «Consolad, consolad a mi pueblo» (40,1), y convertirse en misión. La gente de hoy tiene necesidad ciertamente de palabras, pero sobre todo tiene necesidad de que demos testimonio de la misericordia, la ternura del Señor, que enardece el corazón, despierta la esperanza, atrae hacia el bien. ¡La alegría de llevar la consolación de Dios!
2. El segundo punto de referencia de la misión es la cruz de Cristo. San Pablo, escribiendo a los Gálatas, dice: «Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (6,14). Y habla de las «marcas», es decir, de las llagas de Cristo Crucificado, como el cuño, la señal distintiva de su existencia de Apóstol del Evangelio. En su ministerio, Pablo ha experimentado el sufrimiento, la debilidad y la derrota, pero también la alegría y la consolación. He aquí el misterio pascual de Jesús: misterio de muerte y resurrección. Y precisamente haberse dejado conformar con la muerte de Jesús ha hecho a San Pablo participar en su resurrección, en su victoria. En la hora de la oscuridad y de la prueba está ya presente y activa el alba de la luz y de la salvación. ¡El misterio pascual es el corazón palpitante de la misión de la Iglesia! Y si permanecemos dentro de este misterio, estamos a salvo tanto de una visión mundana y triunfalista de la misión, como del desánimo que puede nacer ante las pruebas y los fracasos. La fecundidad del anuncio del Evangelio no procede ni del éxito ni del fracaso según los criterios de valoración humana, sino de conformarse con la lógica de la Cruz de Jesús, que es la lógica del salir de sí mismos y darse, la lógica del amor. Es la Cruz –siempre la Cruz con Cristo-, la que garantiza la fecundidad de nuestra misión. Y desde la Cruz, acto supremo de misericordia y de amor, renacemos como «criatura nueva» (Ga 6,15).
3. Finalmente, el tercer elemento: la oración. En el Evangelio hemos escuchado: «Rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies» (Lc 10,2). Los obreros para la mies no son elegidos mediante campañas publicitarias o llamadas al servicio y a la generosidad, sino que son «elegidos» y «mandados» por Dios. Por eso es importante la oración. La Iglesia, nos ha repetido Benedicto XVI, no es nuestra, sino de Dios; el campo a cultivar es suyo. Así pues, la misión es sobre todo gracia. Y si el apóstol es fruto de la oración, encontrará en ella la luz y la fuerza para su acción. En efecto, nuestra misión pierde su fecundidad, e incluso se apaga, en el mismo momento en que se interrumpe la conexión con la fuente, con el Señor.
Queridos seminaristas, queridas novicias y queridos novicios, queridos jóvenes en el camino vocacional. «La evangelización se hace de rodillas», me decía uno de ustedes el otro día. ¡Sean siempre hombres y mujeres de oración! Sin la relación constante con Dios la misión se convierte en función. El riesgo del activismo, de confiar demasiado en las estructuras, está siempre al acecho. Si miramos a Jesús, vemos que la víspera de cada decisión y acontecimiento importante, se recogía en oración intensa y prolongada. Cultivemos la dimensión contemplativa, incluso en la vorágine de los compromisos más urgentes y acuciantes. Cuanto más les llame la misión a ir a las periferias existenciales, más unido ha de estar su corazón a Cristo, lleno de misericordia y de amor. ¡Aquí reside el secreto de la fecundidad de un discípulo del Señor!
Jesús manda a los suyos sin «talega, ni alforja, ni sandalias» (Lc 10,4). La difusión del Evangelio no está asegurada ni por el número de personas, ni por el prestigio de la institución, ni por la cantidad de recursos disponibles. Lo que cuenta es estar imbuidos del amor de Cristo, dejarse conducir por el Espíritu Santo, e injertar la propia vida en el árbol de la vida, que es la Cruz del Señor.
Queridos amigos y amigas, con gran confianza les pongo bajo la intercesión de María Santísima. Ella es la Madre que nos ayuda a tomar las decisiones definitivas con libertad, sin miedo. Que Ella les ayude a dar testimonio de la alegría de la consolación de Dios, a conformarse con la lógica de amor de la Cruz, a crecer en una unión cada vez más intensa con el Señor. ¡Así su vida será rica y fecunda! Amén.
***************
Lecturas recomendadas
De profesión, cura, Jorge González Guadalix
Sacerdotes que dejaron huella en el siglo XX, Alberto Royo Mejía y José Ramón Godino Alarcón
Hasta la cumbre: Testamento espiritual, Pablo Domínguez Prieto