(UPSA) «Para la mayoría de los contemporáneos el Concilio es historia pasada, porque muchos no vivieron de manera consciente aquel acontecimiento, que ya se considera algo del pasado», afirmó. «Hoy, cincuenta años después, vivimos en un tiempo totalmente cambiado, globalizado. La optimista fe en el progreso hace tiempo que ya se ha evaporado». Nuestra Iglesia, sin embargo, no parece que viva la etapa primaveral que supuso el Concilio Vaticano II, sino que más bien en Europa da la impresión de haber una fase invernal.
El Concilio representa un caso especial en la historia de los concilios precedentes, pues «no fue convocado por una situación de herejías o cismas, ni se declararon dogmas formales o medidas disciplinares concretas». Respondió a «un tiempo nuevo con un optimismo que nacía de la fe en Dios, rechazando a los profetas de calamidades, y buscando un aggiornamiento, una puesta al día de la Iglesia». De hecho, «la intención era traducir al lenguaje de nuestros días la fe tradicional», no un simple acompasamiento a los tiempos.
El cardenal Kasper apuntó que «en muchos casos hubo que encontrar fórmulas de compromiso para buscar el consenso, y por eso los textos conciliares albergan un amplio potencial conflictivo. El Vaticano II es un concilio de transición, en el que sin renunciar a lo antiguo, se hacen sentir aires de renovación». Y explicó las tres fases de la recepción conciliar. La primera, entusiasta, contó con la contestación de algunos sectores eclesiales. «Se produjo un éxodo de muchos sacerdotes y religiosos, una caída de la práctica religiosa, y sobre todo después de la encíclica Humanae vitae, rechazada injustamente, surgieron movimientos de protesta». Por eso algunos críticos consideran el Concilio como una desgracia en la historia reciente de la Iglesia. Pero «pensar que todo esto sucedió por causa del Concilio es un error», ya que buena parte de las dificultades estaban ya presentes antes del mismo.
El Sínodo de 1985 tuvo la tarea de hacer el balance de los veinte años transcurridos desde la finalización del Concilio. «Fue consciente de la crisis, pero no quiso adherirse al lamento crítico, sino que habló de una ambivalencia, reconociendo junto a los aspectos negativos los muchos frutos buenos: la renovación litúrgica, etc.». Como dejó claro el cardenal Kasper, «la Iglesia de todos los concilios es la misma».
En cuanto a la reforma litúrgica, «fue recibida con gratitud por la mayoría, aunque algunos la acogieron de forma crítica». Otro hito importante en el postconcilio fue el Código de Derecho Canónico de 1983, publicado por Juan Pablo II como una «aportación a la renovación de la vida de la Iglesia». A todo esto hay que añadir, según el ponente, muchas aportaciones del magisterio eclesial.
Luces y sombras de la situación postconciliar
Pese a todo, no faltan aspectos positivos. «Los documentos conciliares no se han quedado en letra muerta, sino que han determinado la vida en las diócesis, parroquias y comunidades religiosas, a través de la liturgia, de la espiritualidad bíblica y de la participación de los laicos, además de estimular el diálogo ecuménico e interreligioso». Además, muchos nuevos movimientos espirituales surgidos después son un fruto del Concilio, «con su variedad de carismas y la llamada universal a la santidad». En la primera encíclica sobre el ecumenismo, Ut unum sint, Juan Pablo II desarrolló las propuestas del Concilio sobre la unidad de los cristianos.
El cardenal alemán también aludió a algunas sombras en algunos temas: «la colegialidad del episcopado, la corresponsabilidad de los laicos en la misión de la Iglesia, el papel de las Iglesias locales… sólo han sido desarrollados parcialmente». Y la diferente comprensión de la Iglesia trae consigo una diferente comprensión de la unidad, lo que da una variedad difícil de posturas ante el ecumenismo. Además hay otros temas discutidos, como el papel de la mujer en la Iglesia.
Ante todo esto, hay algunas demandas y reclamaciones de reforma. «Algunas son dignas de ser tenidas en cuenta, como la exigencia de transparencia; otras, que se apartan de la Tradición de la Iglesia, como la petición de la ordenación de las mujeres, no son aceptables». El futuro de la Iglesia no depende de estas preguntas: «la Iglesia que se inspira en las principales corrientes sociales terminará siendo indiferente y, al final, inútil. No será atrayente si se engalana con plumas ajenas, sino defendiendo su causa de forma creíble, siendo valiente y potente ante la crítica de la sociedad». Frente a esto, «ahora es la ocasión para ocuparse otra vez y a fondo de los textos del Concilio, y extraer sus riquezas».
Un acercamiento reflexionado
«No hay que hacer un mito del Concilio, ni reducirlo a un par de tópicos baratos», afirmó el cardenal. «Se necesita una hermenéutica conciliar, una exposición reflexionada». El punto de partida deben ser los textos del Concilio, según las reglas y criterios reconocidos. Y la interpretación debe basarse «en la jerarquía de verdades».
La Iglesia no es una institución absolutista, sino que, como comunión, se construye esencialmente sobre la comunicación. «Por eso, siguiendo el ejemplo del Concilio apostólico de Jerusalén, en los momentos difíciles, los sucesores de los apóstoles se han reunido para buscar el camino común. A Pedro le tocó un papel especial, y tuvo la aprobación de toda la comunidad», señaló el ponente. Después, «la recepción es cosa de todo el pueblo de Dios».
En la hermenéutica, «el consenso debe ser no sólo sincrónico, referido a la Iglesia actual, sino diacrónico, referido a la Iglesia de todos los tiempos, según el pensamiento de Benedicto XVI. Por eso la hermenéutica puede ser de la discontinuidad o de la ruptura, o se puede hacer desde la continuidad o de la reforma. Una renovación de la Iglesia dentro de la continuidad». En el proceso de la Tradición, «la novedad de Jesucristo tiene que resplandecer siempre nueva en su nunca gastada novedad, porque Jesucristo resucitado se hace presente en la Iglesia a través de la acción del Espíritu Santo».
Nuevo caminar tras las huellas del Concilio
En la última parte de su ponencia, el cardenal Kasper echó la vista al futuro. Habló de varias posturas de la postmodernidad que dificultan la vida y la acción de la Iglesia. «No debemos caer en una comprensión fundamentalista de la fe, recelosa de la razón o emocional, sino que cada uno debe dar cuenta –apología– de la esperanza que hay en nosotros. Debemos ser capaces de dialogar con argumentos sobre nuestra fe».
Además, se acercó a la pregunta sobre Dios, en una situación muy distinta a la que afrontó el Concilio con el tema del ateísmo. «Los hombres que viven fuera, en el atrio de los gentiles, tienen otras preguntas: de dónde vengo y adónde voy, por qué existo, qué sentido tiene el sufrimiento y cómo puedo librarme de él. La presente situación exige a los responsables de la Iglesia que sean teólogos, cuya tarea es hablar de Dios, y de todo lo demás en cuanto está en relación con Dios». Esto, dijo, es el programa que propuso en el siglo XIII Santo Tomás de Aquino. En Jesús, Dios «se ha revelado como Dios con nosotros y para nosotros».
Con ocasión del aniversario conciliar, recordó el ponente, Benedicto XVI ha proclamado el Año de la Fe, porque «sin un sólido fundamenteo en la fe, todo lo demás está literalmente en el aire». Las divisiones entre conservadores y progresistas «no prestan ninguna ayuda, y sin la fe, todas las acciones van al vacío. Necesitamos un giro teocéntrico en la pastoral».