(Zenit) Marcelo Diez, un hombre joven (45 años), sufrió en 1994 un accidente de tráfico yendo en moto. Lo internaron en el hospital de Neuquén con politraumatismos, pero una infección intrahospitalaria le afectó el cerebro y lo sumergió en un estado vegetativo persistente en el que se halla desde hace 17 años.
Actualmente está internado en la Casa de Salud de LUNCEC (Lucha Neuquina contra el Cáncer), de la ciudad de Neuquén, donde se lo asiste asegurándole, dentro de este doloroso cuadro, el cuidado básico y ordinario que le garantiza en la medida de lo posible su calidad de vida.
Hace unos meses sus hermanas pidieron que no le realicen tratamientos y le retiren la alimentación y la hidratación pero la justicia no lo permitió.
Ahora, con la aprobación de la ley denominada de «muerte digna», el fiscal José Gerez argumentó que la normativa brinda un marco legal que ampara en la toma de decisiones a los médicos y los familiares de las personas que se encuentran en estado de salud irreversible, y como la ley está vigente, merece ser cumplida, por lo que pidió «muerte digna» para el joven Marcelo Díez.
En relación a este caso, el obispo de Neuquén, monseñor Virginio D. Bressanelli SCJ dio a conocer este 15 de agosto un comunicado titulado «Derecho a una asistencia básica» cuyo texto reproducimos a continuación:
«Frente a lo mucho que se dice, se escribe y se debate acerca de Marcelo Diez, siendo que hay quienes, sosteniendo distintas posturas, han recurrido incluso a la Doctrina de la Iglesia, es mi deber comunicar a la Comunidad Cristiana y a los habitantes de Neuquén lo que me compete desde mi servicio pastoral y desde mi conocimiento del caso.
Dentro de un estado de inconciencia persistente, Marcelo goza de una salud física estable. No está conectado a nada. No es un enfermo terminal. No está sometido a terapia alguna, por lo tanto no se practica sobre él un ensañamiento terapéutico que le prolongue artificialmente la vida. No manifiesta tampoco estar sometido a algún dolor físico, psicológico o espiritual.
Presenta reacciones mínimas. No se sabe si oye o que grado de conciencia tenga de sí mismo y de la realidad circundante. Configura, más bien, un cuadro de alta discapacidad. Todo esto nos ubica frente al misterio de la vida de un hermano de la que no puede ser dueño ni administrador absoluto una tercera persona.
A Marcelo se le garantiza solamente alimentación e hidratación enteral, y el confort básico que le asegure, dentro de su cuadro, la calidad de vida digna que merece todo ser humano (higiene, afecto, atención espiritual). No vive postrado en cama; cada día se lo levanta, se lo pone en silla de ruedas, se lo hace participar de los espacios comunitarios, se le habla, se le pasa música. Sus reacciones se leen en su rostro, que se ilumina al escuchar música, o que manifiesta cansancio cuando algo lo aturde.
No se le brinda ningún medio desproporcionado o extraordinario, sino solo lo básico que se brinda a cualquier persona que sufre una discapacidad que le impida autosatisfacer las propias necesidades.
Desde el punto de vista humano es una vida que hemos de respetar, cuidar y sostener hasta que su estado se revierta, como esperaban sus padres, o hasta que su curso se cierre naturalmente.
Quitarle las atenciones que hoy se le brindan lo condenaría a una muerte atroz. Eso configuraría una eutanasia por omisión y un delito por abandono de persona.
No podemos negar que se trata de una situación delicada y compleja. Tampoco podemos desconocer el sufrimiento de las personas que lo quieren y que apuestan a su recuperación. Nos sentirnos solidarios con ellos. Estamos sin embargo frente al desafío de tener que aceptar con valentía nuestras limitaciones, y de seguir apostando por una vida de la que no somos dueños ni administradores absolutos. Es una de las tantas vidas que reclama la entrega generosa de personas que la cuiden y de una sociedad que la respete.
Como hombres y mujeres que amamos la vida y que creemos en el Dios de la vida, debemos reconocer que este es un misterio que nos sobrepasa. Hay situaciones que no podemos manejar, ni en las que podemos aportar soluciones o mejoras significativas. En esos casos nos queda algo que califica y dignifica a todos: redoblar nuestra capacidad de amor, resignar con humildad nuestro afán de omnipotencia y brindar al hermano necesitado lo que esté a nuestro alcance, confiando en Dios Padre providente que, aún en estos casos, está realizando un designio de amor para el bien de muchos».