El pasado 4 de diciembre el Arzobispado de la ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz (capital de la provincia homónima, República Argentina) publicó un documento titulado «Reconocer a la Iglesia dentro de la pluralidad, sin privilegios», con reflexiones sobre la futura reforma de la Constitución provincial (N. de R.: al ser Argentina un estado federal, cada provincia es autónoma y puede sancionar su propia constitución, distinta de la carta magna nacional), a concretarse en 2025.
El documento refiere casi exclusivamente a la eventual modificación o derogación del artículo 3° de la actual constitución (sancionada en 1962), que establece: «La religión de la Provincia es la Católica, Apostólica y Romana, a la que le prestará su protección más decidida, sin perjuicio de la libertad religiosa que gozan sus habitantes.»
A ese aspecto nos ceñiremos en estas líneas, sin perjuicio de algunos señalamientos sobre otros puntos que se harán al finalizar el análisis.
La cuestión de la confesionalidad o no del Estado, es decir, que éste en cuanto estructura burocrática que materializa el soporte del poder temporal adopte una religión como oficial o, en cambio, que no lo haga y por tanto asuma una pretendida neutralidad de cara a todos los cultos, es un tema sobre el cual los católicos de todas las épocas y culturas deberíamos reflexionar seriamente.
A ese espacio de reflexión, seria y aguda pero también serena y fraternal, pretende contribuir este trabajo.
El documento que lleva la firma del Arzobispo Monseñor Sergio Fenoy dice al respecto:
«La Constitución vigente declara que «la religión de la Provincia es la Católica, Apostólica y Romana, a la que le prestará su protección más decidida, sin perjuicio de la libertad religiosa que gozan sus habitantes». Es prácticamente una profesión de fe. Sin pretender entrar en las motivaciones que impulsaron a aquellos constituyentes, o en la coyuntura histórica que los habrá conducido, lo cierto es que hoy semejante párrafo es inadmisible desde todo punto de vista. Desde mediados del siglo pasado la Iglesia viene afirmando la justa autonomía y la cooperación del orden temporal con respecto al religioso. Por lo tanto, hay que concluir que la Provincia no es, ni puede ser, de ninguna manera «católica». La confusión del orden civil con el religioso es no sólo anacrónica, sino también errónea, porque la condición propia de lo temporal, por definición, implica la no perdurabilidad, la siempre mutabilidad, la continua perfectibilidad; en ese sentido, la religión nos enseña que ningún gobierno representa «lo definitivo», y juega un papel saneador, profético diríamos nosotros, frente a toda instancia de poder.»
Estos conceptos han generado críticas desde diversos sectores, fundamentalmente católicos, que le endilgan desde errores conceptuales hasta la lisa y llana apostasía. Creo que hay exageraciones en algunas críticas. Hay que reconocer también -como dato revelador- que lo han festejado conocidos referentes de la política provincial de Santa Fe pertenecientes a partidos políticos abiertamente anticatólicos.
Ahora bien, conviene ir por partes y evitar caer en antagonismos o acusaciones que además de carecer de un básico sentido de caridad fraterna, pueden también incurrir en errores, no tanto de aspectos doctrinarios, sino de lectura de la realidad y de las opciones políticas que para un bautizado plantean nuestras sociedades ya secularizadas o en proceso de serlo.
Una primera aproximación debe poner en contexto histórico la importancia que se le asigna a las constituciones escritas. Cierto es que en todas las épocas, las distintas civilizaciones se han asentado sobre el pilar, entre otros, de una norma que regule su vida política. Sin embargo, la idea de que tal norma fundamental debe materializarse en un texto escrito, llamado constitución, corresponde a un momento específico de la historia de Occidente signado por el triunfo del liberalismo político (siglo XIX).
No se trata aquí de reducir el valor simbólico, o incluso pedagógico, que poseen las leyes positivas (es decir, las emanadas de la autoridad legítima), pero sí de cuidarnos de atribuirles poderes mágicos o sobrenaturales que claramente no poseen. Llama la atención que algunas críticas a la renuncia arzobispal al artículo 3 de la constitución provincial procedan de sectores que impugnan el actual sistema político de matriz demoliberal in totum por considerarlo absolutamente incompatible con la intervención, bajo sus reglas, de un católico bautizado que aspire a ser coherente con su fe. Bueno, si ese es el punto de partida del análisis, entonces lo que un texto constitucional (fruto excelso por antonomasia de ese sistema demoliberal) diga o deje de decir, debería tenernos absolutamente sin cuidado, tanto a pastores como a ovejas de la grey.
Soy de la opinión de que los católicos debemos participar activamente en la vida política en general -no sólo partidaria- ello pese a que las «reglas de juego» no las hicimos nosotros, y no obstante todo lo incompatible que el régimen sea con la fe.
La cuestión de la religión oficial que pueda o no adoptar un determinado estado, admite muchas lecturas y varios matices. En primer lugar, en el caso de la Argentina, digamos que su Constitución federal (1853) no adopta religión oficial alguna. Sólo expresa, utilizando una terminología no del todo clara, que «El gobierno federal sostiene el culto católico, apostólico y romano», frase a la que la generalidad de los constitucionalistas le han asignado un fin centrado en la colaboración económica del estado respecto del culto católico.
La idea que subyace a la adopción del catolicismo como religión oficial se supone que apunta a que las estructuras estatales se impregnen, en sus orientaciones y políticas por ejemplo, de preceptos procedentes de dicha religión. Pues bien, si miramos la realidad, santafesina, argentina y a riesgo de generalizar injustamente, occidental, los hechos hablan a las claras del colapso de la fe católica en las últimas décadas y de una secularización agresiva que campea a sus anchas.
Por tanto, cabe preguntarnos si no corremos el riesgo de pretender una defensa nostálgica, divorciada de la realidad, de mantener una cláusula que pudo haber tenido vigencia décadas atrás, pero que ya no dice nada de la sociedad actual. En otras palabras, que el estado sea católico tendría sentido como coronación o corolario de una sociedad que lo fuera y lo exteriorizara en sus costumbres cotidianas.
La historia demuestra que en aquellas sociedades que oficializaron el catolicismo, o en el caso de los países escandinavos e Inglaterra con variantes escindidas desde 1517, ello no las preservó en nada del tsunami de la postmodernidad agnóstica en la que hoy están sumidas. Por el contrario, la Iglesia goza de mayor vitalidad en aquellos lugares en los que jamás contó con auspicio estatal (EEUU, Corea del Sur) o directamente sufrió persecuciones durante décadas (Europa oriental).
Cuando el documento refiere a que «…la Provincia no es, ni puede ser, de ninguna manera ‘católica’» entiendo que alude al estado provincial y no a la provincia entendida como realidad sociocultural.
El texto arzobispal es pasible de ciertas críticas, desde ya. Como cuando señala como temas a incorporar en las sesiones de la convención constituyente la «perspectiva de género» o el «respeto por la diversidad cultural o racial», categorías sumamente ambiguas que suelen utilizarse luego con fines en abierta oposición a al magisterio de la Iglesia.
Dejamos para otra ocasión un análisis sobre el énfasis utilizado en torno a la distinción de los ámbitos religioso y civil, aspecto por demás de interesante y sobre el cual la Iglesia puede sacar provechosas lecciones de su historia milenaria y su trato con los más variados regímenes políticos. Ello en orden a no repetir errores del pasado, pero también a evitar caer con candidez en otros nuevos.
Cabe aclarar que otra cuestión distinta a la de la confesionalidad del estado es la de la presencia de lo religioso en el ámbito público de la sociedad, concretamente, de la simbología católica (desde el nombre de ciudades y provincias, hasta crucifijos e imágenes de la Santísima Virgen en sus distintas advocaciones, etc.) y en la que por supuesto que resulta no ya pertinente sino también urgente su defensa en orden a preservar la fe fundante que implica el matriz religioso que nos forjó como pueblos.
Para concluir, entiendo que la Iglesia tiene por delante, en nuestras sociedades de raigambre occidental, sometidas a una brutal embestida posmoderna que aborrece toda idea de trascendencia y en particular del cristianismo, el enorme desafío de recuperar en auténtico celo apostólico el cual vendrá, acaso, si se asume con radicalidad la vivencia de la fe, sin alarde pero sin claudicaciones para agradar al mundo.